lunes, 21 de octubre de 2024

El relato de octubre: "Rutina"

                La vida se basa en hábitos. En costumbres productivas que, si las practicas, te llevan a resultados exitosos. O así lo creía (Nº UNO) el capitán Stormhold, quien, aquel día, como todas las mañanas, se levantó –no sin antes asir su pistola, como hacía por instinto cada vez que se despertaba-, se tomó su desayuno hiperproteico, hizo sus cincuenta dominadas simplemente para poner a tono sus músculos, y se acercó a la jaula donde criaba aquel hámster que, durante seis meses, había cuidado con mimo y candor, desmigándole previamente la comida que le depositaba en la boca para hacerle más sencilla la digestión, y que así creciera sano. Sin embargo, en esta mañana concreta, levantó la tapa de la jaula, y mientras el animalillo vacilaba sobre si debía salir a explorar en libertad, el capitán Stormhold clavó un cuchillo que atravesó de parte a parte el hámster y lo ensartó en el suelo de lo que hasta hacía nada había constituido su hogar (y ahora era tumba). El animalillo temblequeó brevemente un par de estertores mientras el capitán Stormhold terminaba sus preparativos sin inmutarse: si para hoy -día especial- había puesto a punto sus músculos, también había entrenado su alma, demostrando que era capaz de destruir aquello que amaba si en algún momento era necesario para el resultado global.

                Después de cargar los bártulos en la furgoneta, se colocó en el asiento del conductor y arrancó. Empezaba la recogida. Era también otra rutina que practicaban en aquellas ciudades donde iban a ejecutar trabajos: cada uno se alojaba en un hotel, piso franco o pensión de mala muerte, y luego les recogían a todos justo antes de acometer el golpe. Los integrantes del grupo iban vestidos de paisano cuando entraban en el vehículo, para no levantar sospechas, y luego en el interior se pertrechaban de las armas y el resto del equipo. Porque claro, si hubieran contemplado a (Nº DOS) Johnnie Woo, con su traje elástico ajustado al cuerpo y su rifle de mira telescópica, quizá se hubieran asustado. Era más sencillo despedir al (Nº TRES) doctor Doubleday -un fornido médico al que le encantaba el excursionismo- que decirle adiós (en su camino hacia una masacre) a DoubleDouble, un musculoso asesino por encargo preparado para matar de cuarenta formas distintas, y además de lanzar diez bravatas y exageraciones por cada una de ellas. De hecho, esto se pudo comprobar en cuanto entró dentro de la furgoneta (Nº CUATRO) Shayna Wein, quien, vestida de incógnito como una turista que se dirige a un lugar tropical, se mostraba despampanante, con sus voluptuosos labios ejerciendo de promesa a lo que su escueta ropa permitía asomar de sus sensuales curvas.

                -Me hace arrepentirme de pecados que aún no he cometido –señaló, socarrón, DoubleDouble.

                El comentario iba dirigido a (Nº CINCO) Big Waya, una enorme mujer africana que, debajo de sus gafas de lente única, no necesitaba una visión muy aguda para apuntar su bazooka, ya que lo que necesitaba sobre todo era mantener la posición para evitar el retroceso del disparo. No obstante, Big Waya respondió con un aún más mordaz:
                -No tienes ninguna oportunidad de tocar carne con ella. Es más de pescado, ¿sabes?

                -¿Y tú cómo estás tan segura de eso?-replicó, casi molesto, DoubleDouble.

                -¿Tú qué crees?-sacó la lengua, juguetona, Big Waya entre los dientes. DoubleDouble no sabía si tomárselo como una fanfarronería o como una confesión real: es difícil, entre los asesinos profesionales, saber lo que están pensando.

                Como complicado era averiguar lo que cruzaba por la mente de (Nº SEIS) Yain Sheck, la joven asiática de rostro impenetrable que, en sus ratos libres, ajustaba, con un iris mecánico en un ojo y una anteojera en el otro, la calibración de sus armas. Como decían sus compañeros, con aquella especie de monóculo oscuro, parecía una heroína de película, y le hubieran hecho chistes a costa de ello de haber sido, de manera indudable, una mejor aún villana en la vida real: había poca gente que se hubiera reído de ella que viviera para contarlo.

                El contraste no podía ser mayor con el último integrante del grupo que recogieron, (Nº SIETE) Çuryu Talek, el cual se subió a la furgoneta con unos pantalones de chándal y una camiseta desgastada, y no pensaba ponerse encima ningún artefacto más, salvo el arma y un solitario accesorio de último minuto. De no ser porque sus compañeros sabían cuán excepcional era su eficacia, no lo habrían incluido jamás en un equipo como el suyo. Aunque los resultados le avalaban para el delito en que iban a incurrir aquel día.

                -Perdonad –se disculpó el asesino turco-, tenía que dejar a los niños en la guardería.

                Porque en cuanto salieron de la furgoneta, desplegaron toda su capacidad: rápidamente, se dirigieron cada uno a una de las entradas del pequeño aeropuerto (incluyendo aquellas que sólo conocían los operarios del mismo), sacaron sus armas y, a fuerza de disparos al aire, controlaron a trabajadores y usuarios, que acabaron en muy pocos minutos tumbados boca abajo sobre el suelo, con las manos en la nuca y abiertos de piernas, intimidados por la amenaza de muerte que se cernía sobre ellos. En algunos casos, no hizo falta ni disparar: la pinta de Johnnie Woo, como salida de una novela gráfica distópica, servía para amedrentar de manera casi inmediata al personal. En cuanto a Çuryu Talek, en ropas de andar por casa y con su careta de Mickey Mouse para ocultar su rostro, no impresionaba mucho, pero en cuanto colocó una mano en el bolsillo y alzó la otra con el arma, la cosa cambió ligeramente. Sobre todo porque disparó en muy poco tiempo tres tiros de tremenda precisión que impactaron en cada una de las letras del nombre de un restaurante de comida rápida situado a más de cincuenta metros, demostrando que a puntería no le ganaba nadie. O casi.

                -El que saca la pistola para no usarla es un parguela –susurró el turco en voz baja mientras caminaba (“correr, ¿para qué?” era su lema) para reunirse con sus compañeros. Allí, hubo una situación que les sorprendió: un hombre de edad madura yacía en el suelo, boca arriba, inánime, aislado de la multitud. Big Waya levantó la mano:

                -Culpable. Sacó una pistola e intentó usarla. Debería haber hecho como los guardias de seguridad y obedecer. Por lo demás, todo controlado.

                -Ahora, sólo tenemos que ir a por el oro –clamó gozoso DoubleDouble, quizá demasiado alto, considerando el secretismo del plan.

                -De todas maneras, será mejor registrar a ese maldito bastardo –dijo Shayna Weyn-, para saber qué hacía aquí con un arma, no sea que al final su maldita presencia nos agüe la fiesta.

                Cuando Yain Sheck se acercó para registrar al fallecido, no tuvo que esforzarse mucho para apreciar que Stormhold ya se había adelantado y, de paso, le había clavado un cuchillo al finado en el corazón:

                -No estaba muy seguro de si se había movido durante el registro y, por si acaso…

                Sheck observó algo escéptica el agujero de la bala que Big Waya había insertado entre las dos cejas del hombre que se había resistido, y murmuró desdeñosa un “Sí, claro”… En todo caso, aceptó lo que Stormhold le tendía: una pequeña libretita Moleskine, la cual empezó inmediatamente a revisar. Sheck, que ajustó el iris mecánico para leer a gran velocidad, pasó las páginas muy deprisa:

                -Es una especie de diario… Se trataba de un policía jubilado… Había seguido el rastro de un asesino en serie al que nunca atrapó, pese a que el caso lo daban por perdido todos sus compañeros… Había seguido investigando por su cuenta hasta detectar que el asesino en serie… iba a hacer un viaje, y para ello debía coger un avión… que saldrá de aquí hoy…

                Sheck alzó la vista, tan hierática como siempre:

                -Vino aquí para atraparle. Por eso había traído un arma. Porque sabía que el asesino estaba en algún lugar de este aeropuerto.

                DoubleDoble parpadeó:

                -¿Me estás diciendo que dentro de este recinto hay un puto psicópata?

                -No estamos seguros de que ese tipo haya acudido al aeropuerto –intervino Shayna.

                -Además, me parece que no es terminológicamente correcto llamarles así –expuso Talek, respondiendo al anterior comentario de su colega-. Un asesino en serie lo puede ser por muy variadas razones, incluyendo…

                -Ey, antes de meternos en una discusión semántica –hizo valer Stormhold su autoridad como capitán-… ¿Alguien ha visto a Woo?

                Todos giraron la vista en derredor, hasta que alguno se fijó en que, debajo de una puerta cercana, estaba empezando a fluir un viscoso charco de sangre.

                -Abrid esa puerta –hubiera dicho alguien, pero no hizo falta. Con una muy trabajada coordinación, los seis miembros del comando se situaron en puntos estratégicos alrededor de aquella entrada hasta que DoubleDouble la abrió de una patada. Penetraron en la siguiente habitación y encontraron, allí, colgado de un andamio cabeza abajo, en una posición grotesca, al último de os integrantes del equipo, mientras de su cuello manaba un reguero de fluidos vitales.

                -Oh, mierda. Ha empezado con las minorías raciales –se lamentó Big Waya-. Si es como los psicópatas de las películas, sabemos que va a ir uno por uno, y ya nos imaginamos a por quién va primero.

                -No sé si esto es como en las películas… Pero si pretende ir a por nosotros –planteó muy seria Sheck, a la vez que cargaba las pistolas; y, girándose para dejar de mirar a su colega muerto, y mientras volvía la vista hacia el resto de sus compañeros, alzó un arma a cada lado de la cabeza y anunció, con una sonrisa de oreja y oreja que resultaba excepcional en ella, y una carcajada tan metálica como hiriente-… aquí le estaré esperando…

¿CONTINUARÁ...?

lunes, 14 de octubre de 2024

La historia corta de octubre: "Niña sirena"

        Hoy ha salido la noticia en los periódicos: la niña sirena, esa monstruosidad de la naturaleza la cual fue operada con notable éxito por unos brillantes cirujanos para restituirle sus nunca poseídas piernas, ya ha dado sus primeros pasos.

          Cuando estaba en el vientre de su madre, la niña, lejos de tomar su condición como una aberración o capricho del destino, lo asumió como una condición ideal. Sumergida en el líquido amniótico, chapoteaba de un lado para otro, y lejos de dar pataditas, se dedicaba a bucear y a cerrar los ojos mientras se zambullía de nuevo en las cálidas aguas de color amarillento (algún día, al recordarlo, comenzará a darle cierto asco, al recordar que parecía y sabía a pis).

            Pero cuando nació, los médicos, sus padres, el mundo, la miraron con ojos asombrados. La vieron como lo que quisieron verla: un humano malformado. Pero se equivocaban. No era un humano: sino una sirena. Mientras constituía un animal mitológico, encajaba perfectamente con su ambiente y con su cuerpo. Considerada como humana, la transformaron en un monstruo. La operación, básicamente, la convirtió en efecto en humana: en efecto, en una humana más.

         Nadie le preguntó si quería dejar de ser sirena. Nadie le planteó la disyuntiva entre gatear y no poder saltar de la cuna (como sirena, en el mar, no hay vallas que te detengan), o seguir los bancos de peces desde el Atlántico al Pacífico. No pudo elegir.

           Hoy contempla sus piernas, con una desconcertante sensación de extrañeza, y sin saber si quejarse o si dar las gracias. Hoy, al dar sus primeros pasos, ha sido como volver a aprender a nadar.

lunes, 7 de octubre de 2024

Los libros de octubre: unas cuantas historias reales

Atlas de las futuras islas sumergidas, de Cristina Gerhardt. Hay un gran número de islas en el mundo cuya altitud media es de tan sólo un par de metros por encima del nivel del mar. Todas ellas están amenazadas por el cambio climático; algunas ya han exportado sus primeros refugiados climáticos: gente que necesita cambiar su ubicación o su modo de vida como consecuencia de la elevación del nivel de las aguas. La autora explora estas islas y archipiélagos a lo largo de los distintos mares y océanos y nos cuenta un poco sobre su historia, sus costumbres, el choque con el colonialismo, la dificultad de conjugar su tradición con el mundo moderno y, sobre todo, los riesgos futuros a los que se exponen. El libro viene ilustrado con mapas que exhiben el peligro que corren estos territorios, y acompañado de poemas locales que expresan las preocupaciones y angustias de sus habitantes. Muy recomendable para amantes de territorios remotos que quieren saber de ellos antes de que se extingan.

No es un deporte de riesgo. Ya hablamos de Nigel Barley cuando mencionamos su ensayo "El antropólogo inocente" y su continuación (sí, ya me lo he leído, y en efecto, no es tan gracioso como el primero, pero tiene su punto). En este caso, el antropólogo británico viaja hasta Indonesia, a la isla de Sulawesi, para aprender acerca de los toraja, un pueblo con unas sorprendentes casas, y unas creencias que derivan en unos aparatosos y absorbentes funerales. Si en el primer libro de Barley daba la sensación de que le timaban por todos lados, y en el segundo era un poco menos ingenuo pero no demasiado, en este tercero te da la sensación de que la elección del autor no es muy acertada, pues los toraja han tenido demasiado contacto con otras culturas como para que un antropólogo saque de ellos conclusiones novedosas. De hecho, en algunos momentos da la sensación de que Barley se ha acostumbrado a hacernos reír y fuerza un poco las anécdotas, por no decir que nos engaña. Pero, en todo caso, el tono de humor lo mantiene, y la lectura, si aceptas su palabra, se hace bastante amena. La parte más espectacular es cuando se trae a su país a un grupo de toraja para un evento en el Museo Británico y quedan palpables las diferencias entre ambas culturas, así como el fenómeno de que la extrañeza ante las costumbres ajenas es un fenómeno multidireccional.

-Más adelante, Barley publicaría un libro sobre las aproximaciones de diferentes civilizaciones humanas al fenómeno de la muerte, titulado "Bailando sobre la tumba", donde emplearía experiencias propias, bibliografía ajena y, sobre todo, la desapegada ironía a la que nos tiene acostumbrados. Aunque, por primera vez, una obra de este autor se parezca más a un texto de antropología que a una colección de anécdotas, quizá la mayor gracia de este volumen es cómo Barley -que había aprendido mucho sobre funerales, especialmente del contacto con los toraja- examina su propia cultura, la frontera que, según dicen, marca que un antropólogo lo es de verdad. Quién sabe: a pesar de protestar tanto sobre el trabajo de campo, parece que finalmente éste le valió a nuestro escritor de algo.