Tocata
y fuga
Llegó para quedarse seis meses, y
lleva allí más de cuarenta y seis años.
El preso XXXX (no mencionaremos su
nombre, por respeto al anonimato), número de ficha 5362203, continúa todavía
entre rejas. A estas alturas, ya nadie recuerda por qué crimen vino a parar
aquí. Unos dicen que por robo, otros, en cambio, que por algún otro tipo de
delito menor. Ya nada importa.
Hoy todos le conocen como el rey de
las fugas.
Desde su cuartel general, una oscura
y diminuta celda de tres por tres metros, su mente trabaja de nuevo. Los
pequeños mecanismos (que, como la maquinaria de un reloj, se apoyan el uno en
el otro, favoreciendo el tic-tac final del conjunto, como si todo lo que
hubiera detrás no importase, cuando el mismo movimiento, en realidad, es mucho más
importante que el resultado) se ponen otra vez en marcha. Y aunque tan sólo sea
en realidad una sencilla celda de una recóndita penitenciaría, enclavada en
algún lugar en el extrarradio de cualquier lóbrega y ceniza ciudad, aquello se
transforma en la tienda improvisada por Napoleón en Austerlitz, en el tugurio
destartalado donde se gestó el Gran Robo del Tren, en aquel laboratorio debajo
de un campo abandonado de fútbol donde se ideó la bomba atómica. Porque en ese
momento, el tiempo se para, el mundo se detiene, y sólo existe un lugar, y
objetivo: salir de la ciudadela. Paradójicamente, y a pesar de lo mucho que
algunas personas necesitan entrar en algunos sitios, algunas, en cambio, desean
desesperadamente salir. Qué mal repartido está el mundo.
En el comedor, entre el resto de sus
compañeros, se reparten apuestas sobre cómo será el próximo intento: si por
tierra, por mar (de hecho, una vez acabó inundando de agua toda la lavandería,
y salió de ella arrastrado por un chorro de agua que inhabilitó el comedor
durante meses), o por aire como las aves, estrategia que aunque menos accesible,
se ha utilizado una o dos veces. Los guardianes, aunque oficialmente se quejan
y protestan de forma airada por este tipo de fugas, que les meten en toda clase
de follones y descalabros inciertos, en el fondo, muy en el fondo (y sobre
todo, a escondidas), participan también en la porra, y elucubran divagaciones,
entre risitas, sobre cuál será el próximo movimiento en esta interminable
partida de ajedrez que tiene al alcaide de cabeza, hasta tal punto que no
tolera la mención del nombre del preso en su presencia, individuo al cual, por
muchos regímenes de castigo y coartación de libertades que se le impongan,
nunca consigue doblegar. Todo es cuestión, al final, de quien acabe ganando. El
alcaide parece llevar siempre la delantera: pero la amenaza constante,
continua, de la derrota, hace que se le indigeste y no la sea capaz de
administrar a gusto.
Pero, sobre todo, para los recién
llegados –los cuales nada más preguntan, hacen que se forme un coro a su
alrededor, de personas, y de historias, de movimientos de manos y
exageraciones, exaltando, “han sido mil, no, mil quinientas”, y el agujero fue
así de grande, y el ácido todavía más fuerte-, pues bien, para los recién llegados,
siempre está sobrevolando la mente la misma pregunta: por qué. Por qué un
hombre que, con un mínimo de paciencia, hubiera salido en seguida de prisión,
se ha empeñado, a fuerza de contravenir las normas, en convertirse ya en un
anciano que va a acabar derrochando la mayor aparte de su vida entre salidas al
patio y estancias interminables en las celdas de castigo.
La respuesta: nadie la sabe.
Teorías, sin embargo, hay para todos los gustos. Unos dicen que es por una
promesa que le hizo a un compañero que murió durante su primera fuga –cómplice
que nadie sabe si existió a ciencia cierta, y que ya ha entrado de una manera u
otra en el terreno de la leyenda-. Otros afirman, en cambio, que se debe a una
extraña enfermedad, que los psicólogos de la prisión no han sabido determinar,
a pesar de toda clase de pruebas y mediciones antropométricas; y los más
cínicos prefieren apuntar a que en realidad nuestro hombre, sin oficio conocido
antes de entrar en la prisión, se encontraría perdido, desamparado, fuera de
ella, y que en cambio de esta solfa, con una tremenda popularidad fuera y
dentro de las celdas, es un personaje respetado, hasta venerado incluso, que ha
sabido labrarse su hueco, y su cuota de felicidad. Hay quien dice, más agresivo
incluso, que sin alguna vez saliera de prisión, comenzaría a temblar de miedo y
pena, y daría golpes contra la puerta para que le dejaran volver a entrar. Aunque
esta versión no suele entusiasmarle a los presos, muchos de los cuales son
conscientes de que, cuando imaginan el túnel de luz al final del cual se sitúa
la libertad -más allá de una rutina a la que se han acostumbrado y en la que
han logrado ubicar una utilidad y una función-, no hallan consuelo y esperanza:
sino tan sólo un vacío, un abismo carente de sentido, y una profunda angustia
vital...
(A tales contradicciones conduce la
vida: y de esta manera transforma la cárcel a los hombres, haciendo que los matones
más duros e independientes se conviertan en mantequilla, y sollocen como
chiquillos, cuando afrontan años después, con el mundo entero en contra, el tener
que volver a empezar... un proceso que, la primera vez, ya salió mal).
Pero probablemente la hipótesis más
correcta –que no la más difundida-, la que más se ajuste a la realidad de
nuestro preso, sea la que enunció un día un novato, de gafitas redondas y cara
de alelado, al que trasladaron de cárcel cuando llevaba tan sólo unos pocos
días, y a quien nadie (ni tampoco a su teoría) volvió a ver: y es que al preso
5362203, de nada le vale esperar.
Podría haber estado seis meses, sí.
Seis meses mano sobre mano, simplemente suspirando, y le hubieran abierto las
puertas de prisión, y se hubiera plantado allí, libre, ufano, con toda una
atmósfera que explorar como si se tratara de un pájaro... salvo porque no
tendría alas. Podría haber aguardado, tal vez sí, pero esos seis meses, sin
poder hacer nada, más que dejar pasar su destino, hubieran sido para él angustiantes,
catatónicos, castrados de sentido y aún de sabor y de gusto, restrictivos de
corazón y de alma: los filetes le hubieran sabido a ceniza, las páginas de los
libros (que leería en su resignada celda) se le antojarían cubiertas de
cuchillas. En cambio, mientras pensaba en la fuga, todo ello se olvidaba en su
cabeza: tan sólo estaba presente un objetivo, un único propósito al cual por
encima de todas las cosas estaba dispuesto a llegar. Y así, todos los libros
eran el Conde de Montecristo, todas las sábanas un eventual modo de escape,
cada uno de los presidiarios, en lugar de simples transeúntes con los que
sobrellevar el día a día, un nada improbable compañero de fuga. Y de esta
manera, las cosas escondían una causa, una lógica y una direccionalidad: la
vida tenía un principio, un alfa y un omega, orientados todos ellos hacia una
empresa final. Y aunque como consecuencia había alargado sensiblemente la pena,
esta condena, por muy larga que fuera, no era ni mucho menos tan terrible como
la otra, ante la cual, por no sufrirla, se había arriesgado a pecar...
Hay cosas que no se entienden. Modos
de pensar, que son particulares de cada uno, y en los que, por mucho que lo
intentemos, nunca nos podremos implicar. El hombre es tan variado como lo son
las diferencias entre los granos de un campo de arroz... Asemejan todos
iguales: pero de ser así no latiría, con esa energía, su intensidad por
transmitir (por encima de otros) la vida a su descendencia, y su pasión por ascender,
a pesar de su pequeñez, hasta el cielo...
Y mientras le relatamos esta
historia, un viejo de más de sesenta años, continúa planeando, una vez más, su
golpe maestro. Esperando que esta vez, consiga salir...
¿Y qué hará cuando salga?
Eso no le importa: ya lo planeará
cuando llegue. Lo único importante ahora es disfrutar...
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