lunes, 10 de febrero de 2025

El libro y la historia real de febrero: "Revolución. Indonesia y el nacimiento del mundo moderno", de David van Reybrouck.

 

El libro del que tratamos hoy es descomunal, en muchos sentidos. En el físico: tiene más de 600 páginas. En el volumen de lo que cuenta: aunque el relato principal se centra en cuatro años (de 1945 a 1949, cuando se certificó la independencia indonesia), el texto realiza un relato sobre la historia del territorio desde sus orígenes, sobre la cual se va profundizando conforme avanzan los siglos, dedicándole una mirada especial a la colonización holandesa, los primeros intentos revolucionarios, la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, el período de descolonización y sus consecuencias posteriores. Es impresionante también respecto a sus fuentes: no es sólo que cuente con un sin número de referencias bibliográficas, sino que se sustenta muchísimo en testimonios directos (bastantes de ellos, ya nonagenarios, a punto de perderse en la noche de los tiempos) recogidos en lugares tan distantes como Holanda, Indonesia, Japón o el Himalaya. Finalmente, es un libro que ha causado un gran impacto: un belga escribiendo sobre un tema holandés y que mira en muchas ocasiones desde la perspectiva asiática. No es extraño que algún político de los Países Bajos haya mandado al autor al infierno, mientras que este sesudo análisis histórico ocupa escaparates en buena parte de las librerías indonesias.

Pero el esfuerzo, desde luego, ha merecido la pena. Es un texto apasionante, que me ha obligado a dedicarle un día entero leyendo para devolverlo a tiempo a la biblioteca de donde lo saqué como simple documentación para un viaje a Indonesia. Por supuesto, lo ha complementado y me ha hecho comprender muchas cosas, algunas de las cuales quiero compartir aquí.

Para empezar, muchos creen que la colonización neerlandesa en Indonesia fue suave, comparada con otras experiencias. Supongo que todos los antiguos países colonizadores piensan lo mismo de su caso particular. Pero no: en muchas ocasiones fue brutal, despiadada, y fuente de un enorme descontento. Los Países Bajos administraron sus dominios primero como un negocio (a través de la Compañía de las Indias Orientales, con el fin sobre todo de garantizar el monopolio de las especias), y luego, conforme las circunstancias fueron cambiando, como un estado avasallador que se aprovechaba de las ricas materiales primas de un territorio que cada vez se fue haciendo más grande y estructurado. Por supuesto, ello generó toda clase de interacciones, algunas positivas, como una cierta sección de la población indonesia que recibió educación y pudo compartir algunas de las responsabilidades de la colonización. Pero incluso ellos (especialmente la población mestiza) notaron que los europeos siempre se encontraban un escalón por encima -el libro realiza muy buena analogía con las distintas cubiertas de un barco de aquella época- y eso, como en muchos lugares del mundo, sembró las semillas del rencor y las ansias de libertad. Hay varios episodios del libro que ilustran muy bien este odio acumulado: 1) cuando los japoneses llegan para invadir Indonesia, en busca sobre todo de petróleo, sus habitantes les reciben como libertadores. Y a pesar de que luego el hambre y el propio colonialismo japonés rompen esa luna de miel, aquel período (en que los indonesios alcanzaron mayor autonomía, y fueron instruidos en el arte miliar por sus nuevos amos asiáticos) fue clave para entender que, después de la Segunda Guerra Mundial, las cosas no podían seguir igual; 2) cuando los neerlandeses vuelven tras la guerra, creen que les van a acoger con los brazos abiertos. En lugar de ello, se encuentran con una población abiertamente hostil. Ante ello, los Países Bajos repiten los mismos errores, y creen que la fuerza lo solventará todo. De hecho, es increíble leer lo que a finales de los años 40 llegaron a hacer los Países Bajos (un pueblo asfixiado, poco tiempo antes, por el yugo alemán) en cuanto a crímenes de guerra en una región que decían estar liberando y pacificando, y lo poco que se han castigado y puesto de relieve esas matanzas -tanto, que quienes las han confesado han recibido, por parte de neerlandeses, terroríficas amenazas de muerte-. Para que nos hagamos una idea de lo radicales que llegaron a volverse las posturas, un partido de derechas bastante importante a finales de los años 40, liderado por un ex-primer ministro del país, dijo que, antes de entregar las colonias, habría que disolver el gobierno, y planeó un golpe de estado que hubiera supuesto el asesinato de numerosos líderes neerlandeses. No sé si a los lectores les sonará a otros contextos en que el tema territorial ha entrado en un bucle de obcecación tan fuerte que ha llegado a originar ideas extremadamente delirantes y antidemocráticas.

Uno de los puntos fuertes del libro es que te indica que, al contrario de lo que muestran las películas, hay muchos casos individuales que se escapan a lo común: un intelectual independentista indonesio que vive en Holanda y acaba en un campo de concentración nazi; un mestizo indo-holandés que es capturado por los japoneses y le cae la bomba atómica de Nagasaki encima; un tripulante de submarino alemán que es arrestado por los japoneses al final de la contienda; soldados nacidos en Nepal, quienes trabajan para la corona británica, los cuales tratan de pacificar la recién liberada Indonesia, pero que se encuentran con el rechazo de la población (saben que la entrada del Reino Unido es el anticipo de la llegada de los holandeses para recuperar la joya del reino), con lo cual asiáticos terminan enfrentados contra asiáticos, y japoneses y británicos han de colaborar juntos para garantizar la paz. Para mí, una de las escenas más sorprendentes es cuando los americanos, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la zona de Papúa (donde sus habitantes viven aún en el Neolítico) y, mientras empiezan a construir aeropuertos, les prometen a los nativos 25 céntimos por cada japonés -la prueba del objetivo cumplido es una oreja- que maten en la huida desesperada de los nipones a través la selva. Por lo visto, aquel año, muchos soldados americanos enviaron orejas asiáticas a casa como regalo. En este libro, desde luego, hay muchos casos que darían para espectaculares adaptaciones cinematográficas.

De hecho, entre los muchos actores, poliédricos, entre dos culturas y dos perspectivas, cargados de matices, me ha llamado la atención aquellos neerlandeses que, a pesar de la cerrazón de sus gobernantes, tenían claro que los indonesios merecían aquella misma libertad que, a ellos mismos, los nazis les habían negado. Por ejemplo, el Partido Comunista Holandés, que siempre estuvo a favor de la independencia indonesia; los 8.000 miembros del Partido Socialista que se dieron de baja, descontentos con la postura que habían adquirido sus líderes con el proceso descolonizador; el 50% de hombres y el 38% de mujeres de la población de los Países Bajos que estaban en contra de mandar tropas a las colonias; o el caso de un soldado neerlandés que, al darse cuenta de que le llevaban para matar indonesios, se escapó de noche, llegó a la zona del enemigo, gritó "¡Merdeka!" ("libertad" en indonesio"), le contó a la población local los planes de sus jefes, y fue acogido como un héroe (aunque fue encarcelado a su vuelta a los Países Bajos). Demostrando que disidentes y auténticos amantes de la libertad los ha habido siempre en todos lados.

En el otro lado, el pueblo indonesio dio enormes muestras de paciencia y resiliencia, aunque, al final, por supuesto, tantos excesos llevaron a reacciones violentas (en muchos casos exageradas y que pagaron inocentes), pero que son fáciles de entender después de lo que habían vivido, y que al final fueron las únicas que los colonizadores llegaron a entender. Frente a ello, hubo muchos personajes y políticos que mediaron, contemporizaron, y de verdad intentaron poner lo mejor de su parte. Entre los nombres más destacados están Sukarno (futuro primer presidente de Indonesia, y que pactó con Dios y el diablo para conseguir su propósito; de hecho, fue capaz de hablar con fascistas japoneses, colonizadores holandeses, islámicos y comunistas indonesios, y también de defraudar a todas esas colectividades) y Sutah Sjahrir, un hombre culto y conocedor de las costumbres europeas, atrapado entre dos fuegos, que acabó enfrentado con la siguiente ola revolucionaria, y que hundió su carrera política, como muchos, para tratar de evitar un derramamiento de sangre. En el proceso, quedó claro que había posturas contrapropuestas (por ejemplo, una generación mayor que optaba por pactar y ser pragmática, y una más joven que apostaba por la violencia revolucionaria), en elecciones que eran siempre complicadas porque el poder de la fuerza en su abrumadora mayoría estuvo del lado neerlandés.

Al final, a pesar de que por supuesto hay muchos factores implicados, la independencia indonesia se logró por dos motivos principales: 1) aunque, a través de la violencia, los Países Bajos recuperaron casi la totalidad del territorio tras la Segunda Guerra Mundial, nunca lo controlaron del todo. La resistencia indonesia en forma de guerrillas convirtió aquello en un anticipo de lo que sería más tarde la guerra de Vietnam, quedando claro que unas centenas de miles de hombres no pueden gobernar un país donde millones conspiran subterráneamente en contra. Tener colonias, desde luego, ya no era rentable; 2) los EEUU, el gran mediador internacional, cambiaron de opinión. Si al principio estaban a favor de los Países Bajos porque temían que éste cayera bajo la influencia del comunismo, los movimientos en contra de esta doctrina política por parte de Sukarno les convencieron de que apoyarle a él -uno de los pocos actores moderados que quedaba en pie en el archipiélago asiático- era la única manera de garantizarse de que Indonesia no cayera bajo las redes de la Unión Soviética. Con ello, el país pudo conseguir el logro de ser libre, aunque pagó caro su éxito: económicamente, sobre todo al principio, las condiciones fueron muy ventajosas para los Países Bajos y, además, EEUU siguió utilizándolo como bastión contra el comunismo. Tanto que, en los años 60, favoreció un golpe de estado que causó centenas de miles de muertos e inauguró una dictadura que duró 32 años (y de la que todavía quedan reminiscencias y cicatrices en el país). Sin embargo, el autor de "Revolución" se centra sobre todo en los aspectos positivos: Indonesia -el cuarto país más poblado del mundo- fue el primer estado que, tras la Segunda Guerra Mundial, proclamó su independencia, y constituyó la inspiración para procesos descolonizadores que se iniciaron por todo el mundo. Aunque luego muchos de esos procesos sufrieron traumas, sabotajes, traiciones, quedaron desvirtuados, o se asomaron a un sin fin de problemas que venían derivados o eran independientes del colonialismo (en realidad, el capitalismo y la corrupción fueron los mayores responsables), en el balance, a inicios del siglo XXI, esos pueblos son un poco más autosuficientes y más libres, y han demostrado que se puede hacer política donde el centro de todo no sea la raza blanca. Teniendo en cuenta lo horrorosa que suele ser la Historia humana, a veces una victoria de este orden -por muy pírrica que sea- es suficiente.

Por último, el libro habla, para mí proféticamente, de cómo los seres humanos colonizamos no sólo los territorios, sino también el futuro: como el autor de "Revolución" dice, la gente de los años 20 del siglo XXI explotamos los recursos y comprometemos el destino de los habitantes del 2080. La destrucción de la naturaleza (de la que Indonesia, por desgracia, es una privilegiada avanzadilla) nos pasará las cuentas tarde o temprano. Pero esas son revoluciones que otras generaciones -sí, también nosotros- tendremos que liderar.

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