Al otro lado del muro.
Basado
en una idea original de Eos.
El
hombre que no vive en sociedad,
o
es una bestia, o es un dios.
Aristóteles
Cometieron con él el mayor pecado
posible: la más grande atrocidad, el mayor crimen, que pudieron haber
realizado.
No le provocaron descargas en los
testículos. No le arrancaron las uñas, ni le violaron repetidamente, no le
torturaron hasta la muerte... las cosas que él creyó que podrían hacerle más daño.
Pero no. Había algo más indecente, muchísimo más inhumano.
Le incomunicaron.
El hombre, no es sino un monstruo
cuando se le rehuye del contacto con otros hombres. Se convierte en un ser
salvaje, en un animal enjaulado. Pero para nuestro protagonista, encerrado tras
unos gruesos muros de piedra, donde habría de pagar caro por los crímenes que
había cometido a lo largo de su vida –amar la vida, el sol, las luces de color
violeta -, aquello era más que una celda: constituía una condena a muerte.
Los primeros días, los resistió más
o menos bien. Pero poco después... Ni tan siquiera le dejaban contemplar a sus
carceleros, los cuales le servían la comida de tal manera que él no pudiera
verles, y se cuidaban muy bien de que avistara sus rostros cuando se alejaban
de su lado.
Al principio, intentó hablarles
directamente a sus guardianes, pero éstos no le contestaban. Se convertían, en
su presencia, en muros de piedra, tan gruesos y tan rígidos como los de esta
prisión. La conversación que mantenía con ellos no era mucho mayor que la que
podría haber sostenido con un animal. Decidió, pues, abandonar esta vía.
Luego, trató de hablarse consigo
mismo, fingir que consistía en dos personas a la vez, proporcionarse
conversación, contradecirse incluso, pelearse con su alter ego defendiendo al
mismo tiempo varias posturas opuestas... Pero dedujo rápidamente que acabaría
por creerse de verdad sus propias fabulaciones y que, por tanto, terminaría
loco de remate, lo cual era precisamente lo que ellos pretendían, y lo que él,
más que nada en este mundo, quería ser capaz de evitar. Así pues, desechó también
este segundo método.
Estaba ya desesperado. No había
escuchado otra voz humana, aparte de la suya, (la cual le sonaba ya
distorsionada) en semanas, tal vez meses. ¿Cómo conseguiría salir adelante?¿Cómo
sería capaz de aguantar esos largos, penosísimos, indefinidos en número –y eso
era peor que cualquier cifra- años? Sollozó amargamente sobre el banco de
madera de su celda... contempló, los ojos húmedos, la luna llena, a través de
los carcomidos barrotes...
Y entonces, lo escuchó. Ocurrió de
pronto, fue suave, casi nimio, pero, para alguien que lleva tanto tiempo
deseando apercibir algún sonido, el más mínimo ruidito le desvela entre lo más
profundo de los sueños. Era un rumor pequeño, inapreciable, inaudible podría
haberse dicho, y sin embargo, fue tan claro y tan sonoro como lo es la propia
vida. El prisionero aguardó una continuación... pero no escuchó nada.
Al día siguiente, otra vez en mitad
de la noche, volvió a apreciar –igual, parecía clónico- exactamente el mismo
ruidito... Y, esta vez, se dijo el prisionero convencido, no le voy a dejar
escapar. Respondió entonces esperanzado con un golpecito en la pared.
Al principio, no pasó nada. Durante
esos primeros e inquietantes momentos dudó de sí mismo, se dijo, Ya está, ya me
he vuelto loco, ya he caído en el abismo de la desesperación de cuya montaña
quise escapar, y no he podido... Sufrió un súbito arranque de nostalgia por su
pobre cerebro, el que tanto había amado, aquel que había compuesto cuando
estaba más o menos inspirado algún poema bonito, y lo sintió como un ente
absurdo, semilicuado, cual líquido flotando entre las delgadas meninges... Pero
entonces, y de nuevo, escuchó un sonoro golpe. Y volvió a responder.
Casi instantáneamente, desde el otro
lado, se produjo un tercer golpecito.
Y sus ojos, apagados desde hacía
tiempo, volvieron por fin a brillar.
Y golpeó, golpeó de nuevo, lo hizo
con todo el ritmo, toda la fuerza, como un tambor que llama la guerra, o, de
igual manera inicia la fiesta... golpeó mientras el otro lado le respondía
enfervorizado, alegro, diáfano, lleno
de vida, hambriento de palabra y de poder, que a ambos en esa noche les había
sido concedido... Los dos prisioneros repicaron en la pared, hasta quedarse finalmente
sin nudillos. Tras aquella orgía de camaradería y de amistad, amortiguadas por
fin el ansia del cuerpo y la desesperación del espíritu, el encarcelado pudo por una vez -y aunque sólo
fuera en el rincón de su celda más íntimo-, de nuevo vivir; dormir; tal vez en
algún momento soñar...
Al día siguiente, y en cuanto se
levantó, el prisionero temió que la comunicación hubiera desaparecido para
siempre. Pero no, la volvió a probar, y persistía, ahí seguía estando, con la
misma solidez con que la tierra firme había emergido de lo más hondo de los
océanos. Durante días, practicaron el mutuo juego de responderse mutuamente,
sin decirse nada más, como enamorados tontos, celebrando solamente la alegría
de estar vivos, y de seguir juntos... Pero, más adelante, y como en toda acción
que emprende el hombre, uno pretende progresar, evolucionar... seguir adelante.
Y, para ello, se dieron cuenta, hacía falta un código. Fue nuestro hombre quien
se encargó de diseñarlo.
Se dio cuenta de que había una zona
en la pared que era algo menos densa que la otra, algo más hueca, se podría
decir... Sin recordar muy bien exactamente cuáles eran las correspondencias del
lenguaje morse, nuestro amigo le descifró a la persona del otro lado la nueva
forma de comunicación y, para ello, le recitó el abecedario entero letra a
letra, tal y como él lo estaba rediseñando de nuevo, como Dios ensayó varios
tonos cuando recreó a su particular modo el mundo. Tres golpes en macizo, la a;
dos en macizo, la b; y así, todas las combinaciones posibles. Tuvo que
repetírselo varias veces antes de que el otro entendiera del todo por dónde
iban los tiros, pero con el tiempo, y la paciencia, finalmente lo consiguió.
Ahora podían comunicarse abiertamente y sin limitaciones de ningún tipo.
Las que siguieron fueron noches
extrañas, casi mágicas; al abrigo de la oscuridad, cuando menos recelaban de
que los carceleros les espiasen, se preguntaron en primer lugar quiénes eran,
de dónde venían, por quiénes velaban en sus cuitas, qué era lo que habían
dejado atrás... Luego detalles más íntimos, por qué estás aquí, qué hiciste, y
el otro le reveló que él había matado a un hombre, uno de Ellos, porque le
había amenazado de muerte, y porque, en estos tiempos que corren, sabes que si
te dicen algo como eso, y aunque sean sólo palabras, más te vale que actúes
antes que el otro... Y te arrepientes, le preguntó el primer prisionero, y su
compañero le respondió que sí, que se arrepentía, pero no por hallarse en
prisión, sino porque, por muy pendejo que fuera el otro, él también tenía una
familia, y gente que le lloraría, y que poco o nada había conseguido con sus
actos, salvo entristecer a los allegados del finado, y a los suyos propios...
Nuestro amigo creyó su explicación, porque nunca encontró unos golpecitos que
sonasen más sinceros... Y, a partir de entonces, continuaron hablándose...
Charlaron sobre todo... de la vida,
del amor, de libros, de filosofía... Incluso, una noche, vibraron con el mismo
partido, el más emocionante de sus vidas, la noche en que la selección se batió
con el clásico enemigo, y le hizo doblar las piernas... Nuestro amigo ya ponía
voz y rostro a su compañero de fatigas, y anhelaba, y se lo confesaba cada día,
el deseo de verle por fin la cara, y darle con agradecimiento un abrazo...
De
repente, un día, ocurrió algo extraordinario. Nuestro hombre escuchó un
golpeteo, pero, al tocar la pared, ésta no respondió. El prisionero sintió
miedo, tuvo angustia de que le hubieran abandonado, pensó, egoístamente, que no
quería que al otro le liberasen, o, mucho peor, creyó que lo habían matado...
Pero entonces se percató de que el débil “tap-tap” provenía ahora del otro
lado, de la pared opuesta. Y se lanzó sin dudarlo hacia allá.
Tuvieron que tantearse previamente
antes de poder entender lo que el otro decía. Y es que, claro está, la
distancia había distorsionado el código, de tal manera que había quedado
prácticamente irreconocible. Porque, y tal y como le comentó el otro prisionero
(el cual había se había hecho en un trozo de papel higiénico una especie de
mapa de la estructura de la prisión, de diseño circular), todo había partido de
la genial idea de su primer compañero de lenguaje, el cual había transmitido
esa manera de comunicarse no sólo a él, sino al compañero del otro lado, y éste
al siguiente, y así hasta completar el círculo, para volver a retornar hasta la
celda original. De esta manera, le repetía el otro prisionero, nos hemos
salvado todos. De no haber sido por ese santo que tienes al otro lado –le
confesó él-, hubiéramos perecido como perros...
Meses después –quizás años, ¿quién
cuenta en estos casos los días?-, llegó una parcial amnistía. Volvía la
libertad, si es que así se podía llamar a sí a una en la cual cada vez que
alguno de los antiguos presos se bajaba la bragueta en el baño, cualquier
movimiento del pestillo les hacía ponerse a temblar. Pero en aquellos primeros
momentos eso era lo de menos. Con el tiempo, nuestro prisionero (el cual pudo
volver a tararear sobre la guitarra algunas olvidadas canciones), se reencontró
con algunos de sus antiguos compañeros de cárcel, todos ellos presos políticos,
y recordó junto a ellos el milagro que había supuesto que aquel hombre, en un
alarde de genialidad, el cual nunca sería reflejado –injustamente-, por los
libros de historia, les hubiera sacado de su aislamiento, y les hiciera de
nuevo recordar (poniendo a prueba sus ansias de supervivencia, y recuperando el
don de la palabra), que eran seres humanos... Y todos se preguntaban que es lo
que habría sido, y cuál sería el paradero, de tan impagable benefactor; si
seguiría encerrado -y podrían visitarle-, o si le habrían hecho libre, como al
resto de los presos, y podían conservar la esperanza de, algún día, tener la
oportunidad de volverle a encontrar.
Lo que nuestro prisionero nunca les
quiso contar, era lo que contempló al salir de su celda.
Lo que nunca les quiso decir, fue lo
que encontró cuando giró por el corredor de la prisión justo en el lado de la
derecha, custodiado por los guardias...
Lo que nunca se atrevió a revelar,
fue la imagen que apareció ante sus ojos...
... porque, en aquella celda, en
aquel lugar, donde se había gestado aquel sueño, donde se recobró una ilusión,
donde todos ellos recuperaron la razón, no había nada...
... salvo un grifo goteante...
FIN.
(tap-tap)
Clinck....clinck....precioso releerlo emi,
ResponderEliminarves? yo la incomunicación como que me cuesta imaginármela...no puedo...la soledad sí.