lunes, 26 de enero de 2015

El relato de enero: "El hombre que se rebeló contra su dios"

El hombre que se rebeló contra su dios

                El hombre ejecutó el primer paso sobre las escaleras de forma dubitativa.
                No era para menos. Sabía que al final del recorrido le esperaba una muerte segura.
                Al fin y al cabo, ése es el destino casi escrito para aquel que se atreve a desafiar a su dios.
                La divinidad suprema se les había revelado abiertamente. Un cambio de estrategia, decía. Estaba harto de señales en el cielo, de oráculos y de que sus designios los interpretaran (en sus propias palabras) “necios y beodos sacerdotes”. A partir de ahora, él estaría al mando, de manera directa. Les diría lo que quería, y de esa manera corregiría alguna de las herejías que habían ido cometiendo con el paso de los años. Desgraciadamente, los sacrificios humanos no sólo habían resultado ser acertados, sino que el Dios consideraba improcedente la peligrosa tendencia que se había establecido últimamente de tratar de disminuir su número. Por ello, ordenó que volvieran a retomarse en el ritmo y atrocidad de los viejos tiempos. Las viejas máquinas del sacrificio, que llevaban mucho tiempo oxidadas, volvieron a lubricarse con el calor y el color de la sangre. Cualquiera diría que los sacerdotes deberían considerarse felices de que su dios, al que tanto adoraban, hubiera decidido comunicarse directamente con ellos: pero quizás el hecho de tener la confirmación de que era real y que podía llevar a cabo físicamente cosas como destruirte con un rayo en tan sólo unos segundos no acabó de convencerles demasiado. Y cuando algunos sacerdotes que no eran particularmente devotos comenzaron a convertirse en las propias víctimas de los sacrificios, su fe se transformó en un gesto de terror…
                Aquel dios podía definirse de muchas formas, pero casi ninguna dignificante. Era abyecto, vicioso, autoritario, estremecedor… Tenía todos los vicios de los hombres y casi ninguna de las cualidades de un ente celestial y bondadoso. Lejos de infundir tranquilidad a sus creyentes, les transmitía un miedo cerval; lejos de facilitar la vida del pueblo, llenaba de una hedionda atmósfera toda la civilización. Bajo su gobierno, volvió el miedo, la sinrazón, volvió la caza de brujas. Alguien tenía que hacer algo para cambiar todo eso. Y fue uno de los guerreros quien tuvo el coraje de atreverse.
                El guerrero comenzó a ascender las escaleras que llevaban a la pirámide desde donde el dios construía y destruía a su antojo. El guerrero lo hacía plenamente consciente (con seguridad absoluta) de que iba a morir, pues nadie que ose enfrentarse a un dios puede sobrevivir a este ataque, y sabía que de nada valdría el poder de la razón o tener la moral de su parte, pues por simples caprichos menores había volatilizado el dios a la gente que se atrevía a importunarle, entre insufribles lamentaciones y tormentos. El guerrero atravesó los puntos negros donde habían quedado calcinados algunos que tuvieran la mala suerte de pillar al dios en mal estado después de una de sus habituales borracheras, cuando iban a rogarle justicia, y aún así siguió adelante. Tenía en su mano una espada pero -se preguntaba acongojado- ¿para qué la iba realmente a usar?
                La ascensión de los últimos escalones fue un compendio de terror, dolor y angustia. No sabía en qué momento le iba a llegar la descarga letal, tampoco cuántos de sus familiares y conocidos pagarían por el gesto que se había atrevido a llevar a cabo. ¿A qué estaba esperando el Dios para matarle?¿Quería que finalmente se atreviera del todo a ejecutar el acto sacrílego, o esperaba a que llegara hasta la parte de arriba de la escalera para hacerle arder vivo sobre la piedra del sacrificio, tal y como dictaban las antiguas tradiciones?
                Cuando llegó a la cumbre, contempló directamente al dios. Era en realidad la primera vez que lo observaba en todo su esplendor, y tan de cerca. Los múltiples brazos, los aros del fuego llameando girantes alrededor suyo, el rostro similar al de una de aquellas complicadas máscaras, pero esta vez labrada sobre carne viva, como un monstruo elaborado a retazos sobre fragmentos de cadáveres, allí, sobre la zona superior de la pirámide, exhalando absoluto poder desde su absoluta soledad. El dios le miró con aquellas pupilas esculpidas a base del más puro fuego, y mientras los brazos dorados mantenían los círculos de fuego en movimiento, le preguntó sin necesidad de usar la voz, sino con un mensaje mental que taladró de manera profunda todo su cerebro:
                “¿Así que vienes a decirme que lo estoy haciendo mal, eh?”
                El otro no contestó. Más bien se arrodilló, aturdido por un sonido que era más perturbador que cualquier voz cavernosa. Pero ésta volvió a resonar sin piedad en su cabeza.
                “¿Crees que podrías hacerlo mejor que yo entonces?”
                A pesar del padecimiento, del desconcierto, del alma dolorida, el guerrero asintió.
                Hubo en el otro lado lo que asemejó, por parte del dios, un amago de pausa para la reflexión.

                “Sea pues entonces”, afirmó. Y ahí fue cuando empezó todo.

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