lunes, 10 de febrero de 2020

La historia real de febrero. Entierro de joven víctima de la Camorra sobre fondo gris.

Leyendo “Gomorra”, de Roberto Saviano (uno de los mejores retratistas del crimen en el sur de Italia), hay una escena que me hiela la sangre. Se trata del entierro de una adolescente asesinada por una bala perdida procedente de una pistola de la Camorra, la organización criminal con más poder en el área de Nápoles. Más allá del hecho (que acogota en sí mismo), resulta inquietante la actitud de algunos de los asistentes. Casi todas las ceremonias sociales cualquier parte del mundo –bautizos, bodas, comuniones, funerales- me causan un cierto repelús. Reúnen un conjunto de lugares comunes, tradiciones y mandatos varios, la mayoría de los cuales buena parte de de los asistentes no tienen ninguna gana de llevarlos a cabo, pero tienen que hacerlo porque lo dicta el patriarca o matriarca de turno, “porque se ha hecho toda la vida”, porque es lo que se espera de ellos o un número inacabable de razones de índole similar. Ver y dejarse ver, como suele decirse. Pasar lista para ver quién falta. Y de paso, es una buena oportunidad para que El Padrino (ya se apellide Corleone o Aznar) aproveche para hacer negocios. Que dos personas se estén casando, como suele decirse, es algo que a ninguno de los asistentes le importa. El entierro de esta chica, en cierto sentido, es una ceremonia más. Roberto Saviano cuenta cómo es frecuente que la madre de la víctima trate de arrojarse, en algún momento del desplazamiento del cadáver por las calles de la ciudad, por el balcón para matarse. Es una reacción tan típica, tan habitual en este tipo de acontecimientos, que parece ya estereotipada. Saviano advierte que no por ello debemos creer que el dolor de las madres es menos auténtico; simplemente, estas pobres mujeres no tienen otra manera con la que expresarse salvo por actitudes prefabricadas, que otros han hilvanado ya por ellas. Aunque a mí me asombra más el papel de las amigas de la víctima, del grupito con el que ella salía siempre a la calle, de su círculo vital. Sí, era su amiga, ella ha muerto y están dolidas, pero al mismo tiempo, este entierro significa para ellas algo más. Es como su presentación en sociedad al resto del mundo. A partir de este funeral, de sus lágrimas, de sus lloros y de sus aspavientos, comenzarán a contar en la vida de la comunidad. Sienten con sinceridad la muerte de su compañera; pero de algunas cabría decirse (como en un anhelo secreto) que estaban deseando que un día como éste llegara por fin ya. Luego estas chicas crecerán y harán su vida. En algunos casos se casarán incluso con chicos de la Camorra, en ciertos casos pensando, más que en la vida en común, en la pensión que tienen asegurada por parte de la organización de criminales si el muchacho acaba en presidio. Para nosotros, desde fuera, puede resultar paradójico, execrable, rocambolesco entre otros adjetivos, que una chica que está llorando la muerte de su amiga íntima a causa de la Camorra pueda siquiera sopesar en su mente la posibilidad de juntarse, años después, con uno de sus integrantes. Sin embargo, no es tan difícil en cuanto reflexionamos un poco sobre cómo se vive el día a día en ese tipo de ambientes, donde la impunidad, la aparente perpetuidad, la dificultad de eliminación de males tan enquistados como la Camorra, hacen que la gente olvide a menudo que los causantes de aquellos males y asesinatos son individuos concretos, con nombres y apellidos, y empiecen a pensar en estas muertes con la misma inevitabilidad con la que tratarían a una catástrofe natural. Con la misma resignación y evasión de responsabilidades con las que se juzgaba a ETA en determinados pueblos del País Vasco, o como se acepta en otros lugares de España que, de todas las grandes obras o acontecimientos, partidos como el PP o Convergencia acudan con el cepillo a sacar tajada. De hecho, no es raro que los miembros de la Camorra aparezcan en el propio funeral de la chica asesinada, demostrando ante todos quiénes son los que mandan. Pero, más que la intimidación con amenazas o cuchillos, da mucho más miedo la resignación interior; la rendición del espíritu. O cómo es mucho más sencillo ponerse del lado de los que mandan, de la mayoría silenciosa de las pistolas, con tal de sentirse parte del grupo más grande, del que triunfa, del que, como ha marcado todas las cartas, ha de tener necesariamente la razón. A pesar de todas las contradicciones, las cuales te llevan a llorar por tu amiga y luego a casarte con uno de sus asesinos, como si entre ambos hechos no huviera relación alguna. Pero así de idiotas somos los humanos.

El ser humano irracional evolucionó, en un mundo carente de razón, para poder sobrellevar una existencia sin traumas irresolubles entre lo que quería y lo que no podía alcanzar. Que seis mil años de civilización después, con un siglo de las Luces a nuestras espaldas, esa forma de actuar siga siendo la más adecuada para determinados entornos, dice muy poco de nosotros y de lo que permitimos. Las lágrimas de las chicas de la Camorra podrían corresponder a las de un enterramiento en el Neolítico por un asesinato causado por el chamán o el jefe de la tribu que les liderará mañana. Y ya no se sabe de quién es la culpa, si del jefe de la tribu, o del que no se atrevió a quitarle al chamán el gorro de plumas. Esos llantos, por tanto, son también los nuestros, y quien llora, que diría John Donne, lo hace también por ti.

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