Dicen que Aquiles estaba destinado a tener una vida efímera y heroica antes que una larga y reposada. Su madre trató de apartarle de la primera alternativa disfrazándole de la mujer cuando Ulises buscaba reclutas para la guerra de Troya, pero su elección por las armas, antes que por las joyas (en una estratagema que urdió el de Ítaca para identificarle), reveló a Ulises la argucia y obligó al héroe a partir a la ciudad donde se escondía Helena. Alguien dijo una vez que Aquiles, después de muerto, dejó de estar obsesionado por la fama imperecedora y se preocupó más por las cosas que había dejado atrás cuando estaba vivo: entre otras, la familia. Pero pocos recuerdan que, una vez, Aquiles estuvo a punto (y tuvo la posibilidad) de elegir. Durante el largo diálogo que se detalla en la Ilíada, Aquiles -encabritado aún por el desaire que le había infligido Agamenón, por el cual permanecía en su tienda, ajeno a la batalla- empieza a reflexionar sobre esa dicotomía a la que parecía circunscrita su vida desde el principio, y da a entender que quizás sea hora de apartarse, de abandonarlo todo, de tomar la vía pacífica que siempre pareció la segunda opción. Que, quizás, ésta sea una existencia más cómoda, con la que un futuro de felicidad se presume asegurado. Luego tiene lugar la muerte de Patroclo; entonces, los acontecimientos se precipitan, y tienen lugar por el único espacio que ha quedado libre, sin posibilidad de huida. ¿Deja la historia de Aquiles una conclusión? Nuestros destinos se hallan siempre abiertos hasta que traspasamos una encrucijada tras la que se hunde el camino, o tiene lugar un hecho que vuelve cualquier trayecto irreversible. Pero recordemos que, hasta ese último momento, incluso el épico Aquiles tenía capacidad de decisión. Así que, si él pudo elegir, ¿quién no?
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