El insomnio de los vampiros
(O “Razones por las
que llevar en la mano un buen libro”)
Hay
un aspecto del que se han preocupado poco los abundantes textos de ficción
sobre los vampiros, y es la incapacidad que aqueja a mi especie (de vez en
cuando, como les ocurre a los humanos; yo diría que en mayor proporción) para conciliar
el sueño. Lo cual, de entre todos los inconvenientes que causa, tiene como
principal dolencia de la que lamentarse la del aburrimiento.
Fijémonos
en la típica imagen que transmite el cine: un Nosferatu reposando en su ataúd. En general, resulta incómodo (y
tiene pocas ventajas: resulta increíble la frecuencia con la que la gente abre
un ataúd cuando se topa con él en una habitación), por muy bien acolchado que
esté. Preferimos camas. Esto, claro, obliga a crear habitaciones herméticas,
sin ventanas, firmemente aisladas del exterior, o bien mi solución favorita:
migrar a latitudes de noches perpetuas. Esto, sin embargo, también origina unos
cuantos problemas, entre ellos el frío extremo (no puede matarnos, pero eso no
implica que no lo pasemos mal) y, en general, que se trata de regiones inhóspitas,
aisladas, donde reside muy poca gente, y resulta complicado encontrar cena sin
que llame poderosamente la atención entre los escasos habitantes del entorno. A
algunos les gusta hacer la ronda o, como yo le llamo a través de cierta
expresión moderna que me recuerda a una que conocí en la antigua Grecia, “la
putivuelta”: ir de granja en granja devorando a los inquilinos, y salir de la
zona antes de que la noticia de extrañas desapariciones acabe por inquietar al
personal. Antes, aquella estrategia obligaba a caminar mucho (bajo un intenso
frío, no sé si ha quedado claro); ahora, con los vehículos modernos, la cosa
resulta más sencilla, aunque te aboca a conducir un buen rato bajo la nieve -por
si no se ha notado lo suficiente, odio el frío; debe de ser porque, cuando era
humano, vivía en lo que hoy es África Oriental, cuando todo eran espacios
naturales y nadie sabía nada de geografía, y nunca me he acostumbrado a habitar
fuera del trópico-.
En
fin, que hay ratos que no te queda más remedio que aislarte. En el ataúd, o en
las habitaciones cerradas (sobre todo, en las bodegas de los barcos), me he forzado
a pasar horas insomne -o con sueños tenebrosos, lo cual casi es peor; sobre las
pesadillas de los vampiros hablaremos en otro momento-, con la suerte quizá de
leer unas cuantas páginas si disponía de una vela a mano: si no, suponía horas
y horas de andar pensando en las musarañas. Con la llegada de Internet, también
se han facilitado las cosas. Eso sí, has de tener la cabeza muy asentada para
que tantas horas de bucear en las redes no te acaben afectando: ya he visto
algún vampiro terraplanista, trumpista u homeópata como mejor demostración
empírica que ni la edad ni la experiencia nos hacen inmunes a volvernos
gilipollas. De hecho, una vez me encontré a un vampiro negacionista del sol que
salía a encontrarse con su primer amanecer en siglos: naturalmente, no lo
contó.
Luego
está otra variante, que es lo que yo llamo “el Decamerón”. Te vas a una finca,
aislada del mundanal ruido, adonde has secuestrado a un cierto número de
víctimas, y te las vas merendando -o cenando, si nos queremos poner estrictos-
mientras bebes vino y lanzas comentarios snob, noche tras noche, durante varias
jornadas, junto con un grupo de colegas. A mí no me gusta: las viandas
reservadas para el futuro se encuentran aterrorizadas durante este período, y
el miedo les proporciona un regusto amargo y cruel. Algún anfitrión ha
solucionado el inconveniente drogando a los desdichados, pero los efectos del
anestésico te dejan K.O. durante un par de días, así que la idea no ha prosperado,
al menos entre mis círculos. Ya puestos, prefiero buscarme la vida en la
tundra, bajo la iluminación de las auroras boreales…
Como
digo, en mis tiempos de encierro, una de mis grandes distracciones han sido los
libros. Y el cine. Le doy a los podcasts cuando toca viajar largas distancias
(creedme: si queréis enviar un ataúd, escoged una buena empresa de mensajería),
y a los videojuegos cuando no encuentro otra cosa -con sinceridad, me encantan
los de matar vampiros: aunque no se parezcan en nada a la realidad, lo de
clavar estacazos me vuelve loco-. Siempre he tenido problemas de insomnio. Pese
a que trato de combatirlo corriendo en mitad de la noche, agotando mi cuerpo
para así descansar mejor al día siguiente, paso muchos ciclos de sol sin saber
qué hacer, y aunque he construido mi nido aislado y cómodo, protegido de la luz
y de las injerencias humanas, en ocasiones me siento un poco enclaustrado. No
me quejo: sé que llegará la noche, en la que podré volar sin límites sobre la
superficie del mundo que se yergue a mis pies. Y sin embargo, hay días…
Hay días… En
que daría lo que fuera por salir a la calle y sentir un poco del calor del sol
sobre la superficie de mi cuerpo, aunque sólo fuera unos segundos antes de
calcinarme completamente.
Aunque,
quién sabe. La tecnología avanza que es una barbaridad. Tal vez algún día,
gracias a trajes especiales, productos químicos… Todo es posible, ¿no? Porque
en el futuro, cuando, a causa del cambio climático, la humanidad se vea obligada
a vivir en los polos, bajo la noche perpetua, y allí en el norte o el sur
extremo haga un buen clima, yo estaré allí.
Nos
vemos entonces. No te olvides de mirarme a los ojos. Tráeme un buen libro. No
te va a servir de mucho -a la hora de sobrevivir, no sé si me explico-, pero al
menos te trataré bien. Es un consejo improbable, porque quizá nunca te
encuentres conmigo. Pero la vida (sobre todo la mía) es muy larga. Guárdatelo.
Podría serte útil.
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