miércoles, 30 de diciembre de 2020

El relato de diciembre: "Sólo un poquito más"

 Sólo un poquito más

 

                Rogelio y Pilar habían vivido juntos cuarenta años. A finales de primavera se separaron. Bien entrado el verano, se volvieron a reunir y emprendieron un viaje para recuperar los lugares donde un día se enamoraron. Se trataba de recobrarse ellos mismos, después de todo. Rescatar el antiguo amor.

                Decidieron realizar la travesía en el viejo coche con el que habían llevado a cabo aquel periplo durante la primera vez. Se conservaba prodigiosamente indemne, a pesar del paso de los años. Rogelio sólo tuvo que pasarle una capa de cera por encima para que volviera a lucir tan brillante como el día que lo estrenaron. Con la carrocería reluciente, era como si ellos mismos se hubieran librado de las arrugas y su piel exhibiera el lustre de la añorada época en que tenían veinte años. A bordo de su particular máquina del tiempo, se pusieron en marcha a lo largo de la zona sur de Francia. Aix-en-Province, Nimes, Arlés… En esta última localidad, recorrieron los pasos de Van Gogh y fue como volver a pisar sus propias huellas. Los campos de lavanda aún no se hallaban en su máximo esplendor, pero los disfrutaron igual. En un momento determinado, se desviaron para dirigirse a la playa. No se bañaron. Junto a su coche, plantaron sus posaderas sobre la orilla, permitiendo que la arena manchara los mocasines y el traje de él, las sandalias y el vestido de ella. Corría una agradable brisa. Un muchacho de barba profusa y cabello largo (que si hubiera vestido con una túnica podría haber pasado por un profeta en el Israel bíblico) se paseaba por la playa, cubierto únicamente por una guitarra que, de manera mágica, evitaba que al mirarle surgiera ninguna incomodidad. El joven les sonrió.

                -Un día excelente para disfrutar del mar, ¿verdad?-inició la conversación sin ningún motivo, de manera espontánea.

                Rogelio asintió.

                -Mi mujer y yo estamos recorriendo los lugares donde nos conocimos. Esta playa forma parte de ellos.

                Pilar alargó la cabeza para dialogar con el muchacho:

                -¿Podrías tocarnos una canción, por favor?

                El chico sonrió. Se recolocó la guitarra -la cual, sorprendentemente, seguía ocultando los lugares más controvertidos- y rasgueó las cuerdas del instrumento, generando una melodía que acompañó con un suave tarareo que no tenía ningún sentido, más allá de la propia sonoridad de la música. Cuando terminó, Rogelio y Pilar aplaudieron. El joven le dio la mano a Rogelio, y realizó un guiño de agradecimiento en dirección adonde se encontraba Pilar. Luego se despidió y no volvieron a verlo nunca más.

                La parte que más les gustaba eran los desayunos. Normalmente eran buffets disfrutados de manera perezosa a horas tardías, cuando ya no quedaba casi nadie en el comedor del hotel. La miembros de la pareja se sentaban con serenidad en la mesa mientras cortaban sin prisa un sándwich en dos, o disfrutaban de un croissant mojado en leche sin más perspectivas que gozar del momento.

                -¿Qué plan tenemos para hoy?

                -¿Hoy? Por supuesto, ninguno.

                El tiempo les acompañaba. De vez en cuando hacía lluvia, pero no muy a menudo. Los días que eso ocurría, se quedaban en el coche, simplemente regodeándose en el espectáculo de ver deslizarse gotas de lluvia por la ventana.

                Sin embargo, las más de las veces, refulgía el sol. A veces no podían evitar verse sacudidos por el entusiasmo. Un día, el tiempo era tan fenomenal que, sobre la superficie de una playa, se desnudaron. Al verse así, tan familiares los respectivos cuerpos, tan diminuta ella, tan acogedor él, decidieron comprobar si la piel del otro seguía tan tersa como recordaban. Empezaron a amarse sobre la arena. Un bocinazo procedente de un coche de policía les interrumpió. Ambos huyeron, entre risas, mientras un agente salía del coche y agitaba la cabeza reprobatorio. Aquella tarde, los dos amantes no perdieron la sonrisa por ninguna de las menudencias y pequeños infortunios que suelen salpimentar los viajes.

                Casi habían terminado el recorrido previsto, pero ya estaban haciendo planes para continuar a lo largo de nuevos trayectos y objetivos. ¿El norte de Italia?¿De nuevo Roma?¿Satisfarían por fin su sueño de caminar juntos por Pompeya? Fue entonces cuando les llamó un amigo. Daba la casualidad de que pasaba por la ciudad en la que se encontraban aquel mismo día. ¿Podrían esperarle?¿Tendrían la oportunidad de verse? Claro que sí, afirmó Rogelio al teléfono. Y se abrazó a Pilar.

                Aquella tarde, Rogelio y Pilar se encontraban esperando a ese amigo en un bar. De pie en la barra, Rogelio oteaba por encima de las cabezas de la gente, mientras Pilar aguardaba paciente, apoyada en una silla giratoria. Se acercaron a ellos un grupo de esos conversadores habituales que no desean otra cosa que prolongar charlas de manera infinita.

                -Y dígame, ¿por qué el sur de Francia?

                -Mi mujer y yo -señaló Rogelio a Pilar- hemos vuelto a los lugares que visitamos en nuestra juventud. Estamos descubriéndolos de nuevo.

                Rogelio sonreía mientras contaba esa historia por enésima vez. Se le notaba realmente feliz al relatarlo.

                Los conversadores se despidieron, al localizar en la misma sala a otros compañeros a los que debían un diálogo. De repente, en el hueco que estas personas habían dejado apareció el amigo al que Rogelio y Pilar aguardaban.

                -¿Qué tal?-saludó Rogelio, pasándole la mano por el hombro.

                El interpelado, sin embargo, le contempló con tristeza:

                -He escuchado la charla que has tenido con esa gente antes.

                Fijó la mirada en la silla giratoria de al lado, donde se apoyaba un abrigo de mujer.

                -Hace una semana -confesó el recién llegado, emocionado-, fui a depositar flores frescas en su…

                No terminó la frase. Los dos amigos se observaron. No sabían qué decirse. Rogelio iba a hablar. Su interlocutor le ahorró el mal trago:

                -Yo también la echo muchísimo de menos.

                Durante unos pocos minutos, se entretuvieron en diálogos y cuestiones banales. Luego, el amigo se disculpó para ir un momento al baño. Cuando Rogelio volvió la cabeza, Pilar volvió a estar allí.

                Rogelio tuvo ganas de decirle muchas cosas pero, al final, sólo enunció:

                -Mañana pasa un tren que viene de París y va hasta Locarno. ¿Quieres que lo cojamos?

                Pilar, entusiasta, asintió.

                Rogelio atisbó el mundo exterior a través de una ventana. Sintió que, desde hace un tiempo, le habían colocado un despertador. Que se encontraba adormecido en una cama imaginaria. Que la alarma le instaba a levantarse y hacer lo que tocaba por fin.

                Pero él, como cuando era pequeño, alargaba la mano, presionaba el botón del despertador y susurraba para sus adentros: “Sólo un poquito más…”

1 comentario:

  1. Me parece precioso, de una ternura infinita. Gracias por estos relatos sabes que me encantan. Biquiños.

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