Llevando al dodo
Cae
la lluvia. Cae la lluvia, tremenda y furibunda, cae la lluvia, anegando casas y
calles, echando a perder campos y moviendo coches de un lado a otro. Cae la
lluvia, y eso tan sólo entorpece nuestra misión, nuestro deber sagrado, de
portar este pájaro entre las manos. Y de hacerlo cuanto antes, no sea que
fallezca en el intento.
Sigo
caminando, entre la lluvia y el barro, acompañada de un hombre del que tampoco
me fío, al fin y al cabo ha tratado de violarme hace no muchos días. Pero
seguimos estando juntos, pues no nos queda más remedio que caminar en este
último cometido en el cual, si fracasamos, ya todo estará perdido. Y nuestra
civilización, o lo poco que queda de ella, prácticamente se extinguirá...
Conforme
nos adentramos por las desiertas calles de lo que un día fue conocido como
Madrid, cubiertas de agua que marcha en tromba, con el verdín en los edificios
y el grosor de las enredaderas cubriéndoles en un abrazo fiero, con las grietas
y las oxidaciones y las roturas de tubería cada vez más presentes en la
superficie como heridas sangrantes en la piel, cada vez más penosas y ruines
son las condiciones de vida de los pocos habitantes que aún siguen quedando por
aquí. Por la calle contemplamos juguetes abandonados que hacen de aprendices de
medusas, luces muertas (que no son sino bombillas apagadas de Navidad arrojadas
en la basura), un hostal derruido, y justo debajo, el cartel de una agencia que
vendía chalets lujosos en la playa, una red de gruesos cables en mitad de una
obra (¿es esto lo que hay debajo de las calles?), alguien limpiando una mancha
y que dice que me quiere... La lluvia es cada vez más triste, la noche más
oscura, la tormenta se agita sin miedo, pues no hay temor para aquel que desea
la destrucción del mundo... Un mundo, el nuestro, que ya ha pasado incluso la
fase de desesperar...
Arribamos
a una plaza que cada día está menos concurrida... En su foro aún se erige, no
por demasiado tiempo, y entre medio de las por siempre inacabadas obras, la
estatua del oso y del madroño. Es gracioso, sobre todo, porque en Madrid hace
siglos que ya no hay osos, y tampoco madroños. Qué clase de ciudad es aquella
que tiene como símbolo a un animal extinto. El último oso del mundo murió en un
zoológico privado de Nueva Zelanda. En su mirada había el destello futuro de
más negras simas y de pozos profundos, y también el recuerdo de horizontes
perdidos. En las siguientes semanas murió el último panda, el último zorro, en
Hyde Park cayó muerta la última ardilla. Todo se extingue, y todo muere, pueden
contarse con los dedos de la mano los últimos animales, por eso dicen que es
tan importante traer al último dodo, ahora que hemos descubierto que vive,
algunos dicen porque los científicos sabrán encontrar a través de él una cura,
unos cuantos, los más místicos, que sólo el primer animal extinguido a
propósito por el hombre puede salvarnos de la locura que ahora mismo nos
invade. Pero mientras tanto nosotros seguimos caminando, entre la lluvia y
fango. Aprieto el dodo contra mi pecho, esperando que el calor le vaya a
salvar.
Por fin se cerró el cerco.
Siempre llega la hora de que se agoten los plazos. De nuevo volvieron los
fundadores y observaron la evolución de este experimento gigante, ese inmenso
universo cerrado que formaron en su día y al cual, al contrario que al resto de
los planetas, le otorgaron como única norma la ausencia absoluta de reglas.
Pero lo que encontraron a su vuelta les llenó de arrepentimiento y congoja,
pues no pudieron encontrar en su memoria nada más antinatural, más
descontrolado y más abominable. Por eso decidieron poner punto final a este
loco manicomio, este engendro desatado, del cual ellos fueron responsables, y
que no debió vez jamás nacer...
Avanzamos,
una vez más, entre el humo y el lodo. Trozos de cascotes se nos caen encima,
pero les confundimos con lluvia. Entre las callejuelas intrincadas,
pertenecientes anteriormente a los barrios proletarios, de inmigrantes,
contemplamos la imagen tétrica de un balcón desde el cual nos vigilan un oso de
peluche con sólo un ojo de macabra mirada, al lado de un robot de plexiglás con
inexpresiva cara, y una pila de basura, bicicletas, maquinaria oxidada, vieja,
que se acumula y oculta probablemente al anciano en pijama que vive detrás. Es
casi tan triste como el ojo acuoso del bebé ballena que envaró en una playa de
Toledo, cuya madre había muerto, y a quien los pescadores tuvieron, mientras su
comprensiva mirada les perdonaba, que sacrificar. En cada esquina que giramos
tengo que aguzar la vista, no sea que mi compañero me vuelva a tratar de
traicionar. A lo largo del camino nos hemos dicho que por cada puerta que se
cierra hay una ventana que se abre. El problema es cuando las ventanas se
vuelven a cerrar detrás.
Somos
un ser extinto, en un mundo extinto, una luz que se apaga y una última llama
zahiriendo insistente, subiendo y bajando mientras ruega, con angustia, no
morir... Nuestro destino está escrito y sellado, y la nuestra es la única
salida -o quizás no- con la que podemos salvarlo... De nosotros no queda
nada, todo lo que no se pudo salvar está muerto. Australia fue la primera que
empezó rápidamente a evacuarse, la nube de desplazados colapsó todo el sudeste
de Asia; cayó Italia, cayó el Louvre, ni siquiera resistieron las pirámides...
Todas las grandes bibliotecas se han quemado o se encuentran sepultadas. Sólo
ha quedado un compendio del saber, una última fuente del conocimiento, algo que
los antiguos llamaron la Wikipedia, lo que no se introdujo allí ya no existe,
lo que se quedó grabado es ahora nuestra religión. Aunque puede que aquello no dure mucho.
Llegamos
por fin al destino. Al templo, al refugio sagrado. Mi compañero me ayuda, a
trancas y barrancas (a punto yo de hincarme de rodillas y vomitar sobre ellos),
a subir los escalones de la entrada. Delante de nosotros, los arcanos... Abro
mi chaqueta para enseñar mi regalo...
Y
allí, desplomado sobre el frío suelo de piedra, se arrastra agónica el ave,
cubiertas de frío sus plumas, su pico se agita, en temblores, mientras el resto
de su cuerpo le sigue en epilépticas sacudidas. Sus ojos, mojados por la
lluvia, parecen destilar lágrimas, mientras que en sus soniditos, los primeros
que ha escuchado de este pájaro el ser humano en varios milenios, se nos revela
el último sentimiento de un animal que, por segunda vez se extingue, y mientras
los hace, nos despide también a nosotros como especie...
Nos
tendemos exhaustos sobre el inánime cuerpo del dodo. Ya está, es el último fin,
el último lamento, nuestros cuerpos servirán de exposición para turistas de lo
muerto de generaciones futuras. Afuera, sigue cayendo la lluvia. Pero
verdaderamente, es como si hubiera penetrado en el interior.
Han
llegado por fin los bárbaros...
...
pero nosotros ya nos hemos marchado.
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