lunes, 23 de septiembre de 2019

El relato de septiembre: "Tocata y fuga".


Tocata y fuga

            Llegó para quedarse seis meses, y lleva allí más de cuarenta y seis años.

            El preso XXXX (no mencionaremos su nombre, por respeto al anonimato), número de ficha 5362203, continúa todavía entre rejas. A estas alturas, ya nadie recuerda por qué crimen vino a parar aquí. Unos dicen que por robo, otros, en cambio, que por algún otro tipo de delito menor. Ya nada importa.

            Hoy todos le conocen como el rey de las fugas.

            Desde su cuartel general, una oscura y diminuta celda de tres por tres metros, su mente trabaja de nuevo. Los pequeños mecanismos (que, como la maquinaria de un reloj, se apoyan el uno en el otro, favoreciendo el tic-tac final del conjunto, como si todo lo que hubiera detrás no importase, cuando el mismo movimiento, en realidad, es mucho más importante que el resultado) se ponen otra vez en marcha. Y aunque tan sólo sea en realidad una sencilla celda de una recóndita penitenciaría, enclavada en algún lugar en el extrarradio de cualquier lóbrega y ceniza ciudad, aquello se transforma en la tienda improvisada por Napoleón en Austerlitz, en el tugurio destartalado donde se gestó el Gran Robo del Tren, en aquel laboratorio debajo de un campo abandonado de fútbol donde se ideó la bomba atómica. Porque en ese momento, el tiempo se para, el mundo se detiene, y sólo existe un lugar, y objetivo: salir de la ciudadela. Paradójicamente, y a pesar de lo mucho que algunas personas necesitan entrar en algunos sitios, algunas, en cambio, desean desesperadamente salir. Qué mal repartido está el mundo.

            En el comedor, entre el resto de sus compañeros, se reparten apuestas sobre cómo será el próximo intento: si por tierra, por mar (de hecho, una vez acabó inundando de agua toda la lavandería, y salió de ella arrastrado por un chorro de agua que inhabilitó el comedor durante meses), o por aire como las aves, estrategia que aunque menos accesible, se ha utilizado una o dos veces. Los guardianes, aunque oficialmente se quejan y protestan de forma airada por este tipo de fugas, que les meten en toda clase de follones y descalabros inciertos, en el fondo, muy en el fondo (y sobre todo, a escondidas), participan también en la porra, y elucubran divagaciones, entre risitas, sobre cuál será el próximo movimiento en esta interminable partida de ajedrez que tiene al alcaide de cabeza, hasta tal punto que no tolera la mención del nombre del preso en su presencia, individuo al cual, por muchos regímenes de castigo y coartación de libertades que se le impongan, nunca consigue doblegar. Todo es cuestión, al final, de quien acabe ganando. El alcaide parece llevar siempre la delantera: pero la amenaza constante, continua, de la derrota, hace que se le indigeste y no la sea capaz de administrar a gusto.

            Pero, sobre todo, para los recién llegados –los cuales nada más preguntan, hacen que se forme un coro a su alrededor, de personas, y de historias, de movimientos de manos y exageraciones, exaltando, “han sido mil, no, mil quinientas”, y el agujero fue así de grande, y el ácido todavía más fuerte-, pues bien, para los recién llegados, siempre está sobrevolando la mente la misma pregunta: por qué. Por qué un hombre que, con un mínimo de paciencia, hubiera salido en seguida de prisión, se ha empeñado, a fuerza de contravenir las normas, en convertirse ya en un anciano que va a acabar derrochando la mayor aparte de su vida entre salidas al patio y estancias interminables en las celdas de castigo.

            La respuesta: nadie la sabe. Teorías, sin embargo, hay para todos los gustos. Unos dicen que es por una promesa que le hizo a un compañero que murió durante su primera fuga –cómplice que nadie sabe si existió a ciencia cierta, y que ya ha entrado de una manera u otra en el terreno de la leyenda-. Otros afirman, en cambio, que se debe a una extraña enfermedad, que los psicólogos de la prisión no han sabido determinar, a pesar de toda clase de pruebas y mediciones antropométricas; y los más cínicos prefieren apuntar a que en realidad nuestro hombre, sin oficio conocido antes de entrar en la prisión, se encontraría perdido, desamparado, fuera de ella, y que en cambio de esta solfa, con una tremenda popularidad fuera y dentro de las celdas, es un personaje respetado, hasta venerado incluso, que ha sabido labrarse su hueco, y su cuota de felicidad. Hay quien dice, más agresivo incluso, que sin alguna vez saliera de prisión, comenzaría a temblar de miedo y pena, y daría golpes contra la puerta para que le dejaran volver a entrar. Aunque esta versión no suele entusiasmarle a los presos, muchos de los cuales son conscientes de que, cuando imaginan el túnel de luz al final del cual se sitúa la libertad -más allá de una rutina a la que se han acostumbrado y en la que han logrado ubicar una utilidad y una función-, no hallan consuelo y esperanza: sino tan sólo un vacío, un abismo carente de sentido, y una profunda angustia vital...

            (A tales contradicciones conduce la vida: y de esta manera transforma la cárcel a los hombres, haciendo que los matones más duros e independientes se conviertan en mantequilla, y sollocen como chiquillos, cuando afrontan años después, con el mundo entero en contra, el tener que volver a empezar... un proceso que, la primera vez, ya salió mal).

            Pero probablemente la hipótesis más correcta –que no la más difundida-, la que más se ajuste a la realidad de nuestro preso, sea la que enunció un día un novato, de gafitas redondas y cara de alelado, al que trasladaron de cárcel cuando llevaba tan sólo unos pocos días, y a quien nadie (ni tampoco a su teoría) volvió a ver: y es que al preso 5362203, de nada le vale esperar.

            Podría haber estado seis meses, sí. Seis meses mano sobre mano, simplemente suspirando, y le hubieran abierto las puertas de prisión, y se hubiera plantado allí, libre, ufano, con toda una atmósfera que explorar como si se tratara de un pájaro... salvo porque no tendría alas. Podría haber aguardado, tal vez sí, pero esos seis meses, sin poder hacer nada, más que dejar pasar su destino, hubieran sido para él angustiantes, catatónicos, castrados de sentido y aún de sabor y de gusto, restrictivos de corazón y de alma: los filetes le hubieran sabido a ceniza, las páginas de los libros (que leería en su resignada celda) se le antojarían cubiertas de cuchillas. En cambio, mientras pensaba en la fuga, todo ello se olvidaba en su cabeza: tan sólo estaba presente un objetivo, un único propósito al cual por encima de todas las cosas estaba dispuesto a llegar. Y así, todos los libros eran el Conde de Montecristo, todas las sábanas un eventual modo de escape, cada uno de los presidiarios, en lugar de simples transeúntes con los que sobrellevar el día a día, un nada improbable compañero de fuga. Y de esta manera, las cosas escondían una causa, una lógica y una direccionalidad: la vida tenía un principio, un alfa y un omega, orientados todos ellos hacia una empresa final. Y aunque como consecuencia había alargado sensiblemente la pena, esta condena, por muy larga que fuera, no era ni mucho menos tan terrible como la otra, ante la cual, por no sufrirla, se había arriesgado a pecar...

            Hay cosas que no se entienden. Modos de pensar, que son particulares de cada uno, y en los que, por mucho que lo intentemos, nunca nos podremos implicar. El hombre es tan variado como lo son las diferencias entre los granos de un campo de arroz... Asemejan todos iguales: pero de ser así no latiría, con esa energía, su intensidad por transmitir (por encima de otros) la vida a su descendencia, y su pasión por ascender, a pesar de su pequeñez, hasta el cielo...

            Y mientras le relatamos esta historia, un viejo de más de sesenta años, continúa planeando, una vez más, su golpe maestro. Esperando que esta vez, consiga salir...

            ¿Y qué hará cuando salga?

            Eso no le importa: ya lo planeará cuando llegue. Lo único importante ahora es disfrutar...

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