Sherezade
(Un cuento erótico)
La
noche había comenzado bien. O eso le decía yo a Rodríguez. Sin embargo, él no
manifestaba el mismo entusiasmo.
-Fíjate
en esa camarera –le apuntaba a Rodríguez entre copa y copa-. Te ha guiñado el
ojo. Vamos, no puedes negarlo. La cosa te va bien, los hados te sonríen.
-Sí,
claro, eso, como siempre… Luego yo le hablaré, ella me hablará, descubriremos
que no tenemos nada en común, o quizás conectemos, entonces tendremos un rollo
de una noche, y quizás esté muy mal, o muy bien, y seguiremos, o no, y nos
cabrearemos, y volveremos a empezar…
-Ya
veo que has venido hecho unas castañuelas –le repliqué irónico mientras
ajustaba el alfiler de mi corbata.
-Es
que siempre es lo mismo, Lucas… De un tiempo a esta parte, siempre me pasan las
mismas cosas. Me convence la idea de estar durante un rato con una chica, pero
conforme pasa el tiempo, descubro todo lo que puedo saber de ella, y entonces
la cosa se vuelve monótona y aburrida… Y si sólo quieres líos de una noche,
dejas una estela de corazones rotos que es muy difícil sobrellevar… Por no
hablar de la cantidad de veces que explorar tan sólo te lleva a decepciones.
-¿También
en la cama?-le pregunté yo con todo el cinismo del que fui capaz mientras bebía
de mi copa y rastreaba con el radar en la dirección contraria.
-También
en la cama, sí –replicó Rodríguez-. Hay una cosa que te he tratado de explicar.
-Sí,
perdona un momentito… Hola, guapas –dije yo abriendo los brazos de par en par
para acoger a las dos gemelas pelirrojas que me habían reconocido y se habían
acercado a mí-. Hoy os quiero presentar a Román Rodríguez, un compañero de mi
empresa. Creedme, es un tipo muy especial: éste no es de los que se leen frases
filosóficas para soltarlas en reuniones de empresa y darse el pisto. Éste es de
los que leen filosofía de verdad.
-Oh,
qué interesante –soltaron ambas gemelas, casi a dúo, mientras Rodríguez
arqueaba las cejas, escéptico.
-Y
además, toca un instrumento… El saxo, me parece, ¿no?
-El
saxo tenor, en concreto –aclaró Rodríguez.
-Oh…
Eso suena algo muy complicado –indicó una de las gemelas, rompiendo la
simetría.
-Bueno,
es que me gusta mucho el jazz y la música de los años 20 y 30… Duke Ellington,
Charlie Parker, Coleman Hawkins, ese tipo de cosas…
-Oh,
es… muy interesante –repitió la misma gemela, inclinándose hacia él-. Yo
siempre he sido muy fan de Frank Sinatra… Y también de One Direction…
-Sí,
claro –sonrió Rodríguez, en su faceta del más experimentado actor-, ésos
también están muy bien…
-Me
aburro –soltó completamente impertinente la otra gemela, haciendo una de las
pocas cosas que pueden molestarme de una chica guapa-. ¿Por qué no bailamos un
poco?
-Id
adelantándoos vosotros, chicas, que ahora vamos –una vez la nube de las gemelas
se hubo despejado, pude volver a introducirme en mi tormenta con Rodríguez-.
¿Pero qué haces, Román? Fan de algo que parece poco corriente y sofisticado,
sí; soltar nombres que no conoce nadie, no. ¿Quién puñetas es Coleman Hawkins?
Con Ellington y Parker hubiera bastado. Esas cosas raras pueden atraer a las
chicas en un primer momento, pero luego las espantan. ¿No has pensado en
abordarlas con algo más normalito?
-Ya
te he dicho que no estoy interesado –expresó pesaroso Rodríguez-. Sí, es
verdad, a nadie le disgusta un polvo, y menos con una chica guapa, pero no sé
si me merece ahora mismo todo el esfuerzo que requiere…
-Tú
lo que pasa es que echas de menos a Sonia. Y lo entiendo. Pero, y discúlpame
ser tan agresivo, los muertos no resucitan. Así que no tienes más remedio que
cambiar completamente de mentalidad…
-Sí,
ya lo sé, no aferrarme al pasado, todas esas cosas… Pero ya sabes cómo era Sonia…
Con ella, todo era distinto. Con ella, cada día era especial…
-¿También
en la cama?-dije repitiendo el chiste.
-También
en la cama –respondió nostálgico Rodríguez-. Recordarás aquella ocasión…
-Sí,
ya, claro, claro, no hace falta que me lo digas…
Por
supuesto que me acordaba. No se me quitaba la visión de la cabeza desde que
Rodríguez me la contó…
* * *
Yo volvía a casa después de una larga
reunión de trabajo. Lo que no me podía figurar era lo que me iba a encontrar.
Abrí con mis
llaves. El ruido que surgió detrás de la puerta debía haberme hecho sospechar.
Y, sin embargo, cuando me cayó un largo alud de bolitas de poliexpán, como las
que se utilizan para forrar los paquetes por dentro y evitar que se dañe su
contenido, me pilló por sorpresa. El maletín se me cayó de la pura impresión.
Comencé a caminar hacia el salón, buscando una explicación, y lo único que
conseguí fue sumergirse en un mar de poliexpán que me llegaba hasta el pecho.
De repente, noté cómo una mano me bajaba un calcetín a la altura de su
correspondiente tobillo. Me sobresalté, como si me hubiera atacado una anguila
eléctrica. De repente, surgió la cabeza de Sonia entre la corriente de
poliexpán. Sonreía, con sus ojos azules y su pelo negro corto con un flequillo
que no llegaba a ocultarle las finas cejas.
-¿Y esto?-pregunté
yo.
-¿Qué pasa, nunca
te habían dado una sorpresa de este tipo?
Sonia, que nadaba
o buceaba alternativamente dentro de la nube de poliexpán, se acercaba a mí de
vez en cuando. Consiguió quitarme un zapato conforme me trataba de desplazar,
trastabillándome, a través tan viscosa textura. Luego un calcetín; más tarde
otro. Cuando consiguió agarrarme del cinturón, yo la atrapé como a una sirena
en medio de la espuma marina, y ella se asió a mí intentando arrebatarme la
corbata. Fue entonces me di cuenta de que estaba completamente desnuda: palpé
sus suaves senos en medio de aquel río de etéreo plástico. Luego le agarré los
glúteos y más tarde ascendí hasta los aterciopelados muslos. Ella se ancló a
mí, incrustada en mi cintura gracias a una presión rígida e inamovible. A pesar
de que sus pantorrillas estaban frías, la temperatura de mi cuerpo -conforme
ella me quitaba la camisa y empezaba a lamer mis pezones-, comenzaba a
incrementarse sin remisión, y especialmente en la zona del bajo vientre, casi a
quemar…
La tormenta que
sacudió aquel particular océano en el que flotábamos fue dura, agreste,
salvaje; no hubo limitación ni intermediarios entre nosotros. Piel contra piel,
cuerpo a cuerpo, yo me encontraba devorando su cuello cuando mi cuerpo llegó al
clímax, y el producto de mi éxtasis, como fuegos artificiales, se entremezcló con
la blanca espuma que rodeaba nuestros cuerpos…
* * *
No
sabía cuál era la mirada más evocadora en aquel momento por encima la mesa
cuando a ambos se nos pasó la misma historia por la cabeza, si la de Rodríguez
o la mía. En todo caso, fui yo el que rompí el silencio cuando le repuse:
-Ya,
pero ésa no es la cuestión…
-Sí,
ya sé cuál es la cuestión. Pero hoy no me apetece ponerme a resolverla. Lo
siento, amigo. Gracias por los consejos y los ánimos, pero creo que me voy a
casa.
Rodríguez
cogió su chaqueta y se levantó. Yo suspiré, decepcionado, y le despedí
perezosamente con la mano al mismo tiempo que me despedía del fascinante plan
con las gemelas. Aunque, conforme Rodríguez se aproximaba a la puerta del bar,
ocurrió algo que desde el principio intuí que iba a volcar a toda la situación.
No
sabía, de hecho, de donde había salido aquella chica. Mira que tiendo a fijarme
en estas cosas y a escanear de arriba abajo todo elemento femenino que entra en
mi radio de acción (el cual, por otro lado, abarca bastante metros), pero en
este caso, era como si hubiera aparecido de repente, o como si siempre hubiera
estado allí. La chica no era fea, más bien al contrario, yo diría que atractiva,
con un pelo rubio anaranjado cubriéndole parte de la cara al estilo de las
actrices de los años 40. Llevaba puesto un vestido de fiesta de lentejuelas
azules iridiscentes que seguía de manera sinuosa sus curvas. El problema era su
expresión, y la orientación de todo su cuerpo, casi abandonado (como una
botella vieja que hace mucho que nadie se atreve a beber) sobre una silla
situada justo al lado de la barra. Tenía pinta de hastiada, de decepcionada, de
tan cabreada que ni siquiera dejaba espacio para lo triste. La típica actitud
que no pega nada con una chica que se ha vestido para salir de fiesta. Pero,
claro, ése es el típico misterio que puede atraer a un fan del jazz que anda de
vuelta de todas las cosas y necesita un cierto incentivo para avanzar un poco
más. Quizás, también, el contenido del tatuaje que se desvelaba en la espalda
desnuda de la chica sirvió de aliciente.
-Buenas
–se aproximó él-. Estaba pensando en alguna frase original y simpática con la
que acercarme a ti y abrir conversación, pero la verdad es que no se me ocurre
nada más que decir que me has llamado la atención y me gustaría saber más que
ti… Ya ves, no se te ha acercado el tipo más inteligente del bar, o al menos no
todavía…
La
otra levantó la vista, sin dejar por ello de seguir bebiendo de su cocktail a
través de una colorida y fantasiosa pajita.
-No.
No quieres conocerme. Crees que quieres –expresó a través de una voz que
también pegaba con la de una actriz de los años 40-, pero en cuanto sepas más
de mí, casi seguro que no. Ya te ahorro yo el esfuerzo. Es mejor que te busques
a otra.
Cualquier
otro en su caso hubiera probablemente extraído de la manga unas palabras de
disculpa y se hubiera marchado discretamente. Pero Rodríguez estaba en esa fase
en que lo único que puede estimularle a seguir adelante es precisamente que
algo le eche para atrás. Lo que se pone difícil. La tela que estás deseando
quitar no es precisamente la transparente, sino la que no te deja ver lo que
hay debajo.
-Bueno,
puedes probarme. Creo que no tengo una mala conversación; no te voy a pedir
nada que no quieras; y, sobre todo, en el momento en que te aburras de mí,
puedes mandarme sin más preámbulos a coger la puerta. Pero me sigue apeteciendo
saber más de ti. Así que, si te apetece que me siente y te invite a otra copa…
Yo
asistía a este diálogo, desde cierta lejanía, escuchándolo todo muy atento.
Rodríguez me preocupaba en cierta medida, y también he de reconocer que si la
historia de la chica se terminaba en ese momento, se acababa todo por esta
noche, y lo cierto es que a mí también me interesaba que aquello continuara un
poco más.
Por
eso me gustó comprobar que la chica había hecho un gesto tácito para que
Rodríguez se sentara.
Me
levanté y fui a buscar a las gemelas. Pero no podía parar de pensar en aquel
tatuaje en la espalda.
* * *
Era
fin de semana. Tardé un par de días en volver a ver a Rodríguez. Pero cuando
éste volvió por la oficina, por encima de la próxima reunión de proyectos, tan
sólo tenía una pregunta:
-¿Qué
tal te fue con esa chica?
Rodríguez,
que ya de por sí traía cara de bastante descompuesto, tardó unos cuantos
segundos en reaccionar:
-Buf…
Buf… Buf… Es demasiado largo e intrincado de contar. Si quieres te lo digo
luego… a la hora de la comida.
Sin
embargo, yo insistía. Le dije que no podía dejarme ahora sin saber nada, con
toda la miel en los labios:
-No
puedo darte una respuesta clara –replicó severo-. Es mucho más complicado de lo
que parece.
-¿Pero
cómo de complicado?¿Hubo tema al final o no?
Rodríguez
acercó sus ojos a los míos.
-Hubo
tema, sí… pero no sé con quién.
Y
lo dijo como si, de su tumba, hubiera visto aquella noche ver salir caminando un
fantasma. Aquello, lejos de apaciguar mis ánimos, no hizo sino hacerme temblar
más ardientemente la boca del estómago, henchida de curiosidad.
El
rato hasta la hora del almuerzo se me hizo eterno. Cuando Rodríguez entró en el
comedor, los cubiertos en mi mano temblaban. Claro que (como pude confirmar
cuando Rodríguez se sentó y se llevó un vaso de agua a los labios), yo no era
el único.
-Antes
de que te diga nada –no me dejó ni preguntar-, quiero que sepas que yo todavía
no sé muy bien cómo afrontar esto, o si debo creérmelo del todo… Pero es verdad
que necesito contárselo a alguien. Y contárselo tal y como pasó…
Volvió
a sorber otro trago.
-…
a ver si, de esta manera, puedo empezar a creérmelo yo.
Por mucho que me esforzara, no pasaba con
esta chica de la frontera de las conversaciones intrascendentes. Se negaba
incluso a darme su nombre. A ratos parecía tímida, y otros simplemente arisca.
Se notaba que tenía mucho mundo detrás, y que de todos los temas que sacaba,
por muy estrafalarios que fueran, ella podía aportar siempre muchísimo más que
yo. Pero se negaba a contribuir mucho a la charla, como si cada palabra la
hubiera empleado ya demasiadas veces, y fuera un juguete manoseado con el que
no quisiera divertirse más. Y, sin embargo, no me mandó a tomar con viento fresco
y seguía bebiendo allí al lado conmigo, aunque me diera la extraña impresión de
que no lo hacía porque quisiera sino porque no tenía más remedio. Me pregunté
qué motivos impulsan a una chica que no tiene ganas de fiesta a salir a las
tantas de la noche vestida de una manera tan atractiva y entrar a un bar. Pero
claro, no me podía intuir todo lo que había detrás.
Llega un momento
en que no se puede hablar más, en que ya ha habido suficientes copas, y es
momento de volver a casa. Me ofrecí a acompañarla. Ella asintió con un
movimiento de cabeza casi imperceptible. No era una negación, pero desde luego
tampoco una invitación clara. Parecía casi más desidia que otra cosa. La verdad
es que aquello me desalentó bastante. Llega un momento en que tanta
resistencia, en lugar de servirte de acicate, te deprime, y que si sigues
rascando y no se te muestra nada, piensas a lo mejor simplemente es que no hay
nada debajo que mostrar. Por eso, cuando la despedí en la puerta de su casa, y
ella no insistió, casi me lo tomé como un alivio. Iba a marcharme cuando de
repente (apenas tras el minuto que tardé en convencerme de que ya no había nada
que hacer) se abrió la puerta. Y entonces, una mano llena de uñas afiladas y de
un color rojo intenso me arrastró.
Me había llevado
hacia adentro de la casa una portentosa mujer con una piel de tintes intensamente
morenos y orientales. Una impresionante hembra semidesnuda, que como única
vestimenta llevaba puestas una especie de corazas parciales que le ocultaban
sólo ciertas partes del cuerpo, pero insinuaban o dejaban plenamente a la vista
todo lo demás. Entre esas porciones de armadura de un color broncíneo, un par
le cubrían los hombros y sólo en cierta medida unos sugerentes pechos, cuyo
escote y semiocultos pezones invitaban abiertamente al pecado. En lugar de ropa
interior, sus caderas estaban circundadas de una cadenita dorada que surcaba la
cintura y luego trazaba un contorno hasta su bajo sexo. Pero lo más intimidante
de todo era el tocado de la cabeza, una mezcla entre corona y casco de guerrero
debajo de la cual se adivinaba un intenso cabello negro y, sobre todo, unos
ojos de gato de un desconcertante color amarillo, con un círculo de fuego
alrededor de la pupila. En condiciones normales yo hubiera preguntado algo,
pedido un tiempo muerto, o hubiera salido corriendo, pero cuando una fuerza de
la naturaleza de ese tipo te atrapa y te arrastra hacia el dormitorio, no hay
nada que puedas hacer. Ni yo quería, porque me encontraba completamente
subyugado.
Aquello fue una
batalla. Y la perdí por todos los frentes. La perdía incluso cuando ella ejecutaba
ciertas actitudes de sumisión, como cuando, con esos labios teñidos de negro,
devoraba con ansia todo mi miembro, pero en realidad, la mayor parte de las
veces dominó ella. Lo hizo conforme me permitió devorar sus senos, lo hizo
conforme me obligó a recorrer con ansias mi lengua por todo su sexo, y también
cuando nos arañamos mutuamente la espalda, en su caso con garras que parecían
cuchillos. Me pude fijar de reojo en que, si bien las uñas de una mano lucían
de un tono rojo apasionado, las otras eran de colores variados, desde un azul
lapislázuli a un verde esmeralda, e incluso la del índice dibujaba un arcoíris.
Pero tampoco tuve demasiado tiempo para contemplarlas, porque cada postura
dejaba rápidamente paso a otra, en una carrera sin tregua ni compasión. Durante
el lapso de tiempo en el que ella se encontraba encima de mí, cabalgándome como
si fuera un potro de carreras, elevando los ojos cerrados al cielo y apretando
los dientes mientras me clavaba los dedos en los muslos, me dio tan sólo la brevísima
sensación de que (a pesar de toda aquella espectacular diferencia física) entre
la mujer que me había plantado delante de la puerta, y la otra que estaba allí
sacándome las fuerzas como un súcubo en su apogeo, había ciertos rasgos y
elementos en común… Pero no pude pensar mucho en ello, porque aquellos
estremecedores movimientos pélvicos me llevaron al éxtasis, y me vacié por
completo dentro de aquel volcán de deseo, quien me secundó al mismo tiempo con
un impactante grito de placer que provocó aún más terribles sacudidas. A pesar
de todo, todavía seguimos guerreando intensamente, amándonos hasta matarnos,
durante media hora más.
Al día siguiente,
estaba hecho polvo. Tanto, que no recordaba siquiera cómo había terminado la
noche después de aquella enorme confrontación de sensaciones. Era capaz de
rememorar perfectamente el tacto de sus glúteos, la visión de sus vértebras
reflejándose en las curvas de su espalda, el olor de su cuello, el dolor de sus
colmillos clavándose en mi oreja, el sabor de mi propia sangre sobre sus labios…
pero no tenía ni idea de cómo había acabado durmiendo en el sofá. Me levanté
algo aturullado y me desplacé hasta donde creía que estaba el dormitorio. La
puerta estaba cerrada. Golpeé un par de veces con delicadeza. Al ver que no
había respuesta, intenté girar el pomo, pero estaba cerrado con llave. Entonces
se deslizó, escurridizamente, una tarjeta por debajo de la puerta. Me agaché y
la miré.
Antigüedades Alexandria
Objetos inalcanzables.
Debajo había una dirección y un
teléfono. No obstante, aquello no me parecía ni mucho menos suficiente. Iba a
decir algo en tono enfadado, pero de repente me di cuenta de que ni siquiera
sabía el nombre de la o las mujeres que habitaban aquella casa. También me dije
a mí mismo que, después de todo, no era la primera vez que alguien, después de
una noche de pasión, no quiere volver a ver a su contrincante. Debía aceptar la
derrota deportivamente, aunque reconozco que me marché con una sensación
amarga. De hecho, recogí mis cosas rápidamente y ni siquiera le eché un ojo a
la casa, a pesar de que parecía interesante (con una amplia biblioteca,
multitud de objetos de aspecto antiguo y exótico, y una lámpara de techo con
apariencia de añeja). Pero, a pesar de todos estos pensamientos, un incómodo
comezón de intriga me ocupaba completamente el espacio situado entre la ropa y
la primera capa de piel, y cuando esto ocurre, uno no suele quedarse parado.
Así que ese día volví a mi casa,
dormí un par de horas, y luego me levanté como si llevara encima una resaca de
tres días. Para airearme, salí de casa. Y mis pasos me llevaron de manera casi
inconsciente a la dirección de aquella tienda de antigüedades. Que fuera fin de
semana no me preocupaba. De alguna manera, intuía que iba a estar abierta. No
podía imaginarme otra alternativa posible.
La dirección resultó llevarme a
una oscura galería comercial que parecía completamente abandonada, con casi
todos los negocios cerrados o directamente en estado de descomposición. Caminé
durante varios minutos por lo que parecía un viejo museo de negocios perdidos,
con marcas ya obsoletas o eslóganes que estuvieron de moda en épocas más que pretéritas.
Si en aquel momento hubiera aparecido un monstruo al otro lado de un oscuro
pasillo, lo cierto es que no me hubiera extrañado lo más mínimo. Pero me
encontré algo que incluso me impactó más, y era la propia tienda que estaba
buscando, aunque abierta.
No obstante, el que parecía el
único habitante de aquel refugio carente de luz y instrumento alguno para
limpiar el polvo me rehuyó con la mirada cuando llegué, y corrió (más bien
trotó lentamente, como un elefante viejo) a esconderse en lo que adiviné como
un escondite de viejos libros, relojes, lámparas de aceite, y objetos de
diversa clasificación, como una cucaracha huyendo de la luz para dirigirse a un
sótano donde puede entablar comunicación más cómodamente. El dueño de la tienda
(o eso supuse que era), un hombre anciano de cabellos grises y un pulcro bigote
que parecía encontrarse hablando siempre al cuello de su americana de
terciopelo rojo, sostenía una pipa en la mano mientras me literalmente
monologaba, y yo sólo podía intuir su rostro a través de los espejos antiguos,
pues siempre me daba la espalda.
-Perdone el hermetismo –indicó
él-, pero he de tener cuidado con la gente de la inmobiliaria. Pretenden
comprar mi negocio para terminar de derruir esto, por si no se derruye por sí
mismo, y transformarlo en un bloque de edificios. Pero yo sigo resistiendo pese
a todo, manteniendo este lugar en pie… Aunque, como quería indicarle antes de la
digresión, noto perfectamente que usted no es uno de ésos. Me lo dice su
mirada, su aire de curiosidad. Usted busca algo, ¿verdad?, y no sabe muy bien
cómo podré ayudarle. ¿Me pasa usted esa tarjeta? Ah, claro… Hacía muchísimo
tiempo que no veía una de éstas. Hace mucho que dejé de producirlas. Y esto
sólo puede provenir de una única persona… Usted viene a verme por ella,
¿verdad? Claro, cómo no. Todo adquiere sentido al final, siempre, si uno se
para a esperar un poco. Y eso va por mí pero, sobre todo, también va por usted.
El hombre se sentó en una amplia
mesa, pero que parecía diminuta al hallarse ocupada por altas columnas de libros.
Sacó uno de ellos de una de las columnatas y lo abrió, provocando una estampida
de (probablemente) una manada de seres invisibles, y también bastante polvo.
-Perdone también la falta de
espacio y el desorden… Los académicos que no nos resignamos a seguir las
directrices de la universidad tenemos que refugiarnos en este tipo de atalayas.
Claro que no me quejo: en ese antro de desconocimiento hay más polvo que aquí,
y además no dejan lugar para la alternativa “no oficial”, para las conclusiones
que no obran bajo consenso… Prefiero conservar la independencia en este lugar,
y atender de esa manera a cuestiones que uno no puede explorar de acuerdo a las
teorías estándares… Como lo que vivió usted anoche, ¿verdad?
Cerró el libro de improviso, no
sin dejar dentro de él un marcapáginas un par de segundos antes, y me miró por
encima de sus gafas de anteojos cuadrados:
-¿Bajo qué forma se le presentó
a usted?¿Doncella, madre, bruja?¿En qué momento se obró la transformación?
Le describí brevemente el
intenso encuentro que había tenido lugar aquella noche. Asintió con aire de un
buen confidente.
-Isis, sin duda. La hechichera
egipcia, capaz de todos los embrujos. O, más bien, una de sus múltiples
manifestaciones. Las representaciones de diosas no son ni mucho menos únicas. Y,
en gran medida, se adaptan a lo que el mundo espera de ellas. Como ocurre con
todos los dioses, después de todo.
Supongo que constató mi
expresión de incomprensión, así que el hombre prosiguió:
-No sabe usted la suerte que ha
tenido… o la maldición que le ha caído encima, depende de cómo lo mire. La
mujer con la que se encontró usted anoche, fue… Bueno, por decirlo brevemente,
es, por así decirlo “la mujer”. Espero que capte las comillas que hay alrededor
de mi definición. Quizá lo entienda mejor si le hablo desde el punto de vista
mitológico. En otro tiempo se la hubiera calificado como hada, una ninfa, una
sibila incluso… Ahora, simplemente, en este mundo tecnológico, todas estas
ideas son difíciles de clasificar, y por tanto no se clasifican. Lo que debe
usted entender es que la mujer que conoció usted anoche, antes de las doce de
la noche, no es distinta de la que se abalanzó sobre su cuerpo tan sólo unos
minutos después… Es sólo una de las caras con las que se muestra: hoy tiene una,
mañana tendrá otra, y así indefinidamente, hasta el fin de los tiempos. Le
resultará a usted complicado de creer que un hecho como éste no sea conocido por
el gran público, pero es que para este espécimen en concreto, es fácil ocultarse
mediante la táctica de hacerse pasar por personas distintas. Tan sólo es
posible apercibirse de que todas esas mujeres son la misma persona cuando se pasa
mucho tiempo y en estado muy íntimo con ellas –o ella, mejor dicho. De hecho,
la primera vez que alguien lo notó, se quedó tan sorprendido con esa individua
que le permitió pasar en su palacio mil y una noches seguidas. Supongo que le
sonará a usted el nombre de Sherezade…
>>No, no me mire así, con
esa cara de enajenación mental transitoria. Usted mismo lo ha visto, ¿es que
otra explicación alternativa le parecería más convincente? Entiendo su
confusión, pero entienda usted también que nuestra común amiga, no obstante, es
la más perjudicada de todos. Su vida ha transcurrido en un albur caótico y
perdido en el que jamás ha podido conservar por mucho tiempo nada, incluyendo
hogar, ocupación o amigos. Ahora mismo es más sencillo, porque, gracias a las
ventajas de este mundo moderno, puede permanecer toda la vida encerrada en su
casa y ser capaz de subsistir a través de relatos sobre su vida por los que
cobra para que sean difundidos por Internet… pero ha tenido una existencia muy
ajetreada a lo largo de los siglos. Y ya está cansada de la maldición. El mayor
problema es que, para superar la misma, la única manera es que alguien
permanezca con ella el suficiente tiempo para contemplar… bueno, no diré la
totalidad de sus transformaciones, pues son infinitas, pero sí al menos una
versión de cada ella. Hay poca gente dispuesta a hacer eso. Y no voy a ser yo
precisamente quien se lo recomiende a usted.
>>Usted tiene pinta de ser
un hombre conocedor de la vida y de sus entresijos. ¿Sabe lo que es aguantar a
la misma persona, día tras día, en la convivencia de una pareja? Imagínese los
cambios de humor, las crisis pasajeras… Y ahora imagíneselo multiplicado por
mil, por cada personalidad modificada, por cada versión inestable… Un día será
la persona más afable del mundo; otro, un ser de terrible carácter que no le
querrá ni ver… Habrá días que roce la ninfomanía, y otras que odie a todos los
hombres. Y más todavía por tratarse de una mujer… No me entienda mal, no es un
comentario misógino, admiro precisamente la enorme variedad de las mujeres.
Pero, precisamente, en este caso, es lo que lo hace más difícil. En el caso de
los hombres, el número de tipos humanos es bastante más reducido. Si duda usted
lo que digo, no tiene nada más que entrar en un estadio de fútbol. Aún así,
dicen también que, si Sherezade (vamos a llamarla así por comodid, ¿quiere?)
encontrara a su equivalente en hombre, también viviría en paz. Otros opinan, en
cambio, que ambos se matarían. Nadie ha tenido la oportunidad de realizar el
experimento para comprobarlo.
>>En fin, amigo, que usted
decide su futuro. Puede usted marcharse y nadie se lo reprocharía: seguro que
es lo que ella espera que usted haga. Pero piense también que ella le ha pasado
mi dirección, es decir, que, de alguna manera, le ha transmitido usted la
suficiente confianza para querer continuar un poquito más. Para alguien tan
frágil como ella, es difícil abrirse de esta manera. Y no se crea que por la
multiplicidad de variaciones de personalidad y físicas dejará a usted de
reconocerle; los más antiguos teólogos ya llegaron a la conclusión de que la
mente y el alma son inalterables y únicos, a diferencia de los componentes que
los envuelven. Pero al final lo sorprendente no es encontrarse al ejemplar
excepcional, como ha hecho usted, sino al individuo que se atreve a no dejarse
guiar por el miedo y asomarse a la boca del lobo para averiguar más. Y ahora es
cuando nos preguntamos de qué pasta está hecho usted.
-¿Y tú, en ese momento, qué
hiciste?-le pregunté a Rodríguez, obnubilado.
Rodríguez
pareció meditar. Había un profundo peso en sus ojos.
-Yo me
quejaba de que faltaba sorpresa en mi vida… Y precisamente me encuentro con esto.
Aunque tal vez sea demasiado…
Rodríguez
no me lo comentó. Pero por su mente pasaban en esos momentos imágenes que creía
lejanas. Él duchándose, un día cualquiera por la mañana, escuchar abrirse la
puerta del cuarto y pensar que era Sonia que había ido a realizar cualquier
acto de aseo. Y entonces se abre la puerta de ducha y, antes de que pueda decir
nada, se encuentra con una memorable escena de sexo oral. Echaba de menos que
ese tipo de imágenes no pudieran repetirse. Se suponía que “la mujer” podía
transformarse en múltiples versiones femeninas posibles. ¿Habría alguna
parecida a Sonia, entre todas ellas?
-¿Sabes?,
le he dejado una nota debajo de la puerta –me contestó-. Le he dicho de quedar
esta noche en el mismo bar. Quiero ver que es lo que ocurre. Y entonces
decidiré.
Yo me
quedé sorprendido. Tanto, que no pude evitar preguntarle a Rodríguez si podía
acompañarle y, más adelante, retirarme para contemplarle discretamente. Él
esperó fuera del bar, a la puerta. Del callejón, surgió una mujer…
A pesar
de que no se parecía en nada a aquella que yo vi con Rodríguez aquella noche,
pude reconocerla en seguida. Giré la vista hacia Rodríguez. Por primera vez en
mucho tiempo, adiviné dibujada en su rostro una mirada de expectación.
Hay a
quien le gusta ganar, y hay a quien le gusta el juego. Y cada uno le gusta uno
distinto. Creo que Rodríguez había encontrado el suyo.
¿CONTINUARÁ?...
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