lunes, 21 de enero de 2019

El relato de enero: "Naga"


Naga

Dedicado a Cristina Gutiérrez Vázquez, que tuvo la primera y mejor idea

Todas las mañanas me levanto. Asciendo con parsimonia entre la oscuridad y elevo mi cabeza hasta ocasionar la apertura de la cesta, la cual algunas denominan, simplemente, entre reverenciales cuchicheos, “la caja”. Accedo al mundo exterior. El sol me ciega durante unos instantes. Pero a pesar de ello, me incorporo, conozco de sobra cuál es mi papel. No es necesario que mi amo desplace el pungi con delicadeza de un lado a otro, ni tampoco que golpetee rítmicamente el suelo produciendo vibraciones con los pies. Yo sería capaz de reproducir la ceremonia de memoria, de tantas veces como la hemos ejecutado; domino cada uno de los detalles a la perfección. No preciso el innecesario sonido de la música de esa flauta especial, elaborada a partir de una calabaza, ya que carezco de oídos con los que pueda apreciarla. Tampoco ha tenido necesidad jamás mi amo de dejarme atontada, matándome lentamente de hambre o sumergiéndome con brusquedad en agua helada, ni ha recurrido a despistarme con falsas señales olfativas o mediante la mezquina administración de narcóticos. Ni lo ha hecho, ni lo hubiera requerido, ni le hará falta jamás. Porque incluso si cualquiera de los múltiples pasos que conforman mi número fallara, le sería muy sencillo conseguir que me irguiera como lo estoy haciendo ahora mismo, desplegando mi capucha, elevando todo mi cuerpo, expresándome en mi absoluta gloria y magisterio, expulsando un agudo siseo que encogiera a los aldeanos de terror. Sólo tendría que pedírmelo…
                Y eso es porque yo a mi dueño le amo.
                Claro que él también mantiene una relación muy especial conmigo. El sentimiento, como cabe decirse, por extraño que resulte hablando de humanos o de ofidios-o de ambos combinados-, es mutuo. Porque él y yo tenemos cuentas pendientes. Si yo jamás pensé en hacerle daño, de tal forma que mi amo nunca tuvo que guardar la distancia de seguridad típica, él tampoco me trató mal en ningún instante. Sabíamos desde el principio que no era así como nuestra relación iba a funcionar.
                Quizás en este punto deba describir a mi dueño. No guarda semejanza con los típicos sapwallas que caminan casi desnudos, envueltos en serpientes que suelen utilizar como cinturón, bandolera o debajo del turbante, que tocan la gaita y portan sacos repletos de nagas a las que enfrentan entre ellas, mientras practican trucos de magia en los que fingen colocar un pelo sobre el hombro de unos espectadores, cabello el cual, cubierto por una tela, acaba por transmutarse por artes mágicas en una serpiente, provocando una sonrisa que deja al descubierto sus fauces desdentadas, el pánico en la mirada del cliente azorado, o una carcajada en la concurrencia general. En apariencia, el hombre en el que he confiado mi vida no tiene nada de especial: enclenque, desgarbado, de mejillas hundidas, moreno al igual que los de su raza pero de una manera distinta, entre macilento y parcheado, como si en un rostro enfermo hubieran tiznado determinadas secciones con un trozo de carbón. De ojos titilantes y mirada frágil, no transmite la sensación de ser alguien que mantiene el control, más bien al revés: vence la impresión generalizada de que el mundo conspirará en un futuro cercano para sobrepasarle, como si no se encontrara a gusto por debajo de su piel –y, por tanto, estuviera deseando arrancársela de cuajo-. Y, antes de conocerme, esto, en puridad, era así. Los cambistas trataban un día sí y otro también de estafarle; los magos y faquires que pugnan por un puesto en la plaza, de arrebatarle el espacio por el que ha peleado con tanto tesón. Pero todo ha cambiado desde que los demás han comprobado lo que puede hacer conmigo. Sin él saber cómo (quizás por ello no suele ostentar un aire engreído a causa de esta circunstancia), se ha ganado su respeto. Está claro que hemos establecido un enlace muy íntimo. Un puente muy especial.
                De hecho, sólo hace falta vernos mientras nos tocamos. Él me recorre con sus manos, en un masaje que –oh, dioses- no debería terminar nunca. Yo le rodeo en una espiral infinita mientras nuestras bocas se tocan, en lo que él considera cariñosos mimitos para su mascota y sustento, y en cambio para mí supone un orgasmo continuo, un dulce manjar. Ojalá yo tuviera pechos, y carnosos labios, o por el contrario él un cuerpo como el mío, para que nuestras formas armónicamente se ensamblasen. Me da que yo le idolatro mucho más que él lo hace en el sentido opuesto, pero en fin, ¿qué relación no es un poco asimétrica? Por desgracia, el azar de nuestra biología impide que nos podamos complementar, en lo que significaría para mí el supremo éxtasis. Como compensación, en cada función, sobre el escenario, tenemos la oportunidad de desplegar nuestra erótica danza, una coreografía en el que nos compenetramos de manera sincrónica. ¿No dicen que el baile es el mejor preludio del sexo? Pues de ese deleite sustitutorio, hasta el máximo pienso gozar.
                En este planeta siempre cambiante, una colaboración así se valora mucho. Otros encantadores de serpientes se han sentido atraídos por ella, y mi amo envidiado a causa de mí. Le han ofrecido, como contrapartida en pago por mi cuerpo, cantidades ingentes de dinero. Él ha rechazado siempre las ofertas: dice que sería una estafa, porque este acuerdo que mantenemos no se establecería con ningún otro. La gente se pregunta cómo es posible.
                Ya han comenzado los rumores. Porque hay muchos que esgrimen que algunos animales pudieron haber sido humanos en una reencarnación anterior, durante otra vida que conseguimos habitar…

                El hombre abre los ojos.
                Le cuesta acostumbrarse. Antes tenía los párpados invariablemente cerrados. O en todo caso no los usaba, como si sólo escrutase su propio interior. Pero ahora debe huir de su guarida, relacionarse con el mundo, instruirse. Sólo su interacción con lo que encuentre a partir de ahora le permitirá sobrevivir.
                Sale allá afuera. Se tropieza con una región boscosa, de abundante follaje. Un vergel. Un sitio donde debe de abundar el agua, a poco que se ponga a buscar uno. El hombre encara lo alto del cielo. Ahora luce despejado, pero se aproximan nubes que indican que, más tarde o más temprano, algo tendrá que propiciar que estas plantas continúen creciendo verdes. Es necesario por tanto construirse un refugio.
                Prueba con cañas, con el reconfortante barro dentro del cual estaría deseando introducirse para vivir más fresco, también con pequeños troncos de bambú. En el futuro, a partir de madera más dura, o quizás de piedra, podrá elaborar un machete, pero ese logro conlleva tiempo, necesita de momento esperar. En el interin, estas actividades le han dado hambre. Como si hasta entonces no hubiera existido, a continuación de ese pensamiento escucha un trino. Alza la vista, y al mismo tiempo dobla el resto de su cuerpo para recoger una piedra.
                El ave exhibe vivos colores y un lustroso plumaje. Se manifiesta vivaracha, buscando con ansia a una hembra a la que conquistar. Tan concentrada se halla en su canto, que ni siquiera ve venir al hombre. Y sin embargo, su melodía reproduce un tono desesperado. Una especie de “no me mates, no me mates”, histérico y afligido, emitido por alguien a quien mantuviéramos secuestrado. Y que al mismo tiempo nos recuerda al familiar que más hemos amado, como si fuera su propia vida la que fuéramos a segar.
                La piedra acierta de lleno, de tal modo que apenas interrumpe la progresión ordenada del canto. No hubiera salido mejor si el compositor hubiera decidido terminar la sinfonía en un alto. El hombre se arrodilla para recoger al ave. Ya medita cómo formará parte de una suculenta cena.
                <<Nunca me han gustado los pájaros>>, se dice, mientras la comienza a desplumar.

                Mis ojos otean, siempre avizores. Es verdad que a las serpientes no se nos da muy bien vislumbrar objetos con claridad, pero no tenemos problemas en detectar movimiento. A través de nuestros párpados transparentes, que nos permiten atisbar en derredor pese de hallarse siempre bajados, somos capaces de percibir aquello que necesitamos o que puede hacernos daño. Es una dicotomía sin ambages. Por mucho que se empeñen los humanos, es esta sencillez la que garantiza que podamos sobrevivir un día más.
                Una serpiente es algo básico. Una estructura lineal, unidimensional, reducida al mínimo. Hasta hemos eliminado las extremidades, de las que sólo quedan vestigios, en aras de una mayor funcionalidad. ¿Quién dijo que lo más complejo era lo más evolucionado?¿Quién dijo que la adaptación no radicaba en la simplicidad? El resto de nuestro propio organismo ha tenido que adaptarse a ello. Lo que no se amoldaba era desechado. Hasta nuestros órganos internos se han vuelto lineales. Los dos pulmones no cabían, así que uno de ellos se echó a un lado, y prácticamente se atrofió. El resto de nuestras vísceras se han convertido en entes acanalados y alargados. De la misma manera, eso se ha trasladado al comportamiento. Comer o ser comido. Atacar o ser atacado. Adelante o atrás. No tiene más.
                ¿Las cosas pequeñas? Se comen, obviamente. No hay nada más digestivo que un diminuto ratón agitándose impotente e ingenuo a lo largo de mi garganta por la mañana. ¿Las cosas grandes? Se engullen con precaución. Como he dicho, todo se reduce a un término unilateral. No vemos lo largo que pueda ser un bicho, sólo lo alto que es. Y aunque sea alto, podemos comérnoslo (esa articulación de nuestra mandíbula, tan flexible), siempre que no sea demasiado grande respecto a su otra dimensión. Por poner un ejemplo, ¿niños?, sí, somos capaces de devorarlos. ¿Elefantes? Nunca lo he probado, pero con tiempo suficiente para la digestión… Humanos adultos, en cambio, no, a causa de los hombros. Una prima mía en segundo grado lo intentó con un humano que la atacó en la selva, y tuvo que abandonarlo a mitad del intento, vomitando la cabeza que ya había recorrido un cierto espacio a lo largo de su longitud. Vale que las serpientes no tenemos mucha empatía ni demasiado instinto familiar, pero pensar que algo así le pueda suceder a un semejante, hasta a mí me ha causado mal.
                Y luego están los seres que te comen. Por ejemplo, las aves. Como he dicho, los seres humanos tienen tendencia  a complicarlo todo. Hay una absurda historia mitológica que se cuenta, aquí en la India, sobre cómo las aves y las serpientes nos comenzamos a odiar. Tiene que ver con dos hermanas, una de las cuales quería tener muchos hijos (y se convirtió en madre de serpientes) y con el dios Garuda, protector de las aves y que lleva a sus espaldas a Visnú. Pero como he dicho, las cosas son mucho menos retorcidas. Les tenemos miedo porque ellas vuelan, y el aire no es nuestro elemento. Nos sentimos incómodas flotando por ahí. Hasta cuando alzamos la cabeza, tenemos un par de secciones de nuestro cuerpo firmemente ancladas en el suelo. Por eso, unos cuantos centímetros hacia arriba, las puñeteras aves tienen todas las de ganar. Es por ello por lo que no nos soportamos. Y luego está un caso especial. Es el de las mangostas.
                Nadie sabe cómo surgió la pelea. Llevamos combatiendo millones de años, y ahí sigue. En el Sudeste Asiático, hay incluso quien aprovecha la contienda como atracción turística. Ponen a luchar a una mangosta contra una de nosotras, pero la lucha es desigual. La mangosta siempre gana. La superioridad del cerebro mamífero frente al reptiliano y mierdas de ésas, o la capacidad de prever los movimientos del otro a través de la empatía, afirman algunos. Si empatía es alegrarte al ver cómo machacan –por no pertenecer a tu misma clasificación biológica, como si humanos y mangostas compartieran mantel y cobijo- a una pobre serpiente, entonces, desde luego, no es precisamente empatía de lo que los seres humanos disfrutan en exceso. Y menos todavía cuando, para ahorrar, a la pobre y ensangrentada serpiente la enrollan y la envuelven en un trapo para emplearla en futuras batallas, así hasta que la mangosta la termine de reventar. Yo nunca lo he sufrido, pero me da pavor con sólo pensarlo. Por eso permanezco atenta a esa nueva cesta que mi amo ha traído hasta acá.
                No sé qué es, ni qué contiene. Hay algo en el olor que me despista. Sé que la vida para los encantadores de serpientes es complicada desde que han implantado leyes que pretenden acabar con el oficio. La competencia es feroz y, como dice mi dueño, la gente ya no se impresiona como antes, así que hay que regalarles nuevos espectáculos. Sé que ha adquirido un animal distinto de alguna parte, desconozco de dónde. Por cuchicheos de vecinos, he creído oír que lo había obtenido a partir de un colega de profesión que, además, era mujer -¡Alá no permita eso!, se persignan horrorizados los otros encantadores-. Pero ésa es otra historia y serán otros los que habrán de indagar sobre ello en otra ocasión.
                A mí lo que me da pánico es que se haya podido traer una mangosta. Aunque, ya puestos, cualquier otra especie tampoco resultaría de mi agrado.
                Salvo con mi amo, las relaciones con otros seres han acabado siempre por trastocarse…

               
                Con el tiempo, el hombre se adaptó a aquel ambiente. Había fabricado un arco y sus correspondientes flechas, una honda, una jabalina, y las aplicaba según la necesidad. Si algo le daba miedo era la llegada del invierno. ¿Qué pasaría cuando los animales hibernaran?¿Qué era lo que podría entonces cazar?
                Mientras meditaba sobre este problema (en un lugar donde cada vez se escuchaban menos sonidos de pájaros), divisó agitación en el claro situado a la salida del bosque. Intrigado por lo que especulaba más que por lo que estaba seguro, se desplazó hacia allá, agazapado, tratando de confundirse con el medio, acarreando varias de sus armas.
                Cuando se acercó más, la vio. Y ella le vio a él. Y no sabrían decir cuál de los dos impactóse en mayor medida. En un primer momento, el hombre pensó en seguir portando las armas, pero cuando quedó claro que la otra criatura no pretendía hacerle daño, se decidió a arrojarlas hacia un lado, quedándose por completo desnudo, como se hallaba ella. Sus pasos les acercaron hasta reunirles. A pocos metros el uno del otro, se estudiaron, analizaron intenciones mutuas y, sobre todo, se olieron. Ambos quedaron embriagados con el perfume de los genitales del contrario. No transcurrió mucho tiempo antes de que se tocaran. Un leve roce del dedo encima del brazo. Se erizaron ambos lados de la piel.
                Ella le palpó la superficie del abdomen. Con la mano en su vientre, habló. Hasta entonces, él ni siquiera sabía si compartían el mismo idioma.
                -Tienes la piel húmeda y fría, como cuarteada... ¿Qué clase de ser eres?
                No aguardó la respuesta. Casi pronunció en voz alta, aunque ahogó el mensaje en su seno, una frase que quedó dibujada en sus labios: “¿Y de qué clase soy yo?”.
                Él, como toda respuesta, tocó con delicadeza una de sus caderas. Tenía la carne tan de gallina como él mismo.
                A los pocos minutos, ya estaban tumbados sobre la hierba, resollando, tratando de insertar órganos que no controlaban en agujeros que desconocían, palpándose y relamiéndose como si tuvieran que arrancarle la piel al oponente porque en breve iban a despojarles de la suya propia. Se notaba que ella tenía más experiencia que él (quizás no fuera la primera vez), o como mínimo que sabía mejor cómo funcionaban las cosas: guió su miembro enhiesto hasta ensartarlo dentro de ella, y gritó desaforadamente conforme éste se frotaba, turgente y repetitivo, contra su clítoris.
                Terminaron ambos exhaustos, cubiertos de pegajoso líquido, con los cuerpos tan inertes que daba la impresión de que una tormenta de lluvia y barro y fluidos vaginales les había pasado por encima, y de paso había remolcado a una manada de elefantes que a lo largo de sus cuerpos había tenido que rodar. En medio de esa pereza extrema que sucede al coito, ella giró la cabeza para analizar con detenimiento un pene que reposaba exánime, como una lanza recién abandonada.
                -Es curiosa la similitud que tiene con una serpiente.
                Las palabras sonaron secas después de la conflagración. Todavía con la saliva pastosa en la boca, el hombre se afanó en responder:
                -Ya que mencionas a las serpientes, he de decirte…
                Pero no le dio tiempo a terminar porque, antes de acabar la frase, ella ya tenía su miembro en la boca. El escalofrío que le recorrió la espalda le agarrotó la misma e interrumpió el gemido en las cuerdas vocales.
                Los siguientes días se pasaron haciéndolo a todas horas. De tan ocupados que estaban, hasta los precavidos pájaros le perdieron el miedo al lugar.
                Compartieron espacio de manera espontánea. A los pocos días, ella ya estaba empezando a plantar semillas…

                ¿Sabéis eso que dicen, en estética como en el arte, que “menos es más”? En la India, eso no se considera así. Más es más. Siempre. El vestido que engalana a uno cualquiera de los invitados supera en barroquismo y exuberancia al que pueda llevar la novia en la mayor parte de las celebraciones del mundo. Colorido, mística, ambientación. Ahora imagínense eso mismo aplicado a un espectáculo de supuesto origen milenario. Y, sin embargo, para mí lo más fascinante es visualizar a la multitud. Allí da igual ricos que pobres, castas de guerreros o parias, todos asisten hipnotizados para observar el humo tornasolado y el filo cortante de las espadas. Mi amo ha preparado una gran exhibición y, mientras tanto, yo, aun lado, con vistas sólo a lo que un espacio entre los mimbres de mi cesta permite intuir de manera parcial. Tanta expectación, parece mentira, por un encantador de serpientes. Todavía me sigo quedando alelada al comprobar la magnificación con la que tratan los seres humanos a  nuestra especie, tanto para el amor como para el odio. Lo cierto es que llevamos tiempo formando parte de sus tradiciones y leyendas. De hecho, no siempre como peligrosas –como si la mayor parte de mis compañeras no fueran por completo inofensivas-. Lo que es más, a las serpientes, debido a nuestra capacidad de localizar con facilidad el agua, y también a las propiedades medicinales de algunos de nuestros (las que lo poseemos) venenos, se nos ha asociado siempre con la salud, con la vida, con el eterno retorno y los ciclos naturales, simbolizados por el círculo que somos capaces de formar. En el Sudeste Asiático, nuestra efigie engalana palacios reales, así como templos hindúes y budistas; una silueta de ofidio domina los grabados que representan la leyenda del Batido del Océano de Leche, a partir del cual se generaron alguno de los componentes más fundamentales del cosmos. En Egipto, una serpiente retrasa la barca solar para permitir que llegue la noche, pues la pérdida de luz es tan necesaria como el día, igual que, para el equilibrio del universo, la creación debe venir acompañada de una destrucción proporcional; por eso quizás también acompañemos de tantas maneras distintas al dios Siva, tercer componente de la sagrada tríada del hinduismo, garante de la muerte y del cataclismo reestructurador. De hecho, los hindúes consideran sacrílego acabar con una serpiente, y se alejan de aquellos que osan hacerlo, mientras que los musulmanes, en cambio, lo que ocurre es que no se atreven, pues dicen que nosotras siempre vivimos en pareja y que, si una de nosotras muere, su compañera (no importa lo lejos que esté el asesino), le buscará y perseguirá hasta matarle. Quizás por eso se celebre en tantas ciudades un festival dedicado a nosotras donde, a pesar de conmemorar la muerte por parte del héroe Kirsah de una pitón, se nos proporciona de beber leche hasta hartarnos, para luego liberarnos sin mayor negociación. Y luego, otras muchas historias: de hombres-serpientes, de niños perdidos en la jungla, de reencarnaciones anteriores en las cuales se aprecian pequeños detalles que indican a qué clase de reptil nos vamos a transfigurar. Pero la gente sólo se queda con lo malo: sangre y dolor, Satán y ponzoña, tragar polvo y arrastrarse por la tierra. En Delhi, se cuenta la historia de Anang-Pal, un gobernante que construyó un gran clavo de hierro que ensartó en las entrañas de la tierra para atrapar a la gigantesca Sechnaga, la cual porta el mundo sobre sus hombros, pero cuando lo extrajo temporalmente para enseñarle a sus incrédulos consejeros la sangre al final del clavo, el pérfido monstruo se escapó y desde entonces anda por ahí, bajo tierra, esparciendo el pecado por el mundo. “Serpiente” se emplea como insulto, como resumen de las peores cualidades, como forma de culminar una maldición o de incitar a una pelea. Y un enfrentamiento es lo que esta muchedumbre -que incluye a desheredados, de extremidades afectadas por la polio, que casi no son capaces de transportarse a ellos mismos- ha venido a disfrutar. El retumbar de sus pasos agitados, mientras mi amo despliega las fanfarrias, vibra en cada milímetro de mis escamas.
                Atiendo a la cesta, la otra, donde se asienta mi rival. Ahora mis narices, en un inicio despistadas, son capaces de discernir ese ovillo de misterio que antes no desenmarañaba; el espécimen que ha arribado es otra serpiente, pero una distinta, cuya fragancia no habían aspirado mis fosas nasales aún. Espero que no sea una de esas especies malditas que vienen del corazón de África y a la que denominan mamba, con una velocidad endiablada a la que nadie puede superar; o la poderosa Bitis, con uno de los venenos más letales del mundo. Ansío que no se trate de una de las estranguladoras, cuya actitud por lo general no aguanto. Pero entonces, el rugido estrepitoso de la multitud, reflejado en su traqueteo de pies, me indica justamente aquello de lo que no me he podido percatar. Pego el ojo al agujero de la cesta, y siento un temblor. Casi puedo oírlo a pesar de faltarme las orejas. Y me pregunto qué descerebrado le ha quitado el cascabel al gato.
                Debí de habérmelo imaginado. Algo tan exótico, tan desconocido como para sorprender al gran público, tan artefactuado, sólo podía provenir del Nuevo Mundo. Observo sus deslizar sinuoso, su cadencia y, sobre todo, escucho el estremecimiento silente de la multitud nada más enmudece para admirar esos dos maravillosos colmillos que, como agujas hipodérmicas, la serpiente de cascabel tiene carácter suficiente para clavar. Ésa es la hija de mil lunas con la que me toca convivir a partir de ahora, con la que habré de disputarme el amor de mi amo.
                Y el caso es que no será la primera vez en que otra serpiente me complica de manera retorcida la vida.
               
                Él lo miraba furioso. Al árbol donde se ocultaba algo. Y la chica sabía que no consistía en un pájaro. Pero no tenía una idea muy clara de qué era. Aunque no tuvo que esperar mucho tiempo, porque él estaba deseando confesárselo.
                -Ahí hay una colmena. Me gustaría hacer algo con ella. No sólo quitarle la miel a las abejas. Si consiguiéramos, de alguna manera, que trabajaran para nosotros, sería fantástico. Podríamos tener suministro de miel durante todo el año. Pero hay algo que me lo impide.
                Señaló hacia la rama más alta del árbol.
                -Ella –apuntó.
                La muchacha escudriñó entre la espesura. Era casi indistinguible merced a su poder de camuflaje; aun con todo, divisó dos brillantes e intensos ojos dorados.
                -Me da que piensa que es su árbol –expuso la joven aquellas palabras que estaban escribiéndose en el aire.
                El chico negó con la cabeza.
                -Eso es lo que ella cree. Pero lo creerá por poco tiempo.
                La mujer levantó una ceja.
                ¿Por qué tenía –su voz interior se expresó con ironía- la persistente sensación de que aquello iba a concluir fatal?

                Mi amo se ha vuelto loco. He estado escuchando cómo le comentaba a un compañero que quería ponernos a la nueva serpiente y a mí a aparearnos. Dice, ¡insensato de él!, que sería genial obtener una serpiente o, mejor, un grupo de ellas, que fueran una combinación entre cobra y cascabel. Aparte de que no estoy segura de si la biología lo permite, creo que no tiene ni idea de que las relaciones entre animales pueden ser tan intrincadas e indescifrables (por no decir más) como entre los humanos. A las serpientes se nos dice frías, insensibles, incapaces de amar: nos reprochan nuestro escaso instinto maternal, sin tener en cuenta que varias de las mías protegen a sus crías durante las dos primeras semanas, cuando son demasiado débiles para sobrevivir por sí mismas. No comprenden el enorme sacrificio que supone, para nosotras (tan indefensas, a pesar de nuestros mecanismos de protección; tan fácilmente pisoteables; tan maltratadas por humanos y otros poderosos animales), el invertir nuestros escasos recursos en procrear, engendrar, y encima salvaguardar a unos pequeños seres que han que aprender, cuanto antes, que si no sabes valerte por ti mismo no tendrás ningún futuro en este oscuro mundo. Ésa es la gran lección de la vida y, cuanto antes la aprendan, mucho mejor. Sin embargo, las reacciones entre nosotras, y también con otros animales son, como entre dos entes cualesquiera, impredecibles. Un libro comentaba la historia de un ratoncillo –por lo normal, deliciosa y nutritiva cena- que se coló entre un grupo de serpientes en un zoo, y que éstas adoptaron como una especie de mascota. No sé si esa historia será fiable, pues nosotras no poseemos esa estúpida propensión de los mamíferos a proteger (al menos de vez en cuando) a las crías de otras especies. Pero, como digo, las consecuencias de ciertas interacciones no son matemáticamente calculables. Sólo así se explica la de niños que duermen plácidamente con serpientes durante años y cómo éstas, un día, los deciden estrangular. Hay cosas que ni nosotras mismas entendemos, pues no le ha sido concedido a nuestra naturaleza asimilarlas. A los humanos también les pasa, otra cosa es que no deseen aceptarlo. Se explica igual de mal el insensato y cautivo amor de las personas por los gatos, el hecho de que una gata hembra en celo pueda sentirse atraída por un macho humano, o la idolatría que manifiesto por mi amo a pesar de esta bárbara idea que se le ha ocurrido alumbrar. Si tuviera voz y lenguaje, como las serpientes de los cuentos, si pudiera hechizarle con mis pupilas verticales, le recordaría aquella historia sobre un califa que murió y dejó dos herederos, ambos de la edad de un cachorro. El previsor visir, visionario, visualizó una serie de batallas interminables para decidir el poder, y decidió que sólo uno de los bebés debería sobrevivir. Para ello, colocó a cada infante en un extremo de una habitación, y a una serpiente en el centro. Dejarían al animal libre diez minutos, y el niño que saliera indemne sería el vencedor (si a la serpiente no le daba tiempo a atacar en tan escueto rato, lo echarían a suertes y entregarían al verdugo al bebé desafortunado). Cuando abrieron la puerta, se encontraron con que ambos herederos estaban muertos: como consecuencia, se perdió el reino. Es lo que supone jugar a aprendiz de brujo.
                Además, incluso aunque se alineara la mejor de las circunstancias, dudo mucho que yo fuera capaz de dejar que me follara esa serpiente, por llamarla de alguna forma. Hasta ahora no ha ocurrido nada grave entre nosotras, pero es verdad que hemos mantenido una respetable distancia prudencial. Tenemos claro que nuestro oponente se encuentra como el número uno en nuestra lista de enemigos, y por eso intentamos evitar las circunstancias –a pesar del empeño de nuestro amo- en las que nos podamos cruzar. No se trata sólo del amor por nuestro dueño, qué va. Ojalá fuera eso: al menos significaría que la otra serpiente es capaz de amar. Pero dudo que tenga capacidad de ello, esa… víbora sería la palabra humana, pero no es la apropiada. Yo la definiría de otra manera: esa criatura antinatural. Hay seres que no constituyen lo que les tocaba ser porque les impulsa, desde detrás, el eco de oscuras reencarnaciones. Los occidentales se equivocan cuando creen menos que preconizan aquello de que, en el ciclo de la muerte y la vida hinduista, ascendemos a un nivel superior cuando nos <<portamos bien>>, como si de los mandamientos cristianos se tratase. ¿Qué significa “portarse bien” para una serpiente?¿Dejar de comer ratones?¿Ser piadosa con los pobres? Una buena serpiente es aquella que se comporta como lo hacen las serpientes. Pero en el caso de ésta que acaba de llegar, no lo hace porque carga consigo el alma de una existencia previa que le ha dejado cicatrices marcadas. Por tanto, su comportamiento será errático, cuanto menos. En contra de la esencia de su raza, con certeza. Nunca ha pertenecido a mi clan.
                Sólo espero que mi amo se dé cuenta antes de que sea demasiado tarde.

                Hace un día ventoso, desapacible. Las nubes grises invaden lo que hasta hace unos segundos era el firmamento estrellado, y ahora no dejan entrar al sol al lugar. El aire está cargado de electricidad estática. Pero la mujer sabe que el aroma que se respira no es de tormenta meteorológica, sino una de personalidades. De esás donde los rayos más destructivos se tienden a descargar.
                -Vamos –le instó la mujer-. Ni siquiera sabes cómo te conseguirías manejar con la colmena, incluso aunque la tuvieras a mano. Lo más seguro es que las abejas te picaran desde la cabeza hasta los tobillos y terminaras tan hinchado como…
No se le ocurría ninguna analogía.
-En definitiva, que no lo hagas.
                Pero para el hombre no había razones, ni precauciones, ni cálculos previos. Sólo sabe que existe un obstáculo entre él y lo que anda convencido, en su cabeza, que va a suponer su gran éxito, y por tanto ese estorbo ha de ser eliminado. Así que hoy ha decidido erradicar a la serpiente.
                En medio de la humedad del ambiente, del viento que ulula, arroja unas flechas. No sirve de nada. Va a tener que acercarse más.
                Es el momento de agarrar su lanza.

                Mi amo ha decidido que, dado que la “nueva” no ha mostrado el más mínimo interés en procrear conmigo, la única manera de ponernos en contacto va a ser organizar directamente un espectáculo conjunto. En el fondo, lo está deseando hacer, porque sabe que a la gente le entusiasmará, pero no está muy seguro de cómo vamos a reaccionar ambas. Sin embargo, se siente tan seguro de sí mismo, después de lo bien que le ha ido conmigo, que ni siquiera adopta la precaución, como practican otros encantadores, como ha hecho él en ocasiones anteriores, de quitarle los colmillos a la cascabel. Sabe que, sin ellos, el espectáculo perdería la mitad de su fuerza, a pesar de que la mayor parte del tiempo esos dientes provistos de veneno se hallen combados hacia adentro para evitar que la propia serpiente se haga daño a sí misma. Aún así, con las cámaras fotográficas que hay hoy en día, la gente es capaz de tomar imágenes muy buenas, y podrían captar que los colmillos no están, restándole buena parte del morbo; y, por tanto, protestarán, la diversión. La otra opción sería entrenar a la recién llegada para que le mordiera su brazo, engastado en un protector de plata, que le rompiera repetidamente los colmillos, hasta que ésta se convenciera de que la estrategia es inútil (tarea que requeriría un plazo de tiempo muy largo del que ahora no disponemos) o como, como último recurso, emplear un método alternativo para quitarle el veneno, pero éstas salen muy caras y, en los países muy pobres, lo de “seguridad garantizada” es motivo de risión.
                Mi amo prepara el espectáculo con esmero. Sabe que el secreto está en los detalles. Que los gestos y movimientos se combinen con los sonidos y sucesos en el momento adecuado. Dispone las alfombras y los cojines de manera primorosa. A mí, como me ve inquieta, me acaricia a lo largo de la espalda y luego me encierra dentro de “la caja” con delicadeza, plantando una piedra encima que me impide escapar.
                Por tanto, lo único que puedo hacer es golpear repetidamente con la cabeza contra la tapa de la cesta cuando observo que la serpiente de cascabel ha encontrado un modo de salir de su receptáculo y se dirige hacia mi amo, que no ve nada, por detrás…

                El hombre se dirige con ímpetu al árbol. La mujer trata de detenerlo, pero su resolución es firme. Se acerca hasta la rama más baja, donde se ha aposentado la serpiente, y hace esfuerzos para lancearla. El ofidio responde sisando y abriendo la boca, dispuesta para defenderse, que en su caso significa atacar. Su mirada refleja pánico, pero la única forma que tiene de demostrarlo, en su rostro, es mediante un gesto que para el hombre (que presenta en su cara una expresión parecida) se traduce en un rictus de odio y maldad.
                La serpiente arquea su lomo. El hombre aprieta la mano en torno a la lanza. Esta última se cierne amenazadora sobre la cabeza de la serpiente, pero yerra el golpe. El animal coge impulso para saltar.
                El vuelo (porque así cabe calificarse la forma que ha tenido de precipitarse de la rama) se ha producido medio segundo antes de lo que ha previsto el hombre, pero es más que suficiente. Sin embargo, ha tenido lugar en el momento justo en que la mujer, temerosa del peligro, ha adivinado lo que iba a pasar.
                Por eso ella se ha entrometido en el lugar físico perfecto para interponerse entre ambas trayectorias, y la serpiente ha aterrizado con la boca sobre el cuello de la fémina, clavando ambos arpones en la yugular.
                La mujer siente que el tiempo se ralentiza, pues tiene la impresión de durar una eternidad el efímero instante que el veneno se tarda en inocular…
               
                Me agito histérica, golpeando la tapa de la cesta con todas las secciones de mi cuerpo, mientras observo a la cascabel, la mirada vacía, la trayectoria fija, como un zombie, desplazarse a la par que mantiene el cascabel inerme a un lado para que no haga ningún ruido que pueda traicionarla. Trato de hacer toda clase de sonidos para advertir a mi amo, pero para cuando empieza a dar cierto resultado, ya es demasiado tarde; la asesina se ha abalanzado sobre mi amor y ha clavado sus colmillos en la nuca. Mi dueño, incrédulo, cae sobre las rodillas y se lleva las manos al cuello. A pesar del calor que siento, y lo rápido y fuerte que rebota mi corazón, creo que la sangre se me está congelando tan rápido dentro de las venas que me voy a romper como el cristal.
                Mi amo agoniza por el suelo, de rodillas, mientras la cascabel se aleja de manera desacompasada y nerviosa. Debido a mi escasa visión, no puedo vislumbrar del todo lo que sucede. No sé si mi amo se ha chocado con la caja a propósito o por accidente, pero en todo caso, noto cómo la piedra que hay encima de mi cesta se desequilibra y eso me permite, gracias a un golpe que me cuesta un gran dolor de cabeza, escapar de mi prisión. Me arrojo con celeridad histérica sobre el cuello de mi amo, que ya se ha desmayado. Tengo que chupar el veneno antes de que el daño sea irreparable.
                La gente, alertada por el ajetreo, ha acudido para averiguar lo que ha pasado. Al verme sobre el cuello de mi amo, comienzan a pegarme golpes con mantas, palos, piedras, lo que encuentran. Estoy seguro que los que ahora mismo se alejan, acelerados, lo hacen para buscar agua caliente, un cuchillo o un hacha con la que decapitar.
                Yo, mientras tanto, me agito y contorsiono mi cuerpo mientras permanezco con los dientes pegados al cuello de mi amo, rezando porque aún le pueda salvar…
                Hay algo que los occidentales nunca han entendido de la rueda de la vida, de la reencarnación hinduista. Cuando se trata de ascender a un nivel superior, no implica que el más alto de la escala sea necesariamente un humano. Tampoco, en el bucle infinito del tiempo, que la dirección de las reencarnaciones haya de ser forzosamente hacia adelante; también puede hacerse hacia atrás.
                El hombre, en un principio, fue barro. Tras atacar a la serpiente para conseguir algo (nada más común en su naturaleza de hombre) se transformó de manera lógico en serpiente a su vez. Sus comportamientos agresivos persistieron, y atacó a mi amo. Su forma tan violenta de encarar la vida le conducirá en cada reencarnación al sufrimiento, sea cual sea la apariencia que le hayan asignado, o que haya decidido adoptar.
                Yo, en cambio, rescaté a mi amo. Le dejé al límite de la muerte, pero a salvo. A mí, ensangrentada y dolida, bajo el influjo de bastones, barras de hierro, utensilios de cocina, me molieron a palos, pero no por ello dejé de considerar mi fallecimiento un final dichoso. Inane en el suelo, cubierta de líquidos fundamentales, constatando por el rabillo del ojo cómo mi amo se levantaba, mientras el veneno de la cascabel descendía quemante hasta mis heridas desde mis entrañas, me embargó un destello de felicidad. Las consecuencias vinieron antes, en una vida pasada. Como desobedecí las normas que deben regir el comportamiento de las serpientes, sometiéndome sin condiciones a un humano, fui degradada a mujer: condenada a sufrir, en condena continua, el permanente dominio que sobre mí los hombres pretendan manifestar. Pero entonces hice algo que me convirtió en un ser mejor que yo misma: fui más humana que nunca, contraviniendo incluso el orden natural. Por ello sé que, en la siguiente etapa, tendré un destino feliz: quizás salga del ciclo de las reencarnaciones. Tal vez, incluso, me convierta en un ser superior. Puede que construya un Paraíso.
                El pobre de mi amo: tras su muerte, muchos años más tarde de aquella atroz mordedura, metamorfoseó en serpiente, especie con la que tanto había llegado a contactar. La segunda vez que le atacaron, supo estar preparado. No sé qué pasará con él. Allá donde acabe, espero que le vaya bien. Supongo que en una vida futura, en algún momento, nos llegaremos a enamorar. Me figuro que, en ese estado, nuestros cuerpos encajarán en una mejor manera, y no seremos desdichados nunca más.
                Somos lo que somos, o en lo que nos convertimos. Avanzamos en línea recta, o tal vez formamos un círculo por donde fluye de manera perene nuestra esencia vital.
                Siempre que no estemos conformes, tenemos la opción de, nuestra piel, mudar…

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