Sólo un poquito más
Rogelio
y Pilar habían vivido juntos cuarenta años. A finales de primavera se separaron.
Bien entrado el verano, se volvieron a reunir y emprendieron un viaje para
recuperar los lugares donde un día se enamoraron. Se trataba de recobrarse
ellos mismos, después de todo. Rescatar el antiguo amor.
Decidieron
realizar la travesía en el viejo coche con el que habían llevado a cabo aquel
periplo durante la primera vez. Se conservaba prodigiosamente indemne, a pesar
del paso de los años. Rogelio sólo tuvo que pasarle una capa de cera por encima
para que volviera a lucir tan brillante como el día que lo estrenaron. Con la
carrocería reluciente, era como si ellos mismos se hubieran librado de las arrugas
y su piel exhibiera el lustre de la añorada época en que tenían veinte años. A
bordo de su particular máquina del tiempo, se pusieron en marcha a lo largo de
la zona sur de Francia. Aix-en-Province, Nimes, Arlés… En esta última
localidad, recorrieron los pasos de Van Gogh y fue como volver a pisar sus
propias huellas. Los campos de lavanda aún no se hallaban en su máximo esplendor,
pero los disfrutaron igual. En un momento determinado, se desviaron para
dirigirse a la playa. No se bañaron. Junto a su coche, plantaron sus posaderas
sobre la orilla, permitiendo que la arena manchara los mocasines y el traje de
él, las sandalias y el vestido de ella. Corría una agradable brisa. Un muchacho
de barba profusa y cabello largo (que si hubiera vestido con una túnica podría
haber pasado por un profeta en el Israel bíblico) se paseaba por la playa,
cubierto únicamente por una guitarra que, de manera mágica, evitaba que al
mirarle surgiera ninguna incomodidad. El joven les sonrió.
-Un
día excelente para disfrutar del mar, ¿verdad?-inició la conversación sin ningún
motivo, de manera espontánea.
Rogelio
asintió.
-Mi
mujer y yo estamos recorriendo los lugares donde nos conocimos. Esta playa
forma parte de ellos.
Pilar
alargó la cabeza para dialogar con el muchacho:
-¿Podrías
tocarnos una canción, por favor?
El
chico sonrió. Se recolocó la guitarra -la cual, sorprendentemente, seguía
ocultando los lugares más controvertidos- y rasgueó las cuerdas del instrumento,
generando una melodía que acompañó con un suave tarareo que no tenía ningún
sentido, más allá de la propia sonoridad de la música. Cuando terminó, Rogelio
y Pilar aplaudieron. El joven le dio la mano a Rogelio, y realizó un guiño de agradecimiento
en dirección adonde se encontraba Pilar. Luego se despidió y no volvieron a
verlo nunca más.
La
parte que más les gustaba eran los desayunos. Normalmente eran buffets
disfrutados de manera perezosa a horas tardías, cuando ya no quedaba casi nadie
en el comedor del hotel. La miembros de la pareja se sentaban con serenidad en
la mesa mientras cortaban sin prisa un sándwich en dos, o disfrutaban de un croissant
mojado en leche sin más perspectivas que gozar del momento.
-¿Qué
plan tenemos para hoy?
-¿Hoy?
Por supuesto, ninguno.
El
tiempo les acompañaba. De vez en cuando hacía lluvia, pero no muy a menudo. Los
días que eso ocurría, se quedaban en el coche, simplemente regodeándose en el
espectáculo de ver deslizarse gotas de lluvia por la ventana.
Sin
embargo, las más de las veces, refulgía el sol. A veces no podían evitar verse
sacudidos por el entusiasmo. Un día, el tiempo era tan fenomenal que, sobre la
superficie de una playa, se desnudaron. Al verse así, tan familiares los respectivos
cuerpos, tan diminuta ella, tan acogedor él, decidieron comprobar si la piel
del otro seguía tan tersa como recordaban. Empezaron a amarse sobre la arena.
Un bocinazo procedente de un coche de policía les interrumpió. Ambos huyeron,
entre risas, mientras un agente salía del coche y agitaba la cabeza
reprobatorio. Aquella tarde, los dos amantes no perdieron la sonrisa por ninguna
de las menudencias y pequeños infortunios que suelen salpimentar los viajes.
Casi
habían terminado el recorrido previsto, pero ya estaban haciendo planes para
continuar a lo largo de nuevos trayectos y objetivos. ¿El norte de Italia?¿De
nuevo Roma?¿Satisfarían por fin su sueño de caminar juntos por Pompeya? Fue
entonces cuando les llamó un amigo. Daba la casualidad de que pasaba por la
ciudad en la que se encontraban aquel mismo día. ¿Podrían esperarle?¿Tendrían
la oportunidad de verse? Claro que sí, afirmó Rogelio al teléfono. Y se abrazó
a Pilar.
Aquella
tarde, Rogelio y Pilar se encontraban esperando a ese amigo en un bar. De pie
en la barra, Rogelio oteaba por encima de las cabezas de la gente, mientras
Pilar aguardaba paciente, apoyada en una silla giratoria. Se acercaron a ellos
un grupo de esos conversadores habituales que no desean otra cosa que prolongar
charlas de manera infinita.
-Y
dígame, ¿por qué el sur de Francia?
-Mi
mujer y yo -señaló Rogelio a Pilar- hemos vuelto a los lugares que visitamos en
nuestra juventud. Estamos descubriéndolos de nuevo.
Rogelio
sonreía mientras contaba esa historia por enésima vez. Se le notaba realmente feliz
al relatarlo.
Los
conversadores se despidieron, al localizar en la misma sala a otros compañeros
a los que debían un diálogo. De repente, en el hueco que estas personas habían
dejado apareció el amigo al que Rogelio y Pilar aguardaban.
-¿Qué
tal?-saludó Rogelio, pasándole la mano por el hombro.
El
interpelado, sin embargo, le contempló con tristeza:
-He
escuchado la charla que has tenido con esa gente antes.
Fijó
la mirada en la silla giratoria de al lado, donde se apoyaba un abrigo de
mujer.
-Hace
una semana -confesó el recién llegado, emocionado-, fui a depositar flores
frescas en su…
No
terminó la frase. Los dos amigos se observaron. No sabían qué decirse. Rogelio
iba a hablar. Su interlocutor le ahorró el mal trago:
-Yo
también la echo muchísimo de menos.
Durante
unos pocos minutos, se entretuvieron en diálogos y cuestiones banales. Luego,
el amigo se disculpó para ir un momento al baño. Cuando Rogelio volvió la cabeza,
Pilar volvió a estar allí.
Rogelio
tuvo ganas de decirle muchas cosas pero, al final, sólo enunció:
-Mañana
pasa un tren que viene de París y va hasta Locarno. ¿Quieres que lo cojamos?
Pilar,
entusiasta, asintió.
Rogelio
atisbó el mundo exterior a través de una ventana. Sintió que, desde hace un
tiempo, le habían colocado un despertador. Que se encontraba adormecido en una
cama imaginaria. Que la alarma le instaba a levantarse y hacer lo que tocaba
por fin.
Pero
él, como cuando era pequeño, alargaba la mano, presionaba el botón del
despertador y susurraba para sus adentros: “Sólo un poquito más…”
Me parece precioso, de una ternura infinita. Gracias por estos relatos sabes que me encantan. Biquiños.
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