Un conjunto de relatos acerca del acontecimiento (cuarentena global por la COVID-19) que estamos viviendo estos últimos días en todo el mundo. Incluye historias de variado pelaje, desde las más costumbristas y en tono jocoso, hasta, al final (no apto para sensibles) las que pueden resultar más complicadas. Como os digo, mi objetivo no es otro que hacernos más llevadero el encierro, mientras nos entretenemos, aprendemos, reflexionamos y, sobre todo, permanecemos en casa haciendo el menor contacto posible (protegiendo especialmente a los más vulnerables, al disminuir con ellos la interacción física). Lo dicho, mucho cuidado, y mucha suerte.
(Historia real que me relató un familiar):
La cajera del supermercado, a gritos:
-¿Qué os pasa?¡Que no vais a poder comer tanto jamás en vuestra vida!¡Que os vais a morir antes de las diabetes y del colesterol que del virus!¿PERO QUÉ HACÉIS?
-No te comas esa fabada, José Carlos.
-Hay que comérselo todo, hay que aprovechar la comida antes de que se ponga mala.
-Que es de lata...
-Pero caduca dentro de un mes. Es mejor aprovechar para luego no tener que racionar los alimentos.
-Que acabas de desayunar...
-El hambre mata más que una epidemia.
-Tranquilo, que de hambre no te mueres... Y, a este paso, del virus tampoco.
-Mira, han estrenado Disney Plus. Luego dirás que no tienen culpa de la epidemia.
-Se supone que tendría que haber salido una semana antes, para la gente que va a estar encerrada.
-¿Qué se supone que debía llegar una semana antes, Disney Plus o la epidemia?
-Ambas.
-Anda que si Hitchcock intenta filmar "La ventana indiscreta" estos días, la historia hubiera dado un juego...
Pues yo no le he cogido rabia a mis vecinos durante el confinamiento. Más bien al contrario, me he enamorado de ellos. De la señora mayor que aplaude a las 8 a rabiar. Del que nos pone música para animarnos (aunque le agradezco que haya abandonado el reggaeton, porque me iba a dar un pasmo). Eso sí, del que he acabado hasta las luciérnagas es del vecino de arriba. Cuando acabe todo esto voy a subir las escaleras, voy a tocar a su puerta y le voy a dar... un abrazo bien gordo, porque lo necesitamos.
El del ramito de violetas durante el confinamiento, estresado no, lo siguiente.
-Acabo de hacer limpieza y he encontrado un billete de lotería sin cobrar, pero todas las agencias de lotería están cerradas. José Carlos, mira a ve qué pone el decreto del estado de alarma sobre eso...
-Joder, esos personajes de las series, qué juntitos que están...
-Fíjate, y lo ven tan normal, como si no hubiera epidemia.
-Hombre, entonces no había epidemia.
-Pero con la de cosas que se podían pegar entonces. Venéreas, la gripe... Qué asco... Lo echo de menos. ¿Nos pegamos un arrechuche?
-Creo que prefiero el coronavirus, José Carlos...
-Lo siento, suegra, está claro que está usted contagiada, hay que aislarla. La encerramos en la habitación, le dejamos comida en la puerta, y no la queremos ver en diez semanas.
-Pero si yo me encuentro perfectame...
-Sshhh, calle, calle, no sea que se transmita por el sonido también.
-Paco, menos mal que en el momento que decretaron la cuarentena estabas aquí y no en casa de tu mujer, ¿verdad?
-Mmmm...
-¿Qué estás haciendo?¿A quién le estás mandando mensajes por el móvil?¿A TU MUJER?¿Y MENSAJES GUARROS?
-Palomita, entiéndeme, es que ahora, con la distancia...
-¡Paco!¿Qué haces con esa maleta?¿Esa no es la que reservabas para nuestros encuentros clandestinos?¿Paco?¡PACOOOO!
-A ver, adónde se supone que va usted.
-Pues a la farmacia, agente.
-Si tiene usted una al lado, ¿qué hace usted yendo en dirección contraria?
-Verá, es que... el farmacéutico de ese establecimiento me puso los cuernos con mi mujer... y me juré a mí mismo... Ay, Dios mío, no puedo seguir...
-Mire, no se preocupe: me hace usted una declaración aquí, especificando, con TODO LUJO DE DETALLES, lo de su mujer y el farmacéutico, y le damos permiso, ¿eh? Usted no se preocupe. Pero todos los detalles, ¿eh?, no se le olvide ninguno.
Aquella tarde, al llegar a casa, al policía le brillaban los ojos:
-No tienes ni idea, cariño, de lo que te traigo hoy...
-Nos queda poca comida en la alacena. ¿Qué quieres de cenar?¿Latas de atún?
-Puf, paso.
-¿Unas legumbres?
-Qué asco.
-¿Tu plato preferido preparado por un chéf estrella?
-Ñññeeee...
-Este chico ya era imposible antes de la epidemia.
-¡Si es que no me das opciones!
-Bueno, ya han pasado 10 meses, puedes parar ya la cuarentena por el coronavirus, ¿no?
-¿Por el qué? Ah, sí, sí, sí... Una pregunta... ¿me puedes recordar por qué era todo esto? Buf, salir a la calle, qué pereza.
-Si no tienes el coronavirus, no eres nadie. Y si después no lo cuentas, tampoco.
-La de historias de asesinatos de jefes de empresa que no permitieron el teletrabajo que va a haber después del coronavirus.
-Qué material para la ficción, ¿eh?
-¿Qué ficción?
Historias de amor de adolescentes en medio de la epidemia: "La Jenni se ha puesto a salir con el Johnathan, que tiene perro y así puede salir más a menudo. Y se ha enterado que Juan Jesús está saliendo a escondidas con la Yoli en la misma franja con los mayores del catorce, en lugar de con su novia Mari Pili, que sólo tiene trece. Tía, que fuerte".
Hay una historia que pocos saben y es que, en una época determinada en los países occidentales, se creía que los libros (y no sólo por su contenido) podían contagiar toda clase de enfermedades. La gente advertía contra las bibliotecas públicas como focos transmisores de infecciones: algunas instituciones se dedicaban a fumigar los libros sin piedad. No se sabe muy bien si se trató de un bulo difundido por comerciantes, que le tenían miedo a que la gente dejara de comprar libros, o si no tuvo nada que ver y fue simplemente un miedo instintivo, en una época donde había frecuentes epidemias, y mucho más desconocimiento sobre cómo se propagaban. Al final, se comprobó que las bibliotecas inducían poco o ningún peligro y se dejaron de implantar esa clase de medidas. Ahora, sin embargo, con el coronavirus, la cosa no está tan clara. A pesar de eso, hay gente que está dejando libros en los descansillos de los edificios de varios pisos. Los prestan con toda clase de advertencias ("Tened cuidado", "Desinfectar primero"), pero de todos modos la gente los coge y los intercambia, porque están ansiosos de lecturas por devorar. Ha ocurrido un caso curioso. Una chica que ha vivido siempre de alquiler, y ha tenido periódicamente que vender o regalar sus libros, porque no podía llevarlos de una mudanza a otra. Resulta que, entre los textos que le han proporcionado sus vecinos, ha encontrado una de las novelas de su propiedad, que hace años almacenaba en sus estanterías. Y sabe que es suya porque, entre dos hojas, ha reconocido un marcapáginas casero que elaboró en un momento determinado y, escrito sobre él, ha leído una nota de su abuela ya fallecida: "Laurita, cómo me entusiasma que leas tantos libros. Ojalá yo pudiera vivir una pasión tan fuerte como tú". Sobre las hojas ha caído una lágrima, que Laura no sabe muy bien si será capaz de desinfectar.
Quién te iba a decir, a estas alturas de tu vida, con tu edad, descubriendo las aplicaciones móviles para ligar. Y de repente me entero que ese señor tan antipático del quinto, ése con que siempre me peleo por las pinzas de la ropa que se caen al patio, tiene los mismos gustos de cine que yo. Ahora hemos empezado a contactar a través de la aplicación y bueno, ligar, ligar... En fin, algún escarceo hemos tenido. Cuando uno no tiene contacto, un poco de vídeo y algo de imaginación no hacen daño a nadie. Pero sobre todo, se preocupa por mí. Me pregunta cómo estoy. De vez en cuando escucho dos toques en la puerta y, cuando la abro, me encuentro un paquete de galletas y una flor. Las desinfecto con lejía, pero no te creas que por eso lo aprecio menos, ¿eh? Esta noche hemos quedado. Me siento como una colegiala. Bueno, te dejo, que me tengo que poner guapa para cuando aplaudamos por el balcón. Ay, qué contenta estoy con esto de la pandemia. Ojalá dure más tiempo...
Lo que no mata engorda, le dijo a su doctor después de la pandemia, con una sonrisa. Y a usted, replicó el doctor, el coronavirus desde luego no le ha matado, señor, pero el confinamiento le ha puesto como una vaca.
Estaba tan solo por el coronavirus que me puse a hablar con mi amiga muerta. Durante horas. Peleábamos. Nos repartíamos las tareas domésticas. Nos besábamos. Lo mismo no estaba muerta. Lo mismo ella, en su casa, estaba haciendo lo mismo.
Escucharon que llegaba la cuarentena y, sin haberse visto en años, se reunieron en su antigua casa, en ese piso que aún seguía vacío, sin habitar. Se llevaron lo imprescindible, porque no necesitaban otra cosa. Se pasaron el día sudándose, agarrándose, apoderándose el uno del otro, atrapándose sin aspirar a escapar. Apenas salían, lo estrictamente necesario para comprar comida y cocinar, que hacían desnudos, pues casi de inmediato tras terminar de comer en silencio -con tan sólo el animal ruido de los cubiertos sobre platos- se lanzaban de nuevo a esa tarea irresistible e infatigable, a la que resultaba inconcebible plantear alternativa pues fuera de ello no había nada más. Se pasaron allí días, semanas, meses, y fue como si sólo transcurriera un acto simple y trascendental. Cuando terminó la cuarentena, empaquetaron de nuevo sus cosas, se dieron un último beso, fugaz, tímido, y se marcharon por siempre jamás. Ahora, en la soledad de sus casas, están deseando que llegue otra pandemia para volver a empezar.
La diferencia entre siglos, milenios, etc, que existe entre la Edad de la Razón, y la Edad de la Oscuridad, es simplemente que tú, o la gente que te rodea, decida que ésta es la Edad de la Razón, o la Edad de la Oscuridad.
"Un muerto es una tragedia. Un millón es una estadística". Frase (¿falsamente?) atribuida a Stalin.
-La cuestión -matizó el filósofo- es que hay que tomarlo con perspectiva. Si es por nuestra seguridad personal, no aceptaríamos vivir en una burbuja, pese a los riesgos, porque entonces la vida sería intolerable. Ahora, sin embargo, vamos a hablar de la gente más perjudicada. Y aquí entramos en una discusión que parece obscena sobre cuánto cuesta una vida humana, pero son decisiones que los médicos y los responsables sanitarios tienen que tomar todos los días. Pues, aunque sabemos que gastamos mucho dinero al año en tener un buen sistema sanitario, lo cierto es que, por mucho que lo digamos, una sociedad no toleraría gastar "todo el dinero del mundo" para salvar una vida. Por poner un ejemplo: no solemos tomar con la gripe todas estas precauciones que efectuamos con el COVID-19 en el invierno de 2020. De acuerdo que es más mortífero y que se trata una situación excepcional, pero la gripe mata 6000 personas en nuestro país todos los años, y disminuiríamos esa cifra si paralizáramos el país como estamos haciendo ahora. ¿6000 personas que morirán dentro de no demasiado tiempo debido a otra enfermedad son muchas o son pocas?; bueno, es una cuestión tan debatible como lo son el número personas que morirán por el coronavirus, de similar perfil sanitario, y ahí entramos en el debate de qué numero resulta razonable. Pero, en realidad, ésa no es la cuestión. La pregunta es, ¿seríamos capaces de hacer esto todos los años por ello? Seguramente no, pero sí podríamos llevar a cabo medidas más factibles: concienciarnos de no contagiar a los más vulnerables, tener cuidado con ellos, no acudir al trabajo si adquirimos una gripe o un resfriado, o lo que hacen en Oriente de ponerse una mascarilla a la mínima para no contagiar. Igualmente, hay muchas enfermedades que podrían curarse si destináramos más dinero a tratamiento o a investigación, y que matan a millones de personas al año en todo el mundo, más seguramente de las que segará el coronavirus en toda su existencia. ¿Detenemos el mundo por ello? No; pero podemos disminuir su velocidad. Destinar más dinero a otras causas. Frenar el ritmo de vida, asumir que tendremos que gastar más dinero, más tiempo y más recursos en esa gente que sufre crisis todo el rato, aunque no sean una emergencia nacional ni llenen telediarios a todas horas y todos los días. Porque las cosas existen sólo si queremos reconocer que se hallan ahí.
-Si no tienes el coronavirus, no eres nadie. Y si después no lo cuentas, tampoco.
-La de historias de asesinatos de jefes de empresa que no permitieron el teletrabajo que va a haber después del coronavirus.
-Qué material para la ficción, ¿eh?
-¿Qué ficción?
Historias de amor de adolescentes en medio de la epidemia: "La Jenni se ha puesto a salir con el Johnathan, que tiene perro y así puede salir más a menudo. Y se ha enterado que Juan Jesús está saliendo a escondidas con la Yoli en la misma franja con los mayores del catorce, en lugar de con su novia Mari Pili, que sólo tiene trece. Tía, que fuerte".
Hay una historia que pocos saben y es que, en una época determinada en los países occidentales, se creía que los libros (y no sólo por su contenido) podían contagiar toda clase de enfermedades. La gente advertía contra las bibliotecas públicas como focos transmisores de infecciones: algunas instituciones se dedicaban a fumigar los libros sin piedad. No se sabe muy bien si se trató de un bulo difundido por comerciantes, que le tenían miedo a que la gente dejara de comprar libros, o si no tuvo nada que ver y fue simplemente un miedo instintivo, en una época donde había frecuentes epidemias, y mucho más desconocimiento sobre cómo se propagaban. Al final, se comprobó que las bibliotecas inducían poco o ningún peligro y se dejaron de implantar esa clase de medidas. Ahora, sin embargo, con el coronavirus, la cosa no está tan clara. A pesar de eso, hay gente que está dejando libros en los descansillos de los edificios de varios pisos. Los prestan con toda clase de advertencias ("Tened cuidado", "Desinfectar primero"), pero de todos modos la gente los coge y los intercambia, porque están ansiosos de lecturas por devorar. Ha ocurrido un caso curioso. Una chica que ha vivido siempre de alquiler, y ha tenido periódicamente que vender o regalar sus libros, porque no podía llevarlos de una mudanza a otra. Resulta que, entre los textos que le han proporcionado sus vecinos, ha encontrado una de las novelas de su propiedad, que hace años almacenaba en sus estanterías. Y sabe que es suya porque, entre dos hojas, ha reconocido un marcapáginas casero que elaboró en un momento determinado y, escrito sobre él, ha leído una nota de su abuela ya fallecida: "Laurita, cómo me entusiasma que leas tantos libros. Ojalá yo pudiera vivir una pasión tan fuerte como tú". Sobre las hojas ha caído una lágrima, que Laura no sabe muy bien si será capaz de desinfectar.
Quién te iba a decir, a estas alturas de tu vida, con tu edad, descubriendo las aplicaciones móviles para ligar. Y de repente me entero que ese señor tan antipático del quinto, ése con que siempre me peleo por las pinzas de la ropa que se caen al patio, tiene los mismos gustos de cine que yo. Ahora hemos empezado a contactar a través de la aplicación y bueno, ligar, ligar... En fin, algún escarceo hemos tenido. Cuando uno no tiene contacto, un poco de vídeo y algo de imaginación no hacen daño a nadie. Pero sobre todo, se preocupa por mí. Me pregunta cómo estoy. De vez en cuando escucho dos toques en la puerta y, cuando la abro, me encuentro un paquete de galletas y una flor. Las desinfecto con lejía, pero no te creas que por eso lo aprecio menos, ¿eh? Esta noche hemos quedado. Me siento como una colegiala. Bueno, te dejo, que me tengo que poner guapa para cuando aplaudamos por el balcón. Ay, qué contenta estoy con esto de la pandemia. Ojalá dure más tiempo...
Lo que no mata engorda, le dijo a su doctor después de la pandemia, con una sonrisa. Y a usted, replicó el doctor, el coronavirus desde luego no le ha matado, señor, pero el confinamiento le ha puesto como una vaca.
Estaba tan solo por el coronavirus que me puse a hablar con mi amiga muerta. Durante horas. Peleábamos. Nos repartíamos las tareas domésticas. Nos besábamos. Lo mismo no estaba muerta. Lo mismo ella, en su casa, estaba haciendo lo mismo.
Escucharon que llegaba la cuarentena y, sin haberse visto en años, se reunieron en su antigua casa, en ese piso que aún seguía vacío, sin habitar. Se llevaron lo imprescindible, porque no necesitaban otra cosa. Se pasaron el día sudándose, agarrándose, apoderándose el uno del otro, atrapándose sin aspirar a escapar. Apenas salían, lo estrictamente necesario para comprar comida y cocinar, que hacían desnudos, pues casi de inmediato tras terminar de comer en silencio -con tan sólo el animal ruido de los cubiertos sobre platos- se lanzaban de nuevo a esa tarea irresistible e infatigable, a la que resultaba inconcebible plantear alternativa pues fuera de ello no había nada más. Se pasaron allí días, semanas, meses, y fue como si sólo transcurriera un acto simple y trascendental. Cuando terminó la cuarentena, empaquetaron de nuevo sus cosas, se dieron un último beso, fugaz, tímido, y se marcharon por siempre jamás. Ahora, en la soledad de sus casas, están deseando que llegue otra pandemia para volver a empezar.
La diferencia entre siglos, milenios, etc, que existe entre la Edad de la Razón, y la Edad de la Oscuridad, es simplemente que tú, o la gente que te rodea, decida que ésta es la Edad de la Razón, o la Edad de la Oscuridad.
"Un muerto es una tragedia. Un millón es una estadística". Frase (¿falsamente?) atribuida a Stalin.
-La cuestión -matizó el filósofo- es que hay que tomarlo con perspectiva. Si es por nuestra seguridad personal, no aceptaríamos vivir en una burbuja, pese a los riesgos, porque entonces la vida sería intolerable. Ahora, sin embargo, vamos a hablar de la gente más perjudicada. Y aquí entramos en una discusión que parece obscena sobre cuánto cuesta una vida humana, pero son decisiones que los médicos y los responsables sanitarios tienen que tomar todos los días. Pues, aunque sabemos que gastamos mucho dinero al año en tener un buen sistema sanitario, lo cierto es que, por mucho que lo digamos, una sociedad no toleraría gastar "todo el dinero del mundo" para salvar una vida. Por poner un ejemplo: no solemos tomar con la gripe todas estas precauciones que efectuamos con el COVID-19 en el invierno de 2020. De acuerdo que es más mortífero y que se trata una situación excepcional, pero la gripe mata 6000 personas en nuestro país todos los años, y disminuiríamos esa cifra si paralizáramos el país como estamos haciendo ahora. ¿6000 personas que morirán dentro de no demasiado tiempo debido a otra enfermedad son muchas o son pocas?; bueno, es una cuestión tan debatible como lo son el número personas que morirán por el coronavirus, de similar perfil sanitario, y ahí entramos en el debate de qué numero resulta razonable. Pero, en realidad, ésa no es la cuestión. La pregunta es, ¿seríamos capaces de hacer esto todos los años por ello? Seguramente no, pero sí podríamos llevar a cabo medidas más factibles: concienciarnos de no contagiar a los más vulnerables, tener cuidado con ellos, no acudir al trabajo si adquirimos una gripe o un resfriado, o lo que hacen en Oriente de ponerse una mascarilla a la mínima para no contagiar. Igualmente, hay muchas enfermedades que podrían curarse si destináramos más dinero a tratamiento o a investigación, y que matan a millones de personas al año en todo el mundo, más seguramente de las que segará el coronavirus en toda su existencia. ¿Detenemos el mundo por ello? No; pero podemos disminuir su velocidad. Destinar más dinero a otras causas. Frenar el ritmo de vida, asumir que tendremos que gastar más dinero, más tiempo y más recursos en esa gente que sufre crisis todo el rato, aunque no sean una emergencia nacional ni llenen telediarios a todas horas y todos los días. Porque las cosas existen sólo si queremos reconocer que se hallan ahí.
Ocurrió que, después de meses y meses de cuarentena, que cuando se confirmó que el COVID-19 no iba a erradicarse por el calor y que no habría tratamiento ni vacuna, la gente decidió, poco a poco, y a pesar del estado de alarma, que no se podía seguir de este modo. Que una vida así no era vida. Por eso, de manera paulatina, salió, y volvió a cumplir una rutina normal. Y se adaptaron a un contexto donde el virus era parte habitual del planeta. Un parásito con el que convivimos de manera perenne.
-¿Sabes?-dijo el escritor-. Muchas veces fantaseé con un mundo utópico donde hubiéramos resuelto muchos de nuestros problemas. Por ejemplo, uno que empleara la tecnología de manera racional y puntual, por ejemplo casi exclusivamente en sanidad o para mejorar la vida de la gente, pero no de manera que contaminara. O, después, conforme reflexionaba sobre los peligros de la superpoblación y del cambio climático, teoricé sobre un sistema donde la gente muriera a una edad determinada, y donde ya lo supieran desde el inicio, sin agobios, sin dramas, para permitir que la gente siguiera naciendo sin llevar este mundo al carajo. Después de todo, vivimos mucho más tiempo de lo que lo hacían nuestros ancestros, hemos superado con creces la edad prevista de supervivencia del ser humano. Claro que no se me ocurría cuál era el método para llevarlo a cabo que no supusiera una interrupción violenta de la vida, algo que fuera inevitable y, al mismo tiempo, aceptable por parte de todos. Pensado a posteriori, claro, un virus se antoja la mejor solución... Pero, ahora que se ha cumplido, y todos morimos a una edad parecida, y hemos garantizado la continuidad de la especie, ya no estoy muy seguro de que esta solución me guste tanto...
Este último relato es una distopía. Casi seguro que tendremos vacuna, más tarde o más temprano -eso, si la inmunidad frente al virus no nos echa una mano antes-, y podremos volver a tener vida normal dentro de unos pocos meses. Mientras tanto, quedaos en casa, extremad la higiene, proteged a la gente vulnerable contactando con ellos lo menos posible (y haciendo que ellos mantengan la distancia social con el resto de la población). Tratad de no ser una fuente de contagio del virus incluso aunque estéis asintomáticos (más aún si tenéis síntomas). Aplaudid a las 22.00 horas por los balcones en homenaje a la sanidad pública. Y mantened la moral alta: aprovechad para hacer todas esas cosas para las que siempre os quejáis que no tenéis tiempo. Un abrazo.
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