Jorge Luis recogió la hoja de avisos como cada mañana y supo, de inmediato, que aquel iba a ser un día extraordinario. Aunque no se pudo figurar de qué manera.
-¿A
qué te refieres con que hoy va a ser horrible?-preguntó Terry. A Terrance -o
Terry, como prefería que le llamaran sus amigos- nunca se le había quitado
aquel acento de su región natal de Inglaterra que llamaba la atención entre los
allegados de su país de acogida. De hecho, cuando él y Neil (su compatriota y
amigo del alma) se ponían a discutir en el pub de la esquina aquellas
cuestiones tan abstractas sobre la vida, la muerte, y las criaturas imaginarias
de la literatura fantástica, el acento se volvía tan marcado que sólo Jorge
Luis era capaz de seguirles; tal vez porque era el único que comprendía las
palabras tan extrañas que pronunciaban.
-Porque
hoy nos toca la casa de uno de esos tipos.
-Con
“uno de esos tipos” te refieres a…
-Efectivamente:
uno de esos tipos…
No
hacía falta decir más. Con esa definitiva explicación, los dos sabían que se
referían a aquellos cadáveres que se han descubierto en una casa después de un largo
período tras la muerte del individuo. Las razones por las que esto podía haber
ocurrido eran variadas: gente sin muchos amigos, con vecinos demasiado poco
cotillas, con síndrome de Diógenes (esos, sin lugar a dudas, eran los peores)
o, simplemente, personas que, por una serie de desafortunadas circunstancias,
habían fallecido sin que nadie se percatara en las semanas siguientes, para
cuando el problema era ya irremediable. Habían tenido un par de casos a lo
largo de su carrera, y solían ser asquerosos: bolsas de basuras sacadas casi a
paladas, trajes especiales para prevenir la contaminación y, sobre todo, un
olor nauseabundo que costaba eliminar de la ropa y que no se apartaba de las
fosas nasales durante semanas.
-Odio
estas cosas -protestó Terry-. No por… en fin, lo evidente. Es que normalmente
estos casos me parecen deprimentes: suele ser gente triste, abandonada. Es como
una historia de derrota que te ves obligado a contemplar aunque ya conoces el
final.
-El
final se lo ponemos nosotros, querido amigo -expresó Jorge-. Si es que alguna
vez hay un final, en algún sitio.
No
obstante, en el momento en que traspasaron el umbral de la puerta de aquella
casa, estos basureros tan particulares supieron que aquel episodio era
especial.
El
lugar no estaba mal… dentro de lo que cabe esperarse de un hogar que ha estado
sin cuidar durante varias semanas. El apartamento no era un ejemplo perfecto de
pulcritud, y de hecho estaba claro desde el principio que acumulaba toda clase
de objetos inútiles (eso que, con cariño, en los pisos de las personas mayores,
solemos mencionar como “recuerdos de una vida”), pero no era muy distinto de
aquello con lo que sueles toparte en la casa de una persona de cierta edad…
…
salvo el salón, claro.
Cuando
divisaron el panorama, los dos se quedaron petrificados, observándolo. Era
hipnótico: te horrorizada, y al mismo tiempo no podías apartar la vista
tampoco.
-Léeme
otra vez lo que sabemos de la biografía de ese tipo, por favor -solicitó Jorge.
Terry,
tembloroso, llevó las manos a un papel, y aquello pareció menos una lectura que
un rezo, un salmo, una plegaria que recitaba…
-Su
esposa murió hace años… Por lo visto, pasaron los últimos momentos de ella
juntos, cogidos de la mano. El personal de enfermería destacaba siempre la
sonrisa tan amplia que tenía la mujer durante el trance. Por lo visto murió sin
dolor, en paz… Luego, él se fue a casa. Por lo visto, desde entonces, no salía
mucho. Sí, a veces al parque, a hacer la compra… Los vecinos dicen que
intercambiaban palabras con él de cuando en cuando, y que se lo cruzaban con
frecuencia en un cine cercano. Pero ya está. Por lo visto, se pasaba la mayor
parte del tiempo sentado en una butaca visible desde el exterior, desde donde
podía divisársele al lado de la ventana, viendo la televisión o leyendo algún
libro…
Pero
hacía tiempo que nadie podía atisbar nada a través de esa ventana, ya que una
mampara bajada, y la orientación concreta del sol en aquella parte de la casa,
impedían visualizar nada desde fuera de la vivienda. Eso sí, el hombre seguía
ahí, en su butaca. La única diferencia es que había muerto, rodeado de una
docena de libros que no quiso o no pudo retirar, apilados a ambos lados de su
asiento… y que un árbol que había crecido en el seno mismo del cuerpo de aquel
hombre (quizá nacido a partir de una semilla que se había colado por el mínimo
resquicio de ventana que había permanecido abierta) había cubierto y englobado,
formando un todo con el cadáver de aquel hombre, y con parte de su biblioteca.
-¿Cómo
es po…?
-Madre
mía, desde luego, esto sí que es especial -a Terry se le veía casi contento por
la circunstancia.
Tampoco
era de extrañar. Jorge Luis se fijó con mayor detenimiento en aquel
conglomerado que habían formado literatura, humanidad y vegetación: el árbol
había absorbido en tal medida la humedad del cadáver que éste, apergaminado
como una momia, no olía como solían hacerlo los cuerpos que se habían estado
descomponiendo durante el mismo tiempo. Además, y para terminar de descolocarle
más todavía, el rostro de aquel individuo (si es que se le podía llamar rostro,
teniendo en cuenta la amalgama que habían formado madera y cara) transmitía
-una ¿plácida?, ¿etérea?, ¿inquietante?- sensación de felicidad.
-¿Cómo
calificarías esto?-preguntó Jorge Luis a su compañero-. ¿Esto es bueno… es
malo… es un milagro… una abominación…?
-Ante
todo, es trabajo -replicó Terry-. Voy a tener que ir a por una motosierra. Si no,
va a ser imposible separar el sillón de las raíces que se han formado.
Lo
cierto es que duró horas. Y como Terry había anticipado, no hubo manera de
disgregar la simbiosis que se había formado entre el hombre, sus libros y el
tronco de aquella especie vegetal (por cierto, ¿qué tipo de planta era? Ninguno
estaba muy seguro, aunque Jorge Luis hubiera afirmado que era una higuera). Con
extrema delicadeza -porque no podían imaginarse hacerlo de otra manera-, Jorge
Luis y Terry transportaron el conjunto teniendo cuidado de que no se partiera
ninguna rama y que las hojas del árbol no se perdieran por el camino, de tal
manera que llegó casi intacto al punto de reciclaje.
-Aquí
no podéis dejar esto -les transmitieron los técnicos municipales.
-¿Por
qué no? -protestó Terry-. En la funeraria nos han dicho que aquel no era el
sitio, en la Oficina de Jardines y Parques tampoco, así que hemos venido aquí,
al Punto Limpio. ¿Éste no es el lugar tampoco?
-Eeeeehhh…
pues no sé si sí o si no, pero es que estamos sufriendo tantos recortes, que no
tenemos personal para ocuparnos de esto. De verdad que nos metemos un lío si apartamos
a alguno de los operarios que tenemos en marcha de su labor para ocuparse de
esto.
Terry
agitó la cabeza. “Esta ciudad se está yendo a la mierda”, musitó.
-¿Y
entonces?-exigió alternativas Jorge Luis.
El
técnico le echó un vistazo por encima a lo que -por lo visto, para él- no era
más que un trozo de madera. Jorge Luis se preguntó si este hombre estaba bien
de la vista, si no le estaba echado una ojeada lo suficientemente profunda, o
qué pensaría este trabajador cuando veía la película “Pinocho”.
-Para
mí, esto no es peligroso a nivel sanitario. Yo lo dejaría en medio del parque
que está aquí al lado, a la vuelta. Y que la naturaleza siga su curso, ¿no?
Cuando
Jorge Luis cerró la puerta de la camioneta, los ojos de Terry parecían
desprender un brillo de satisfacción.
-Me
parece surrealista. Y, al mismo tiempo, tan gracioso…
-¿Qué
vamos a hacer?
-¿Es
que nos han dejado otra alternativa?-replicó el británico sarcástico.
Por
tanto, así fue exactamente como actuaron: dejaron el árbol en lo que creyeron
un buen lugar, en medio del sol y de la sombra, y se marcharon con toda rapidez
de allí. No querían ver qué ocurría con lo que dejaban atrás.
Con
el tiempo, la planta enraizó: las ramas engrosaron, enhiestas, y al hacerlo,
los libros se elevaron a la altura de los ojos de los hombres, mujeres (y,
sobre todo, niñas y niños) se situaban de vez en cuando, para protegerse del
sol, en la penumbra del árbol. Con curiosidad y mucho respeto, algunos de ellos
rompieron los delicados hilos de tejidos vegetal que se habían formado en el
costado de los lomos y, al hacerlo, dejaron expedito el camino a las páginas.
Momento en el cual comenzaron a leer.
Ahora,
el árbol se ha convertido en toda una institución en el parque. Pequeños y
mayores, a veces familias enteras, acuden para leer y releer los textos de
Saramago, Ende, Buero Vallejo, Verne, Asimov, Dumas, que el hombre releía en
sus últimos años, cuando ya no le preocupaba tanto leer libros nuevos, y se
esforzaba sobre todo en releer los antiguos, lo que más había apreciado en su
día.
Así,
de esa manera, llegó el descanso, pero, en cierta medida, el final no fue del
todo el final.
No hay comentarios:
Publicar un comentario