La verdad era que se trataba de una escena peculiar. El prisionero lo pensó
desapasionadamente, como si él no fuera uno de los protagonistas, y el hecho de
que su cabeza estuviera a punto de desgajarse de su cuello no tuviera nada que
ver con su situación. Se dijo a sí mismo que, en el fondo, todo capítulo
biográfico en la vida de una persona procede de otro, y éste a su vez de otro,
y así podrías seguir hacia atrás hacia Adán y Eva, así que relatar una historia
implica de manera imprescindible un corte, con lo cual en ocasiones da lo mismo
empezar por el final que por el principio. O qué sabía él: hallarse al borde de
la muerte te hace volverte muy filosófico.
Porque las
circunstancias no se le presentaban muy felices, no: delante de él, su
archienemigo mortal, Klodovej, grande como él solo, en el sentido literal. Su
legendaria obesidad mórbida había ido a más, de tal forma que, aunque aún era
capaz de mantenerse ágil y matarte de un mazazo con el solo golpe de sus puños
desnudos, su figura casi parecía eclipsar el sol. Aunque lo que más intimidaba
de Klodovej no eran sus mejillas caídas, su expresión impertérrita (con la que
había contemplado, igual de imperturbable, el desmembramiento de sus mayores
rivales en el pasado), y ni siquiera el agudo cerebro que se ocultaba debajo de
la bola calva en que consistía su cabeza: lo que más perturbaba, era en efecto,
era el hombre que tenía amarrado en el pecho. Un conjunto de cuerdas y cadenas
lo mantenían delante de él, a ese individuo que, más que un ser humano, era un
engendro de hombre, el cual resultaba repulsivo con sólo mirarlo, pero al mismo
tiempo ofendía de manera tan indecente a los sentidos que te obligaba a
observarlo detenidamente, para comprobar que no era un sueño y que seguía estando
allí de verdad.
-Seguramente te
sorprenda que éste sea mi aspecto -expresó Klodovej-. Es natural. Les pasa a muchos
de mis enemigos: después de haber luchado contra mí en la distancia, me
contemplan en directo por primera vez, y entonces se sorprenden al ver esta
imagen. Es un secreto que mantengo muy escondido. Aunque, ahora que ya todo
está para ti irremisiblemente perdido, te lo puedo contar por fin.
Y vaya si estaba
perdido, reflexionó el prisionero. Sujetando la cadena de hierro que, a través
de una argolla, oprimía su cuello, mientras el prisionero se hallaba postrado
de rodillas ante Klodovej, se encontraba Matamala CuellodeOro: la guerrera que,
después de una serie de rencillas interminables que se habían prolongado
durante una década, por fin lo había derrotado. Había que reconocer que
Matamala, con su pelo corto, rubio platino -a semejanza de una de las añejas
estrellas de rock-, y su esbelta silueta, ceñida por un traje violáceo que le
sentaba como un guante, era un rival muy digno por el que ser capturado (aunque
eso, ahora mismo, le sirviera de magro consuelo). Lo cierto es que el
prisionero, en gran medida, se hallaba agotado: Matamala CuellodeOro era una
némesis imprevisible, con sus pensamientos siempre cambiantes, alternando entre
la más fría lógica perversa y la más absoluta locura, como si tuviera dos
personalidades esquizoides compitiendo -por ver quién era más cabrona- entre
sí. Al menos, se dijo el prisionero, acorralado durante los últimos tiempos
hasta los límites de sus fuerzas, será un alivio poder descansar…
Pero aún le quedaba
soportar el tormento de escuchar a Klodovej. El cual, como los villanos
realmente sabios, comprendía en su profundidad las debilidades humanas, las
empatizaba, y hasta se conmovía con ellas. Aquello no evitaba que fuera un
hijoputa de marca mayor: más bien al contrario, le hacía doblemente malvado y
peligroso. En el fondo, la sensación que transmitía era: “en realidad, tú no me
caes mal. De hecho, en otra circunstancia, yo te hubiera ayudado, seríamos
amigos, te hubiera salvado la vida. Pero te has interpuesto entre mí y mis
negocios, y eso es algo que no puedo tolerar. Lo lamento, no es nada personal”.
Para, a continuación, después de esa dialéctica imaginaria, clavarte un
cuchillo entre los omóplatos, luego otro a la altura del hígado, y para
finalizar unos cuantos a lo largo de los ejes principales de la piel, sólo para
que sus oponentes escarmentaran y tomaran ejemplo. Quizá aquella muestra de
sadismo acabara llegando, más adelante. Ahora, no podía reprimirse a la hora de
contar la historia del patético subhumano que sostenía sobre su voluminoso
abdomen, como si le faltara, de lo común, un auditorio, y necesitara
congratularse periódicamente con el sonido de su propia voz.
-Es realmente molesto
tener que cargar con este tipo todo el rato. Pero no me lo quito casi nunca.
No, al menos, cuando estoy fuera de mi fortaleza de seguridad. Como
comprenderás, en mi posición, todo el mundo quiere matarme. Y esta… criatura
-escupió- es mi salvaguarda de seguridad. Al fin y al cabo, es el hombre más
extraordinario del mundo.
Emitió una sonrisa
ladeada y socarrona. Se estaba regodeando. Dios mío, le tenía ahí, medio
desangrado, al borde de la ejecución, y encima lo estaba pasando de fábula.
-¿Y qué tiene ese
maldito mastuerzo?-preguntó el prisionero, cargado de sarcasmo, mientras constataba
que, a causa de la paliza, se le habían quedado bailando un par de dientes-.
¿Es que libera sudor de plata?
-¿Sudor de plata? Qué
imaginativo. Así me gusta, desafiante y altivo, así será más divertido. No,
sudor de plata no: algo mucho mejor -respondió ufano, ajeno a la provocación, Klodovej-:
vive dos minutos adelantado en el futuro.
El prisionero quedó
ojiplático. A pesar de su situación, aquella declaración le hizo olvidar todo
lo demás:
-Me estás tomando el
pelo.
-Qué va -se rio Klodovej-.
Y te lo digo tan seguro porque costó mucho averiguarlo. Nos hartamos de hacer
pruebas para cerciorarnos, pero, sobre todo, para descartar todo lo demás. Aquí
nuestro amigo sabe lo que va a ocurrir con dos minutos de antelación, y
reacciona en consecuencia.
-No parece muy feliz
con ello -cargó la frase de cinismo el prisionero.
-No, pobrecito mío
-acarició Klodovej a su particular mascota, con conmiseración-. Cuando le
encontré, era un guiñapo humano. Más aún, quiero decir. Vale que le tuvimos que
inyectar ciertas hormonas para hacerlo más manejable y que mantuviera un tamaño
adecuado que permitiera… hacerlo transportable, por decirlo con un eufemismo.
Pero es que no podía hacer nada con su vida. Bebía agua antes de tener el vaso
delante: pero es que, para cuando empezaba a hacerlo, aún no se encontraba ni
cerca de la mesa, de tal manera que era imposible que llegara a coger el agua a
no ser que le transportara alguien. Él llegó a entender su condición, pero le era
difícil transmitirlo: sobre todo porque todos los mensajes empezaban o
terminaban a destiempo. Había cosas que había aprendido a hacer, claro. Pero ejecutarlas
le obligaba a un esfuerzo ímprobo, a realizar varias actividades antagónicas de
manera simultánea, y, sobre todo, a pensar a dos niveles en su cabeza, lo cual
siempre le costaba, pues era como habitar dos mundos distintos a la vez. La
pobre criatura sólo llegó a sobrevivir gracias a los cuidados de su madre, a
quien yo, por supuesto, tuve que liquidar -siguió acariciando a su desvalido
monito de feria-. Ahora, sólo me tiene a mí, y por eso me protege: si alguien
quiere atacarme, su reacción, dos minutos antes, me indicará que me encuentro
en peligro. Me ha salvado de innumerables complots y conspiraciones. A cambio,
yo le alimento, le protejo, le nutro… ¿Qué iba a hacer él por sí mismo? Nunca
hubiera podido tener una vida normal. Iría a besar a una chica, y frunciría los
labios antes de que a ella siquiera se le pasara por la cabeza tocarle. Pero,
en realidad, supongo que porque el universo está en contra de las paradojas
temporales, lo que ocurrirá es que ninguna chica querrá besarle nunca. La única
forma en que puede hacer algo con una mínima continuidad es que alguien le
permita, de manera ininterrumpida, ejercer una actividad un cierto rato. De
hecho, cuando queremos que se comunique con nosotros, y no deseamos
entretenernos mucho, le ponemos en un tobogán deslizante que le acaba
conduciendo a un ordenador, para que allí escriba los mensajes que le
interesan, por supuesto con dos minutos de desfase. Creo que él mismo ha
aprendido a escribir para que, a pesar de todo, los mensajes no queden incompletos.
En fin, pobre angelito, me da mucha pena. No obstante, es útil a mis
propósitos, y con eso me vale.
Giró la cabeza hacia
el prisionero, como si se hubiera percatado de que estaba allí, pero era más
bien un “ahora llega tu turno”.
-Bien, ¿por dónde
íbamos? Ah sí: te tocaba irte a tomar por culo, ¿no es así?
El prisionero estaba
dispuesto; le dolía, porque sabía que eso constituiría la aniquilación de su
planeta y de su familia, pero ya había adoptado la resignación de lo
irremediable: no había nada que protestar porque no había nada que pudiera
hacer. Se hallaba preparado para morir.
Entonces, ocurrió lo increíble,
lo imprevisible, lo inimaginable: y se acordó, en ese momento, de por qué
Lucifer, en el fondo, con sus cabellos de rizos dorados, sigue siendo un puto
ángel.
-No tan deprisa, Klodovej
-enunció de improviso la bien aterciopelada voz de Matamala CuellodeOro.
El labio de Klodovej
dudó: no, no podía ser. No podía ocurrir. Esto no podía estar sucediendo.
-¡Tú!¡Pero… sabes por
qué estás bajo mi mando!¡Conoces las consecuencias de la traición!
-Sí, desde luego
-replicó Matamala, con una expresión risueña que helaba la sangre-; pero he de
reconocer que, sin adversarios, el mundo se torna muy aburrido. Soy consciente
de tus absurdas precauciones acerca de despellejarme viva durante un período
indecible de tiempo, si mueres, bajo la venganza de tus herederos y esbirros.
Pero, dime, ¿qué interés tendría la vida sin incentivos de ese tipo?
La cadena, liberada de
la mano firme de la asesina, se soltó. Matamala le lanzó a su antiguo cautivo
una pistola. Luego corrió a ponerse a cubierto, porque, a pesar de que estaba
más loca que una regadera, no era imbécil, y no pretendía que el prisionero la liquidara
también. Ya volvería, cuando sus ansias psicópatas por enfrentarse en una lucha
a muerte la llevaran a toparse de nuevo con su enemigo, para continuar una
partida que, con un poco de suerte, no terminaría jamás.
Mientras tanto, el
guerrero derrotado no se lo pensó dos veces: sólo tenía un disparo antes de que
Klodovej le destrozara con sus propias manos. No podía fallar y, por supuesto, Klodovej
empleó como escudo humano a su inválido acompañante…
… quien sólo empezó a
manifestar una expresión de dolor tras recibir el disparo. Había estado dos
minutos sufriendo, muriendo agonizando… pero callando, calculando los dos
minutos que necesitaba, porque prefería morir… antes que seguir aguantando esa
existencia un segundo más. Y él sabía de sobra de lo que hablaba, porque para
eso era un experto en el arte tiempo. Ahora, él y su don podrían descansar en
paz.
¿Había meditado -reflexionó
por un momento el prisionero, mientras asimilaba su enorme suerte- Matamala
CuellodeOro sobre lo que sucedería cuando tomó esa decisión? Seguramente no, se
dijo a sí mismo: lo bueno de que tu mente funcione como un cencerro sin bajado
es que no sueles tomar demasiada consideración a las consecuencias. Y menos de
un pobre ser humano que no se inmiscuye en tu vida: seguro que ni lo había
previsto. O quizá sí que lo había pensado, pero prefería que el riesgo lo
tomara otro, en vez de correrlo ella. En algunos casos, a los locos les
favorece el valor de lo inasumible.
Quizá aquel sacrificio
tan abnegado, empero, no pasó desapercibido: porque cuando Klodovej agonizaba
en el suelo, atravesado el pecho por un enorme orificio (el cual, por supuesto,
había machacado a su medida última de seguridad), su mente, errática por la
pérdida de sangre, se dedicaba a balbucear:
-El hombre más
extraordinario del mundo… qué destinos tan terribles les asignamos los humanos
a las cosas más bellas, ¿verdad?
El prisionero no dijo nada: le pegó dos balazos en la frente a Klodovej sin entretenerse demasiado en ello, pues sabía que a su misión aún le quedaba mucho para terminar y, como su salvador, él también llevaba mucho tiempo habitando en el futuro, y había cosas que ya era hora de rematar.