lunes, 25 de mayo de 2020

El relato de mayo: "El precio de un hombre"


Ahora que en parece que en nuestro entorno (al menos, para algunos) ha pasado lo peor de la COVID, muestro este cuento relacionado con los primeros momentos de la crisis , y que no quería exponer a la luz pública mientras aún nos hallábamos en el centro de la vorágine. Espero que hayáis atravesado este vendaval de la mejor manera posible, y que hayáis aterrizado de pie, dentro de las alternativas que hemos tenido. A los que aún se hallen en el proceso, deseo que se os haga llevadero y no os afecte demasiado. Y a todos, que aprendamos de ésta, como debemos hacerlo de cualquier hecho. Por lo demás, aquí el relato. Un saludo.

El precio de un hombre

                En un país real, un fragmento de vídeo dejó estremecidos a los espectadores. Un anciano, que hasta entonces trabajaba bajo el amparo de la economía sumergida, se había quedado sin ingresos debido la cuarentena de la COVID-19. El señor mostró las imágenes de su nieto devorando una tostada untada con Nutella. Advirtió: “Tenemos solamente para llegar a final de mes. Después, se acaba. El día que mi nieto no pueda desayunar, empezamos la revolución”.
                En una realidad alternativa, en un país imaginario, al día siguiente de ocurrir esto, este mismo hombre recibió una visita en el descansillo frente al ascensor. Mantuvieron las distancias recomendadas de seguridad pero, a pesar de las renuencias del ocupante de la casa, el visitante insistió en que no había posibilidad de tratar este asunto de otra manera, ya que “estas cosas no se pueden hacer por teléfono”. De hecho, a pesar de la distancia, mantuvo un tono de voz tan bajo que nuestro hombre, con una leve sordera de oído, tuvo que hacer ímprobos esfuerzos para escucharle. A la conversación no ayudó el hecho de que de vez en cuando pasaban vecinos tan tapados como si fueran a asaltar la diligencia de las tres de la tarde en Wichita.
                -Yo tengo la solución a sus problemas de dinero. Necesito que elimine a un hombre -en realidad empleó un lenguaje más retorcido para exponer esta opción pero, por economía de recursos, nos saltaremos los circunloquios.
                -Ya. Entiendo. ¿No tienen ustedes a gente para eso? Ya sabe, profesionales…
                -Ahora mismo, resulta difícil conseguirlos. Les cuesta viajar… Y, también, muchos han decidido que ahora no es un buen momento para trabajar. Que por ahora es mejor vivir de los ahorros, argumentan.
                -De acuerdo. ¿Cuánto me pagarían?
                -No menos de…. -no vamos a decir cuánto, ni en qué unidades. Se trata de un país imaginario, no lo olvidemos.
                -Y tampoco mucho más de eso, deduzco. Oiga, no conozco las tarifas para esta clase de asuntos, pero esa cifra me parece un robo para un encargo como éste.
                -Si le sirve de consuelo, el delito que va usted a cometer es bastante peor que el robo.
                -Bien apuntado. Aun así,  suena a poco por eliminar la vida del hombre.
                -El mercado está como está. Mandaba entonces, y ahora manda más. Usted necesita el dinero, ¿no?
                -Por supuesto, el mercado. O la ley del más fuerte, si prefiere denominarlo. ¿Y qué se supone que les ha hecho ese buen señor?
                -Es un inspector que quiere prohibirnos que vendamos al mejor postor las mascarillas que tenemos fabricando a la misma gente que antes nos cosía los vestidos para la industria de la moda. Respetando la distancia de seguridad, claro -aclaró el hombre, muy digno-. El tipo quiere que las destinemos a los sanitarios y a la gente vulnerable, el muy imbécil.
                -En lugar de…
                -En lugar de venderlas por un precio razonable…
                -Hombre, conociendo como suele funcionar esto, razonable, razonable…
                -Vale, cincuenta veces más de lo habitual, pero ya se sabe, es el mercado…
-O sea, que quiere que se las deis a quien las necesita, en lugar de a quien pueda pagarlas. Suena hasta lógico.
-Mira, no me quiero meter en cuestiones filosóficas. Nosotros sólo estamos intentando hacer un buen negocio. Es bastante menos grave de lo que vale lo que vas a hacer tú.
                -Os aprovecháis demasiado de la gente.
                -Ni mucho menos. Justo al contrario. ¿No lo has oído? Estamos repartiendo comida entre los del barrio.
                -Estáis distribuyendo las migajas, a cambio de aseguraros la lealtad de la población para que os proteja de la policía. No les dais ni una fracción de lo que os hacen ganar al tolerar vuestros negocios.
                -Inversión empresarial. Somos muy buenos en eso. Como en este caso: yo te pago algo y tu actividad a cambio me proporciona más dinero a mí. Te lo dije, es la ley elemental del mercado.
                -Oye, ¿y no tienes miedo de que me detenga la policía y revele esta conversación que estamos manteniendo?
                -¿La policía? Ahora mismo está a mil cosas. Con un poco de discreción, no se enterarán de nada. De los vecinos, podemos confiar en el silencio habitual. Pero incluso en dicho caso… bueno, si te encierran, puedo garantizar que le llegue la Nutella a tu nieto. Pero si no lo haces, no sé de dónde vas a sacar el dinero…
                El anciano arrugó el ceño, pero tampoco podía replicar mucho. Al final, la lógica de los hechos (o de lo que los hechos le permitían, chantajes mediante) era implacable. El hombre asintió y consintió en llevar a cabo el trabajo que le encomendaban. Recibió la dirección del tipo en cuestión, y se comprometió a llevar a cabo aquel cometido.
                Esa misma tarde, el hombre salió. Iba tapado con un pañuelo hasta casi los ojos. Pasó por el comercio de la esquina a comprar el pan. Así tenía la coartada adecuada. Iba paseando por calles desiertas, pero ni mucho menos vacías. Por un lado, se escuchaba música abundante desde los balcones. Por otro, se tropezaba cestas de mimbre conectadas por una cuerda a los balcones superiores, donde la gente donaba de forma altruista comida a ancianos a los que les costaba mucho salir de casa. El hombre echó un vistazo general al barrio. Se preocupaba especialmente por las prostitutas y otros trabajadores en negro, cuyos ingresos se habían detenido abruptamente. Además, se producían otras consecuencias colaterales. Hubo un momento determinado, unos cuantos años antes, en que, por un evento especial en la ciudad, las prostitutas fueron expulsadas del barrio y llevadas a las afueras, para no incomodar a los turistas. Entonces se descubrió que muchos jubilados estaban muriendo solos en sus casas porque las meretrices eran las únicas que se daban cuenta, cuando los viejos clientes faltaban a su cita semanal, de que les había pasado algo, y avisaban a la policía, el hospital o los servicios sociales. Ahora, se preguntó qué estaba ocurriendo con esos mismos ancianos, ya que ese tipo de actividades estaban prohibidas. El hombre también contempló otras escenas entre delirantes y risibles: un sacerdote imponiendo bendiciones; unos cuantos que era evidente que habían comprado bolsas de repartidor de segunda mano, para así tener una excusa que les permitiera salir a la calle a hacer sus negocios particulares; una pareja de amantes, ambos desnudos, que estaban aprovechando la escasa afluencia de público por la calle para retozar de manera impúdica encima de una estatua de bronce. Observó con alivio que los supermercados habían empezado a reforzar su seguridad para que no ocurrieran los asaltos multitudinarios que habían tenido lugar la semana anterior, pero también descorazonado cómo los objetivos de estos ataques habían evolucionado hacia las personas que salían con el carro de la compra, y que eran desvalijados a pocos metros del local de donde había salido. El contraste de esta situación con la existencia de buenos samaritanos que depositaban comida en las cestas de mimbre, a tan sólo unos metros, le hizo a nuestro protagonista pensar que entre lo mejor y lo peor del ser humano reside muy poca distancia, la que nosotros nos empeñemos en proporcionarle.
                Siguió caminando, atento a que su itinerario pasara cerca de lugares donde se hallaban abiertos establecimientos de alimentación, para que así su coartada se sostuviese. Dos individuos andaban recriminándose Dios sabe qué agravios y lanzándose improperios de balcón a balcón, amenazando con bajar y pegarse si tuvieran la opción, porque si no estuvieran confinados, ay, te ibas a enterar si no estuviéramos confinados. Empezaba a acercarse la hora de aplaudir y cantar desde los balcones. El anciano observaba cómo algunos y algunas se habían ido acicalando con el paso de los días, conforme observaban y eran observados por las personas frente a las que realizaban los cantos y homenajes, al otro lado de la calle. El amor, se dijo el hombre recordando su juventud, que, a pesar de las dificultades, siempre triunfa…
                Por fin llegó al edificio. Ascendió con precaución las escaleras, tratando de no coincidir con nadie.
                Tocó al timbre. Su víctima abrió la puerta sin miedo, después de inspeccionar por la mirilla:
                -¿Tú qué haces aquí?¿No se supone que tenías que estar ocupándote de lo que te encar…?
                No pudo terminar la frase porque el cuchillo ya se había clavado a fondo en su garganta. La mascarilla que se había puesto difícilmente le podía proteger ahora. El anciano caminó encima de su cuerpo, sin fijarse demasiado en los últimos estertores, para entrar en el interior del domicilio. Lo registró con cierto denuedo. Salió con una caja enorme en una mano, y una mochila llena a la espalda. La caja la dejó en la acera, abierta, para que todos pudieran adivinar su contenido. La mochila la llevó caminando hasta el centro de salud más cercano. El contenido era el mismo, claro, pero eso los médicos no podían saberlo.
                -Muchas gracias por tantas mascarillas -estaba claro que preferían no preguntar de dónde las había sacado. A caballo regalado... Menos mal que el anciano se había esforzado mucho en que no cayera, cerca de él mismo, ninguna incriminatoria mancha de sangre-. ¿Hay algo que podamos hacer para ayudarlo?
                -Mire, si pudieran regalarme algo de pan de molde, y unos botes de Nutella…
                Fue una enfermera la que le cedió una bolsa que, aparte de lo solicitado, contenía unos cuantos tipos de alimentos más, incluyendo productos frescos, o algunos que eran más convenientes o más sanos que la Nutella para la alimentación de un niño. La enfermera le deseó mucha suerte:
                -¿Qué es lo que va a hacer ahora?
                El hombre suspiró.
                -Vivir, vivir, si no, ¿qué otra cosa? He sobrevivido a muchas tragedias, tengo gente por la que luchar y, cuando tenga cien años, la situación no será muy distinta. Algún día perderé la batalla, por supuesto… Pero ser el único que saliera victorioso del duelo contra la Vieja Dama no sería justo, después de todo.
                El anciano se marchó. Cuando llegó a casa, su nieto, lozano y ajeno a todo, aplaudió alegre al ver entrar un nuevo bote de Nutella en la despensa.

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