Como mencionamos en un post anterior, el ser humano se ha empeñado en transformar la Tierra a gran escala, y para ello no ha dudado en emplear la energía que tenía a mano. Tracción humana, animal, mediante ingenios mecánicos o utilizando petróleo. Pero, sin duda, la palma se lo llevan algunos momentos en que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética pretendieron construir grandes obras públicas a base de explotar ingenios nucleares.
En ese sentido, los pioneros fueron los estadounidenses, que empezaron el programa en 1958 y empezaron a desarrollarlo a inicios de la década siguiente. Lo denominaron Operación Plowshare y, entre otras cosas, intentaron edificar puertos artificiales, crear una especie de máquina de vapor a partir del producido en las explosiones nucleares, y también explorar las posibilidades en la minería. En ese último apartado, una de las detonaciones nucleares que se efectuaron, la llamada Sedan, desplazó doce millones de toneladas de tierra y creó un agujero de 390 metros de ancho y 100 de profundidad, tan similar a los cráteres de la luna que se llegó a acondicionar como zona de prácticas para futuros astronautas.
Lo cierto es que las explosiones que se llevaron a cabo (alrededor de 27) fueron muchas menos que las que se planificaron en un principio como experimentos para explorar las aplicaciones pacíficas de las armas nucleares. Entre los proyectos iniciales se hallaban desde una forma más rápida de construir el Canal de Panamá, hasta como método para conectar acuíferos, levantar carreteras o extraer petróleo. En todo caso, ni siquiera las pruebas dieron resultados concluyentes que sirvieran para demostrar la utilidad de las detonaciones nucleares como un método factible para la ingeniería a gran escala. De hecho, lo poco apropiado de esa idea era fácil de deducir desde el primer momento, y desde luego no será porque los estadounidenses no tenían evidencias acerca del peligro -para el que las arroja, se entiende- de las armas atómicas. A los accidentes en centrales nucleares como el de Three Mile Island en Pensilvania (y el más antiguo de su socio británico, en Windscale) han de unirse una larga lista de pruebas nucleares en el desierto de Nevada -explosiones que llegaron a ser visibles desde Los Ángeles, o rompían cristales de las ventanas en Las Vegas-, empleando toda clase de estructuras (entre otros, armazones, edificios, maniquíes, túneles y búnkeres) para demostrar los distintos efectos que una detonación atómica podía tener sobre las poblaciones afectadas, e incluyendo la participación de pilotos de avión para averiguar qué ocurría si te metías en el interior del hongo resultante. Las últimas pruebas de ese tipo se realizaron en 1992. Desde entonces, parece que Estados Unidos se ha convencido no sólo de que las armas nucleares hacen mucha pupita, sino que resultan muy difíciles de utilizar para algo que no sea hacer pupita también.
La Unión Soviética emprendió este tipo de ensayos algo más tarde (a mediados de los 60), probablemente para mantener una cierta coherencia con su inicial alegato a favor de la prohibición de las armas nucleares. Pero como era la Guerra Fría y todo el mundo tenía que imitar lo que hacía el gran enemigo a batir en el bando contrario, el país de los soviets también se dispuso a desarrollar la opción de "Explosiones Nucleares para la Economía Nacional". Las aplicaciones hipotéticas eran muy similares a las pergreñadas por los norteamericanos (a los soviéticos se les ocurrió además utilizarlas para la construcción de embalses o como forma de extinguir los escapes de gas natural), aunque hay que reconocer que los soviéticos fueron más sistemáticos, pues llegaron a realizar hasta 115 detonaciones. El programa cesó en 1988 bajo la influencia de Mijail Gorvachov, y aunque muchos defienden la rentabilidad del mismo y que, gracias a él, han podido lograrse objetivos que sólo son asumibles mediante el uso de armas nucleares, la mayor parte de los que han opinado al respecto (en base además a unos datos que en buena parte siguen bajo estricto secreto) argumentan que existen otras metodologías alternativas que no tienen, como contrapartida, la desventaja de sembrar de radiación buena parte de las zonas incluidas.
En ese sentido, la Unión Soviética es la que ha tenido más problemas no sólo con estas pruebas, sino con accidentes asociados a centrales nucleares. A la devastadora catástrofe de Chernobyl (reflejada en libros, películas, o la célebre serie de televisión que pobló nuestras pantallas hace unos meses) hay que sumar el incidente de Kyshtym, que dejó un rastro de contaminación radiactiva a lo largo de una línea de 350 km -afectando a un río, un lago, y un área de población de 250.000 personas-, o el reciente incidente radiactivo en el país ahora denominado Rusia, con el que se ha demostrado que el secretismo y el desprecio por la vida humana no son necesariamente exclusivos del comunismo y ni siquiera de las dictaduras, sino que puede darse también en una democracia bastante imperfecta como la que encarna ahora mismo la dirigida con mano de hierro por Vladimir Putin. La pérdida en salud, vidas humanas y coste medioambiental han tenido estos sucesos nunca ha podido ser valorada en toda su dimensión, pero sin duda ha supuesto un daño irreparable para las regiones golpeadas por los mismos.
Hoy en día, la posibilidad de emplear armas nucleares para los grandes proyectos de ingeniería ni está en la cabeza de prácticamente nadie, ni se contempla. Sin embargo, el balance que los seres humanos dejan de su utilización de la energía nuclear es bastante desolador. A las dos bombas atómicas detonadas en Hiroshima y Nagasaki (y la infinidad de pruebas que distintos países han aplicado en diversos lados del planeta), se unen los accidentes mencionados, el más reciente de los cuales es el de Fukushima, el cual ha provocado un cambio en la percepción de la energía atómica en todo el mundo. Es cierto (esgrimen sus defensores) que los accidentes son una excepción, que durante años han producido energía a raudales para nosotros y que, además, pueden suponer un alivio al planeta al no tener que recurrir a los combustibles fósiles que tanto están contribuyendo al cambio climático. Pero, como argumentan sus detractores, el riesgo de accidentes sigue existiendo (con su efecto tanto en la salud humana como en los animales, las plantas, el suelo, el aire y el agua), y los residuos que se producen continúan generando peligro durante miles de años (tanto, que se han planteado sistemas para advertir de su presencia cuando se produzca el colapso de la actual civilización). A ello hay que sumar que los últimos planes necesarios para la construcción de centrales nucleares se han revelado tan costosos que muchos países, como Alemania, aprovechando la alarma social originado por Fukushima, han decidido dejar de lado esta arriesgada tecnología, con lo cual cualquier debate sobre la posibilidad de centrarse en la energía nuclear para disminuir el efecto del cambio climático ha quedado aparcado, frente a la pujanza de las menos contaminantes energías alternativas. Quizás el ser humano ha aprendido que el poder atómico es demasiado poderoso para jugar con él como si fuéramos niños -como hicimos de manera en ocasiones despreocupada desde que se descubrió la radiactividad, incluyéndola en dentífricos y otros objetos de uso cotidiano-, y que es mejor restringir su uso al mínimo imprescindible (o, como mencionó el ex-relaciones públicas de una central nuclear y escritor Terry Pratchett, de modo probablemente simbólico, "a veces el mayor poder acerca de la magia radica efectivamente en no usarla"). La pena es que, ahora que quizás se ha conseguido, son otras las amenazas las que se yerguen en el horizonte, y no sabemos si de ésas estamos aún a tiempo de escapar.
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