domingo, 1 de diciembre de 2024

El relato de diciembre: "El hombre más extraordinario del mundo"

La verdad era que se trataba de una escena peculiar. El prisionero lo pensó desapasionadamente, como si él no fuera uno de los protagonistas, y el hecho de que su cabeza estuviera a punto de desgajarse de su cuello no tuviera nada que ver con su situación. Se dijo a sí mismo que, en el fondo, todo capítulo biográfico en la vida de una persona procede de otro, y éste a su vez de otro, y así podrías seguir hacia atrás hacia Adán y Eva, así que relatar una historia implica de manera imprescindible un corte, con lo cual en ocasiones da lo mismo empezar por el final que por el principio. O qué sabía él: hallarse al borde de la muerte te hace volverte muy filosófico.

                Porque las circunstancias no se le presentaban muy felices, no: delante de él, su archienemigo mortal, Klodovej, grande como él solo, en el sentido literal. Su legendaria obesidad mórbida había ido a más, de tal forma que, aunque aún era capaz de mantenerse ágil y matarte de un mazazo con el solo golpe de sus puños desnudos, su figura casi parecía eclipsar el sol. Aunque lo que más intimidaba de Klodovej no eran sus mejillas caídas, su expresión impertérrita (con la que había contemplado, igual de imperturbable, el desmembramiento de sus mayores rivales en el pasado), y ni siquiera el agudo cerebro que se ocultaba debajo de la bola calva en que consistía su cabeza: lo que más perturbaba, era en efecto, era el hombre que tenía amarrado en el pecho. Un conjunto de cuerdas y cadenas lo mantenían delante de él, a ese individuo que, más que un ser humano, era un engendro de hombre, el cual resultaba repulsivo con sólo mirarlo, pero al mismo tiempo ofendía de manera tan indecente a los sentidos que te obligaba a observarlo detenidamente, para comprobar que no era un sueño y que seguía estando allí de verdad.

                -Seguramente te sorprenda que éste sea mi aspecto -expresó Klodovej-. Es natural. Les pasa a muchos de mis enemigos: después de haber luchado contra mí en la distancia, me contemplan en directo por primera vez, y entonces se sorprenden al ver esta imagen. Es un secreto que mantengo muy escondido. Aunque, ahora que ya todo está para ti irremisiblemente perdido, te lo puedo contar por fin.

                Y vaya si estaba perdido, reflexionó el prisionero. Sujetando la cadena de hierro que, a través de una argolla, oprimía su cuello, mientras el prisionero se hallaba postrado de rodillas ante Klodovej, se encontraba Matamala CuellodeOro: la guerrera que, después de una serie de rencillas interminables que se habían prolongado durante una década, por fin lo había derrotado. Había que reconocer que Matamala, con su pelo corto, rubio platino -a semejanza de una de las añejas estrellas de rock-, y su esbelta silueta, ceñida por un traje violáceo que le sentaba como un guante, era un rival muy digno por el que ser capturado (aunque eso, ahora mismo, le sirviera de magro consuelo). Lo cierto es que el prisionero, en gran medida, se hallaba agotado: Matamala CuellodeOro era una némesis imprevisible, con sus pensamientos siempre cambiantes, alternando entre la más fría lógica perversa y la más absoluta locura, como si tuviera dos personalidades esquizoides compitiendo -por ver quién era más cabrona- entre sí. Al menos, se dijo el prisionero, acorralado durante los últimos tiempos hasta los límites de sus fuerzas, será un alivio poder descansar…

                Pero aún le quedaba soportar el tormento de escuchar a Klodovej. El cual, como los villanos realmente sabios, comprendía en su profundidad las debilidades humanas, las empatizaba, y hasta se conmovía con ellas. Aquello no evitaba que fuera un hijoputa de marca mayor: más bien al contrario, le hacía doblemente malvado y peligroso. En el fondo, la sensación que transmitía era: “en realidad, tú no me caes mal. De hecho, en otra circunstancia, yo te hubiera ayudado, seríamos amigos, te hubiera salvado la vida. Pero te has interpuesto entre mí y mis negocios, y eso es algo que no puedo tolerar. Lo lamento, no es nada personal”. Para, a continuación, después de esa dialéctica imaginaria, clavarte un cuchillo entre los omóplatos, luego otro a la altura del hígado, y para finalizar unos cuantos a lo largo de los ejes principales de la piel, sólo para que sus oponentes escarmentaran y tomaran ejemplo. Quizá aquella muestra de sadismo acabara llegando, más adelante. Ahora, no podía reprimirse a la hora de contar la historia del patético subhumano que sostenía sobre su voluminoso abdomen, como si le faltara, de lo común, un auditorio, y necesitara congratularse periódicamente con el sonido de su propia voz.

                -Es realmente molesto tener que cargar con este tipo todo el rato. Pero no me lo quito casi nunca. No, al menos, cuando estoy fuera de mi fortaleza de seguridad. Como comprenderás, en mi posición, todo el mundo quiere matarme. Y esta… criatura -escupió- es mi salvaguarda de seguridad. Al fin y al cabo, es el hombre más extraordinario del mundo.

                Emitió una sonrisa ladeada y socarrona. Se estaba regodeando. Dios mío, le tenía ahí, medio desangrado, al borde de la ejecución, y encima lo estaba pasando de fábula.

                -¿Y qué tiene ese maldito mastuerzo?-preguntó el prisionero, cargado de sarcasmo, mientras constataba que, a causa de la paliza, se le habían quedado bailando un par de dientes-. ¿Es que libera sudor de plata?

                -¿Sudor de plata? Qué imaginativo. Así me gusta, desafiante y altivo, así será más divertido. No, sudor de plata no: algo mucho mejor -respondió ufano, ajeno a la provocación, Klodovej-: vive dos minutos adelantado en el futuro.

                El prisionero quedó ojiplático. A pesar de su situación, aquella declaración le hizo olvidar todo lo demás:

                -Me estás tomando el pelo.

                -Qué va -se rio Klodovej-. Y te lo digo tan seguro porque costó mucho averiguarlo. Nos hartamos de hacer pruebas para cerciorarnos, pero, sobre todo, para descartar todo lo demás. Aquí nuestro amigo sabe lo que va a ocurrir con dos minutos de antelación, y reacciona en consecuencia.

                -No parece muy feliz con ello -cargó la frase de cinismo el prisionero.

                -No, pobrecito mío -acarició Klodovej a su particular mascota, con conmiseración-. Cuando le encontré, era un guiñapo humano. Más aún, quiero decir. Vale que le tuvimos que inyectar ciertas hormonas para hacerlo más manejable y que mantuviera un tamaño adecuado que permitiera… hacerlo transportable, por decirlo con un eufemismo. Pero es que no podía hacer nada con su vida. Bebía agua antes de tener el vaso delante: pero es que, para cuando empezaba a hacerlo, aún no se encontraba ni cerca de la mesa, de tal manera que era imposible que llegara a coger el agua a no ser que le transportara alguien. Él llegó a entender su condición, pero le era difícil transmitirlo: sobre todo porque todos los mensajes empezaban o terminaban a destiempo. Había cosas que había aprendido a hacer, claro. Pero ejecutarlas le obligaba a un esfuerzo ímprobo, a realizar varias actividades antagónicas de manera simultánea, y, sobre todo, a pensar a dos niveles en su cabeza, lo cual siempre le costaba, pues era como habitar dos mundos distintos a la vez. La pobre criatura sólo llegó a sobrevivir gracias a los cuidados de su madre, a quien yo, por supuesto, tuve que liquidar -siguió acariciando a su desvalido monito de feria-. Ahora, sólo me tiene a mí, y por eso me protege: si alguien quiere atacarme, su reacción, dos minutos antes, me indicará que me encuentro en peligro. Me ha salvado de innumerables complots y conspiraciones. A cambio, yo le alimento, le protejo, le nutro… ¿Qué iba a hacer él por sí mismo? Nunca hubiera podido tener una vida normal. Iría a besar a una chica, y frunciría los labios antes de que a ella siquiera se le pasara por la cabeza tocarle. Pero, en realidad, supongo que porque el universo está en contra de las paradojas temporales, lo que ocurrirá es que ninguna chica querrá besarle nunca. La única forma en que puede hacer algo con una mínima continuidad es que alguien le permita, de manera ininterrumpida, ejercer una actividad un cierto rato. De hecho, cuando queremos que se comunique con nosotros, y no deseamos entretenernos mucho, le ponemos en un tobogán deslizante que le acaba conduciendo a un ordenador, para que allí escriba los mensajes que le interesan, por supuesto con dos minutos de desfase. Creo que él mismo ha aprendido a escribir para que, a pesar de todo, los mensajes no queden incompletos. En fin, pobre angelito, me da mucha pena. No obstante, es útil a mis propósitos, y con eso me vale.

                Giró la cabeza hacia el prisionero, como si se hubiera percatado de que estaba allí, pero era más bien un “ahora llega tu turno”.

                -Bien, ¿por dónde íbamos? Ah sí: te tocaba irte a tomar por culo, ¿no es así?

                El prisionero estaba dispuesto; le dolía, porque sabía que eso constituiría la aniquilación de su planeta y de su familia, pero ya había adoptado la resignación de lo irremediable: no había nada que protestar porque no había nada que pudiera hacer. Se hallaba preparado para morir.

                Entonces, ocurrió lo increíble, lo imprevisible, lo inimaginable: y se acordó, en ese momento, de por qué Lucifer, en el fondo, con sus cabellos de rizos dorados, sigue siendo un puto ángel.

                -No tan deprisa, Klodovej -enunció de improviso la bien aterciopelada voz de Matamala CuellodeOro.

                El labio de Klodovej dudó: no, no podía ser. No podía ocurrir. Esto no podía estar sucediendo.

                -¡Tú!¡Pero… sabes por qué estás bajo mi mando!¡Conoces las consecuencias de la traición!

                -Sí, desde luego -replicó Matamala, con una expresión risueña que helaba la sangre-; pero he de reconocer que, sin adversarios, el mundo se torna muy aburrido. Soy consciente de tus absurdas precauciones acerca de despellejarme viva durante un período indecible de tiempo, si mueres, bajo la venganza de tus herederos y esbirros. Pero, dime, ¿qué interés tendría la vida sin incentivos de ese tipo?

                La cadena, liberada de la mano firme de la asesina, se soltó. Matamala le lanzó a su antiguo cautivo una pistola. Luego corrió a ponerse a cubierto, porque, a pesar de que estaba más loca que una regadera, no era imbécil, y no pretendía que el prisionero la liquidara también. Ya volvería, cuando sus ansias psicópatas por enfrentarse en una lucha a muerte la llevaran a toparse de nuevo con su enemigo, para continuar una partida que, con un poco de suerte, no terminaría jamás.

                Mientras tanto, el guerrero derrotado no se lo pensó dos veces: sólo tenía un disparo antes de que Klodovej le destrozara con sus propias manos. No podía fallar y, por supuesto, Klodovej empleó como escudo humano a su inválido acompañante…

                … quien sólo empezó a manifestar una expresión de dolor tras recibir el disparo. Había estado dos minutos sufriendo, muriendo agonizando… pero callando, calculando los dos minutos que necesitaba, porque prefería morir… antes que seguir aguantando esa existencia un segundo más. Y él sabía de sobra de lo que hablaba, porque para eso era un experto en el arte tiempo. Ahora, él y su don podrían descansar en paz.

                ¿Había meditado -reflexionó por un momento el prisionero, mientras asimilaba su enorme suerte- Matamala CuellodeOro sobre lo que sucedería cuando tomó esa decisión? Seguramente no, se dijo a sí mismo: lo bueno de que tu mente funcione como un cencerro sin bajado es que no sueles tomar demasiada consideración a las consecuencias. Y menos de un pobre ser humano que no se inmiscuye en tu vida: seguro que ni lo había previsto. O quizá sí que lo había pensado, pero prefería que el riesgo lo tomara otro, en vez de correrlo ella. En algunos casos, a los locos les favorece el valor de lo inasumible.

                Quizá aquel sacrificio tan abnegado, empero, no pasó desapercibido: porque cuando Klodovej agonizaba en el suelo, atravesado el pecho por un enorme orificio (el cual, por supuesto, había machacado a su medida última de seguridad), su mente, errática por la pérdida de sangre, se dedicaba a balbucear:

                -El hombre más extraordinario del mundo… qué destinos tan terribles les asignamos los humanos a las cosas más bellas, ¿verdad?

                El prisionero no dijo nada: le pegó dos balazos en la frente a Klodovej sin entretenerse demasiado en ello, pues sabía que a su misión aún le quedaba mucho para terminar y, como su salvador, él también llevaba mucho tiempo habitando en el futuro, y había cosas que ya era hora de rematar.