(Basado en un hecho real comentado por una chica cercana a mí)
Era la primera
vez que yo salía con la gente de mi clase en la universidad, el día de la fiesta de la Almudena
en Madrid. Los chicos estaban de botellón. Como yo no bebo, y me aburría, fui a
dar una vuelta por ahí. Al hacerlo, me encontré con un mendigo, que estaba
rebuscando en la basura de un restaurante. De repente, vi que el mendigo hacía
aparecer, sobre sus manos (como si hubieran procedido de la nada, una especie
de truco de magia o algo así), un par de enormes y magníficas tartas.
-¿Quieres una?-me ofreció.
Supongo que expresé una especie de
mohín de disgusto, porque él se explicó como si lo hubiera hecho:
-¡Son tartas del día de la Almudena!
Los restaurantes las hacen, y como llevan huevo, se ponen malas al día
siguiente, así que las tiran. Pero ahora mismo, están estupendas. ¡Toma, yo no
me puedo comer todas!
La verdad es que contemplé la tarta,
y el mendigo tenía razón, o al menos, la pinta aparente era fantástica. Así que
le di las gracias dos o tres veces, y me marché con la tarta al botellón.
-¿Alguien quiere tarta?-pregunté.
Y al contemplarla, todos se
lanzaron, extasiados, ante tan apetitoso manjar como yo traía. No se
preguntaron nada, simplemente, se lanzaron como los pingüinos cuando los
cuidadores les dan el pescado. Sólo hubo dos personas que dijeron:
-¿De dónde puñetas has sacado la
tarta?
-No te lo pienso decir.
-No me la tomo porque no me fío de
tí –me espetó la segunda persona con aire sombrío.
Yo enarbolé una sonrisa de oreja a
oreja.
-¡Pues a lo mejor no
deberías!-respondí.
Luego, cuando todos habían ya
devorado la tarta, y dado buena cuenta de ella, les confesé definitivamente el
secreto, (¡me la ha dado un mendigo!), y casi todos hicieron una especie de
mueca de asco. Algunos me retiraron la palabra. Luego, con el tiempo, me han
vuelto a hablar. Casi todos.
La tarta, realmente, estaba
riquísima.
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