Recientemente, me recomendaron un documental acerca de Kim Peek, un autista que tenía además la denominación de savant, afectado por el "síndrome del sabio" o, más vulgarmente, "tonto inteligente", es decir, aquella clase de enfermo mental (buena parte de los mismos, autistas o con síndrome de Asperger, aunque también se halla asociado a otras lesiones y problemas cerebrales) que se halla incapacitado para numerosas tareas de la vida cotidiana pero que tiene ciertas habilidades cognitivas que le hacen único, especialmente con comparación con el resto de los mortales. Así, en el caso concreto de Kim Peek, es dependiente para vestirse y asearse, no puede trabajar y apenas mantener una conversación normal, pero en cambio posee oído absoluto, y conoce qué día de la semana corresponde a cada una de las fechas de los últimos diez mil años; puede memorizar el contenido de un libro hasta la última palabra, pero si le preguntaras por un resumen de la historia o lo que ha sacado del texto en claro, te miraría con expresión aletargada, preguntándose qué has querido decir. A muchos les recordará a la famosa película "Rainman", y en el caso de Kim Peek (fallecido hace no muchos años), la referencia no es baladí, porque fue precisamente con él con quien contactó el mundo de Hollywood para inspirar el personaje interpretado por Dustin Hoffmann. Hasta la fecha, y a pesar de unas cuantas evidencias acumuladas y multitud de teorías propuestas, no se conoce el motivo por el cual los savant poseen estas habilidades (cada cual unas distintas), y qué relación tienen con las enfermedades con las que se encuentran asociadas. De hecho, que yo sepa (y a pesar de que, obviamente, existen personas con cualidades mentales extraordinarias que no son autistas), se ignora hasta qué punto sus habilidades especiales son consecuencia de su autismo o simplemente una derivación colateral, del mismo modo en que no sabemos discernir si los que reconocen números primos de más de seis cifras lo hacen porque identifican esos números como primos -como si en su cabeza estuvieran resaltados-, o en cambio lo hacen porque representan espacios en blanco en el contexto de todos los demás. En todo caso, los savant han sido objeto de admiración a lo largo de los siglos. Copan documentales, concursos de televisión, películas de ficción y novelas, de las misma manera que -desde el principio de los tiempos- nos han fascinado forzudos, gigantes, atracciones de feria, y también virtuosos de toda clase y condición.
En cierta medida, es paradójico que, en una época donde la alta tecnología permite levantar inconmensurables pesos, alcanzar alturas donde no soñaría llegar un pájaro, delimitar una nota en su precisión absoluta, aun así nos sigan fascinando estos fenómenos. Más aún en el caso de la memoria, aspecto en el cual un ordenador puede superar con diferencia al más dotado de los hombres, por muy savant que haya nacido o pueda llegar a ser. No hablemos ya de Internet, donde puedes localizar todo lo que deseas encontrar, incluso bastante más de lo que te hubiera gustado en un inicio. Y, sin embargo, nos siguen fascinando parábolas como la de Funes el memorioso, el célebre relato de Borges donde, a raíz de un accidente que le deja paralítico, un individuo adquiere una memoria portentosa que le permite recordar cada segundo de cada día. La contrapartida, apunta Borges, es que Funes pierde también la capacidad de abstracción: como evoca con exactitud la forma de un perro concreto de frente, y también de perfil, no puede imaginar que ambos sean el mismo perro, y al atisbar cada una de las infinitas diferencias entre los diferentes tipos de canes, no capta la idea de que exista el "perro" como especie, como conjunto de individuos. Lo cual no es exactamente lo que le pasa a los savant, pero es parecido. Y, de la misma manera, un ordenador de omnipotente sapiencia carece de esa capacidad de abstracción, de análisis. De hecho, y a pesar de las mejoras que se ha hecho de la inteligencia artificial en aspectos tales como el reconocimiento de objetos, cada captcha que nos realiza un oligofrénico test para demostrar que "no somos un robot" nos indica cuán lejos se encuentra ese propósito de alcanzar.
Y, tal vez, esa distinción entre el conocimiento que podemos memorizar (que es todo) frente al que podemos entender e interpretar (que es por definición menos), es el mayor síntoma de nuestros tiempos. Vivimos en una época donde podemos acceder a enciclopedias médicas en cantidad, pero abundan los antivacunas. Donde usamos GPS y accedemos a atlas continuamente, pero se fundan asociaciones de terraplanistas. Tenemos a nuestra disposición kilos de documentos publicados por la Unión Europea, pero en el Reino Unido, la búsqueda de los mismos ocurre, para gran parte de la sociedad, sólo justo al segundo siguiente de la votación del Brexit. En cierta medida, y salvando las distancias, parece que la sociedad en su conjunto (el ente colectivo, la inteligencia colectiva si es que eso existe y así quiere denominarse) se ha vuelto un poco savant. Hay una percepción bastante extendida -equivocada o no, asumiendo de manera quizá simplista de que haya una única causa a este fenómeno- de que tan amplia profusión de conocimientos se nos está indigestando, como si no supiéramos qué hacer con ella. Que, conformes conocemos más excepciones, estamos perdiendo de vista las reglas. En ese sentido, tal vez, en estos cruciales momentos de zozobra, algunos no miramos con tanta envidia a los "sabios autistas", sino más a aquellos que, con menos andamiaje de memoria, tienen más claro qué clase de estructura quieren edificar. Quizás no nos hacen falta tantos savant como sabios de veras. Aunque estos últimos no sean siempre fáciles de encontrar, ni siempre reconocidos como se merecen.
En contraste, el savant sigue siendo admirado. Quizás, porque su capacidad es indiscutible, objetiva. La del intérprete, en cambio, no tanto. Quizás es porque la intención del intérprete no siempre fue pura. Porque muchos utilizaron a su savant como un juguete de feria, con el que sacar dinero por cada uno que quisiera disfrutar de la atracción. Quizás porque admitir que alguien interpreta bien significa que nosotros no lo hacemos, y esa decepción resulta más dura que la de no poseer las habilidades del savant, las cuales al fin y al cabo desistimos, como comunes mortales, de superar. Quizás porque lo que no ha aprendido el savant, ni casi ninguno, es reconocer lo que no sabe. Tal vez es que, en esta sociedad tan posmoderna y tan pasada de vueltas, hemos llegado a demasiados relativismos sobre lo que es saber y lo que no; quizás ha llegado el momento de aprender a olvidar...
En cierta medida, es paradójico que, en una época donde la alta tecnología permite levantar inconmensurables pesos, alcanzar alturas donde no soñaría llegar un pájaro, delimitar una nota en su precisión absoluta, aun así nos sigan fascinando estos fenómenos. Más aún en el caso de la memoria, aspecto en el cual un ordenador puede superar con diferencia al más dotado de los hombres, por muy savant que haya nacido o pueda llegar a ser. No hablemos ya de Internet, donde puedes localizar todo lo que deseas encontrar, incluso bastante más de lo que te hubiera gustado en un inicio. Y, sin embargo, nos siguen fascinando parábolas como la de Funes el memorioso, el célebre relato de Borges donde, a raíz de un accidente que le deja paralítico, un individuo adquiere una memoria portentosa que le permite recordar cada segundo de cada día. La contrapartida, apunta Borges, es que Funes pierde también la capacidad de abstracción: como evoca con exactitud la forma de un perro concreto de frente, y también de perfil, no puede imaginar que ambos sean el mismo perro, y al atisbar cada una de las infinitas diferencias entre los diferentes tipos de canes, no capta la idea de que exista el "perro" como especie, como conjunto de individuos. Lo cual no es exactamente lo que le pasa a los savant, pero es parecido. Y, de la misma manera, un ordenador de omnipotente sapiencia carece de esa capacidad de abstracción, de análisis. De hecho, y a pesar de las mejoras que se ha hecho de la inteligencia artificial en aspectos tales como el reconocimiento de objetos, cada captcha que nos realiza un oligofrénico test para demostrar que "no somos un robot" nos indica cuán lejos se encuentra ese propósito de alcanzar.
Y, tal vez, esa distinción entre el conocimiento que podemos memorizar (que es todo) frente al que podemos entender e interpretar (que es por definición menos), es el mayor síntoma de nuestros tiempos. Vivimos en una época donde podemos acceder a enciclopedias médicas en cantidad, pero abundan los antivacunas. Donde usamos GPS y accedemos a atlas continuamente, pero se fundan asociaciones de terraplanistas. Tenemos a nuestra disposición kilos de documentos publicados por la Unión Europea, pero en el Reino Unido, la búsqueda de los mismos ocurre, para gran parte de la sociedad, sólo justo al segundo siguiente de la votación del Brexit. En cierta medida, y salvando las distancias, parece que la sociedad en su conjunto (el ente colectivo, la inteligencia colectiva si es que eso existe y así quiere denominarse) se ha vuelto un poco savant. Hay una percepción bastante extendida -equivocada o no, asumiendo de manera quizá simplista de que haya una única causa a este fenómeno- de que tan amplia profusión de conocimientos se nos está indigestando, como si no supiéramos qué hacer con ella. Que, conformes conocemos más excepciones, estamos perdiendo de vista las reglas. En ese sentido, tal vez, en estos cruciales momentos de zozobra, algunos no miramos con tanta envidia a los "sabios autistas", sino más a aquellos que, con menos andamiaje de memoria, tienen más claro qué clase de estructura quieren edificar. Quizás no nos hacen falta tantos savant como sabios de veras. Aunque estos últimos no sean siempre fáciles de encontrar, ni siempre reconocidos como se merecen.
En contraste, el savant sigue siendo admirado. Quizás, porque su capacidad es indiscutible, objetiva. La del intérprete, en cambio, no tanto. Quizás es porque la intención del intérprete no siempre fue pura. Porque muchos utilizaron a su savant como un juguete de feria, con el que sacar dinero por cada uno que quisiera disfrutar de la atracción. Quizás porque admitir que alguien interpreta bien significa que nosotros no lo hacemos, y esa decepción resulta más dura que la de no poseer las habilidades del savant, las cuales al fin y al cabo desistimos, como comunes mortales, de superar. Quizás porque lo que no ha aprendido el savant, ni casi ninguno, es reconocer lo que no sabe. Tal vez es que, en esta sociedad tan posmoderna y tan pasada de vueltas, hemos llegado a demasiados relativismos sobre lo que es saber y lo que no; quizás ha llegado el momento de aprender a olvidar...
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