lunes, 22 de junio de 2020

Cuentos fantásticos (XI): La historia según Herbert Trust.

          La Historia según Herbert Trust.


            Corría el año 1959. Para entonces, Herbert Trust ya había publicado más de 22 libros y varios cientos de artículos en revistas especializadas. La Royal Academy of History británica había reconocido hacía poco sus méritos en una pomposa ceremonia de homenaje en la que se mencionaron, entre otros, su exhaustivo trabajo sobre la creación y reducción a cenizas de Cartago; sus estudios sobre de las sospechas previas de Julio César en referencia a su propia muerte; su análisis acerca de los formalismos legales relativos a la ejecución de Cristo; así como un ensayo sobre las teorías finales que Newton no tuvo tiempo (o tuvo miedo) de desarrollar. El Club de Amigos de la Edad Media le había nombrado presidente de honor, y los periódicos parecían ya dar por asentada su victoria en el caluroso debate sobre la muerte de lord Byron que tanto revuelo había causado durante los últimos meses.

            Sin embargo, y a pesar de este aparente éxito profesional, a pesar de encontrarse, sin discusión, en la cúspide de su carrera como historiador, Herbert tenía aún una pequeña espinita que le reconcomía las entrañas y que le llevaba a pasar sus solitarias noches en vela; un problema al que nadie le hubiera confesado jamás, aunque nada hubiera deseado más que llegar a hacerlo. De todas maneras, se lo contara a quien se lo contase, ya no tenía mucho remedio. Su último intento, El jardín de Marco Polo, había sucumbido en el más estrepitoso de los fracasos. Cuando se lo devolvieron de la editorial, sólo una breve misiva acompañaba al rechazo, y releerla tan sólo le acentuaba aún más el sabor de la amarga derrota que llevaba masticando mucho antes de confirmar lo que, por otro lado, ya esperaba, incluso desde antes de mandarlo.

            <<En cuanto a rigor histórico>>, rezaba la carta, <<el texto es prácticamente perfecto, señor Tweenlaid>>. La precaución de no usar su propio nombre tal vez fuera innecesaria, pero tras el bochorno del primer <<no>> a Las Rosas de Oscar Wilde, prefería mantener su intacta reputación de historiador al margen. <<El problema no es ése; como ya le expliqué la última vez, su capacidad para recrear con total exactitud entornos del pasado es extraordinaria, y minuciosos los detalles. Magnífico el decorado; no así la obra. Se aprecia, sin duda alguna, la influencia de Herbert Trust en sus textos>>. Cada tentativa, para su desgracia, era una oportunidad más de ser descubierto. <<Pero, desgraciadamente, eso no es suficiente. Seré franco, señor Tweenlaid, una vez más. El argumento es insulso, los personajes planos, los diálogos, prácticamente inexistentes, y la emoción brilla escandalosamente por su ausencia. Me sorprende además encontrarme con que apenas hay variación argumental apreciable entre las últimas tres obras que nos ha mandado, en las que tan sólo se altera el marco histórico. Mucho me temo que, de seguir en esta línea, será difícil, en un futuro cercano, podamos publicar alguno de sus trabajos en nuestra editorial>>. Pero siga intentándolo, no desfallezca, prestaremos vivo interés a todo aquello que nos quiera mandar, muy agradecidos, etcétera etcétera, en esa parte, todos los editores eran iguales. Herbert se mesó los cabellos con desesperación.

            No lo podía entender. Si algo le apasionaba de la Historia (con mayúsculas) era que se trataba sin duda de la mayor historia (con minúsculas) jamás contada. La realidad supera a la ficción, la verdad al arte, ésa era una de sus máximas. La vida de Julio César, su discurso en el Rubicón, su trágica muerte, eran hechos tan espectaculares que ni el mismo Shakespeare había resistido a la tentación de recrearlos. La Revolución Francesa, salpicada de ideales y de sangre, era, para Trust, más contundente que cualquier guión cinematográfico que pudiera ser escrito. Tenía que ser posible, por tanto, combinar una verdad fidedigna, una Historia sin chabacanas modificaciones (defecto que le rechinaba en todas las novelas históricas de éxito), y una ficción atrayente, un cautivador relato que conmoviera el corazón de los lectores. Un argumento que, a pesar de ser puramente inventado, y con personajes sobre los cuales no hubiera prueba alguna de su existencia, convenciera al más erudito historiador de que hubiera sido factible realmente y que, de hecho, había ocurrido. Y que, al mismo tiempo, fuera capaz de tocar esas delicadas fibras de la sustancia del hombre que algún aventurado teólogo, en algún arrebato de poesía, ha llamado, a veces, alma. Herbert Trust no quería un best-seller; no ambicionaba el dinero o la fama, más allá de la estrictamente académica. Tan sólo le hubiera gustado sentirse bien con lo que estaba haciendo: un pequeño reconocimiento, la satisfacción intelectual del trabajo bien hecho. Una palmadita en la espalda, por algo más que sus libros de historia. Combatir, con este logro, su soledad.

            Poco habituado a los fracasos, Herbert se negó a asumir las críticas. Nunca le atribuyó el desastre a su estilo literario (farragoso y demasiado cargado de detalles históricos, por otra parte). Los editores hubieran aspirado a reyes destronados, o que los enamorados hubieran comido perdices al final de cada cuento; pero aquello no siempre podía ser. Si la Historia había ocurrido de una determinada manera, Herbert no podía modificarla. Aquello hubiera significado una aberración, un sacrilegio. Si para publicar tenía que morir alguien que, en aquel momento, no lo había hecho, entonces prefería no publicar. No renunciaría a sus principios. No obstante, pensaba, ojalá la Historia le pudiese dejar algo más de margen a veces para escribir sus argumentos. Ojalá, en algunas circunstancias, fuera algo más flexible. Ojalá, en ocasiones, pudiera olvidarse un poco de sí misma.

            Finalmente, hizo un último intento. En un tiempo récord, ideó una historia en la época que mejor conocía, el período tras la primera guerra mundial, la repasó brevemente, y la mandó a los cuatro editores habituales. Las respuestas fueron igual de contundentes que las anteriores, si no más.

            Trust tuvo que tragar bilis y, en un momento determinado, explotó. Estaba simplemente cansado de la prepotente imperturbabilidad de la Historia. En un acto simbólico, de rebeldía absoluta, tomó el último texto del libro sobre el que había estado trabajando, un tratado sobre La Guerra de los 100 años, agarró la máquina de escribir y, por primera vez en su vida, inventó. Comenzó a escribir una Historia relatada a su gusto, unos personajes exclusivamente extraídos de su imaginación, un final a su entero capricho. Las teclas de la vieja Olivetti resonaban de rabia; un violento deseo parecía satisfacerse cada vez que cambiaba de línea, y una cruel sonrisa se dibujaba en su boca a cada párrafo. Finalmente, cuando le pareció que por fin había expulsado los malos espíritus a fuerza de aporrear las teclas, sacó el papel del rodillo y lo depositó casi con violencia encima de la mesa. Pensó al principio en destruir lo recién creado, pero lo meditó dos veces y decidió no hacerlo. No iba a publicarlo, por supuesto; pero le gustaba que estuviera allí. Era una prueba; la demostración personal a sí mismo de que, por una vez, el académico, el erudito, había desafiado a la ciencia a la que tanto reverenciaba. En aquel momento, le parecía haberse desembarazado de unos pesados grilletes; se sintió completamente libre.

            Esa noche consiguió, por primera vez en varios días, dormir de un tirón. Al día siguiente se levantó, se afeitó, y marchó a la Royal Academy para consultar alguno de los libros de la biblioteca. Almorzó allí en compañía de dos de sus colegas. Charlaron sobre temas más o menos intrascendentes. Finalmente, uno de ellos le preguntó sobre qué estaba trabajando en ese momento, a lo que Herbert respondió. No advirtió, sino unos segundos más tarde, que sus compañeros le contemplaban estupefactos. Herbert se planteó si había realizado algún gesto maleducado con los cubiertos. Paró de comer y preguntó qué era lo que ocurría, a lo que uno de sus compañeros comentó intrigado: <<No, nada, es que, simplemente, no habíamos oído nunca hablar de la batalla de Crecy>>. Herbert levantó una ceja: <<Eso es imposible. Es la batalla clave de la Guerra de los Cien años. Vosotros habéis investigado sobre asuntos relacionados. De hecho, si empecé este libro fue a raíz de una conversación que tuvimos hace unos meses sobre este tema>>. Sin embargo, no obtuvo la respuesta que él esperaba. Sus amigos le siguieron observando con el mismo aire interrogante. Confuso, Herbert continuó comiendo, diciéndose a sí mismo que consultaría sus fuentes, o que le preguntaría a más colegas, aunque, reiteradamente, se decía a sí mismo que era inexplicable (no, no, definitivamente imposible, ¡imposible!) que este episodio no fuera conocido por dos eruditos como los que se encontraba ahora en la mesa. Sus compañeros, aún intrigados, desviaron la conversación hacia otros asuntos. Sabían que su compañero era más docto que ellos sobre este asunto -como acerca de casi todos- y asumieron que debía de referirse a algún hecho escasamente conocido del que tan sólo unos pocos habían oído hablar. Herbert permaneció tranquilo hasta que uno de sus colegas le espetó: <<Oye, Herbert, ¿tiene esa batalla algo que ver con la historia del asesinato del conde Witmore?>>. Y, entonces, sus amigos vieron a Herbert palidecer.

            <<¿Dónde has oído esa historia?>>, interpeló secamente. ¿Cómo?, respondieron. Sí, que de dónde la habéis sacado. <<¿Nos estás tomando el pelo, Herbert?>>. No, claro que no. Os lo juro. Alguno de ellos parecía ofenderse ante lo que ya daba la impresión de tratarse de una broma de mal gusto. <<Vamos, Herbert. Sabes como yo que es una historia de dominio público. Hasta los legos en la materia la conocen. Por Dios, si incluso se ha hecho una película>>. Al contemplar su rostro de estupor, este mismo amigo le resumió brevemente la historia. Y cuando el que hablaba terminó su alocución, y levantó la vista, sintió, hasta en sus propios huesos, el escalofrío de terror que a Herbert estaba sobrecogiendo.

            Porque el asesinato del conde Witmore, se lo había inventado Herbert… ayer.

            Volvió lo antes que pudo a casa. Buscó el papel al lado de la máquina de escribir. Allí estaba, tal y como él mismo lo había redactado. Agarró entonces uno de los libros que utilizaba como fuente en sus investigaciones; lo abrió por el capítulo correspondiente; lo cerró; lo volvió a abrir; lo releyó; parpadeó varias veces. Tomó otro libro. Volvió a encontrar lo mismo. No se fiaba de sus sentidos.

            En todos sus libros, se encontraba, relatado, el asesinato del conde Witmore.

            Trató de buscarle una explicación lógica. Sin duda, lo que había escrito el día anterior estaba influido por sus lecturas anteriores. Claramente, había leído acerca de ese episodio histórico tiempo atrás y, aunque no se acordaba de él, sí que se había almacenado en su subconsciente de tal modo que, al escribir, había contado un  hecho histórico el cual había creído ficción de su mente. Claro que esto no explicaba que la batalla de Crecy hubiera desaparecido de la memoria de los hombres… y de las páginas de sus libros. Aquella explicación tampoco eliminaba la posible objeción que argumentaba que, si el asesinato del conde Witmore era tan importante, él lo hubiera relegado a un segundo plano en su memoria. Sin embargo, no podía pensar en otra teoría. Racional, se entiende. La otra opción era… simplemente inimaginable.

            Para sacudirse los fantasmas de la cabeza, decidió repetir el experimento. Cogió máquina de escribir (la limpió, pensando iluso que eso podría servir para algo), papel, y volvió a inventar. Esta vez, algo importante, contundente. Napoleón no cae en Waterloo. Uno de los capitanes ingleses, Stockbridge, traiciona a su patria y le revela al Emperador los planes del enemigo. De esta forma, Bonaparte vence en la batalla y prolonga su poder durante diez años, en los cuales Stockbridge –a pesar del recelo habitual de Napoleón por los hombres que fingen servir a un bando para luego abandonarlo-, se convierte en uno de sus principales aliados. Diez años después, Napoleón cae bajo una emboscada que Stockbridge, traidor ahora contra su nuevo amo, urde al intuir que la cercana muerte de Bonaparte puede desestabilizar su imperio, y ponerle a él mismo en manos de la justicia inglesa. Finalmente, la captura del francés desemboca en el perdón para Stockbridge y la rehabilitación de su nombre, de tal forma que años más tarde, y cuando se disipa suficientemente la sombra de su primera traición, llega a convertirse, paradojas de la vida, en el más grande Primer Ministro de Inglaterra que recordaron los tiempos.

            Lo terminó, lo puso esta vez bien alejado de la máquina de escribir, y esperó un tiempo. Media, una hora. Lo suficiente para estar seguro. Después, abrió sus siempre leales libros. No podía creerlo. Abrió de golpe las ventanas, salió al balcón, y miró al centro de Trafalgar Square. Efectivamente…

            Allí estaba, verdosa, y oxidada, por el paso de los años, la centenaria estatua de lord Stockbridge.

            Había cambiado la historia. Y lo que es más… había creado a un hombre.

            Lo que se le descubrió a Herbet Trust a partir de entonces fue un mundo de sensaciones que hasta antes sólo había tenido la oportunidad de disfrutar Dios, quizás, durante los primeros seis días de la creación del cosmos. Se presentaba ante sí un horizonte de posibilidades que ni él mismo era capaz de asimilar. Un planeta, que se había revelado tan plástico y mutable como lo eran las corrientes de los ríos o los dibujos realizados en la arena. Un universo, que, en aquellos instantes, parecía estar por completo a sus pies.
           
No se trataba de una cuestión, como fuera comprobando, de si usaba o no esa máquina de escribir, u otra, la pluma y el papel, o si esperaba un segundo o mil años… Era él. El simple acto de redactar determinaba el principio y el fin de las cosas, el cambio o la permanencia, la realidad, o el sueño, la vida… o la muerte.
           
En un inicio, explorando aún sus recién adquiridas habilidades, probó cosas sencillas, pequeños detalles, que luego destruía (la simple combustión de sus legajos en la chimenea daba la impresión de bastar), para ir tanteando sus posibilidades. Una fecha por aquí, un acontecimiento por allá. Los libros de historia, sus compañeros, las noticias en los periódicos, todo se adaptaba mágicamente a sus nuevos cambios. Primero, lo entendió como un castigo, una maldición a su egoísta deseo de imponerse sobre la realidad, una reprimenda a su naturaleza arrogante. Más adelante, sin embargo, conforme observó que aquel mágico poder no revelaba ninguna clase de funesta consecuencia, lo asumió como una especie de encargo que la Divina Providencia (o el Destino, quizás) había dejado a su alcance, tal vez por suerte, o tal vez con un objetivo concreto, y mucho más decisivo aún. A Trust, desde luego, no se le ocurrió otra explicación mejor. La Historia humana estaba cargada de fatalidad y miseria durante sus cientos y miles de años existencia. Guerras, muerte, destrucción, tortura… Cada uno de estos hechos podía cambiar con tal sólo un par de palabras en tinta negra o unas cuantas frases manuscritas en un trozo de papel. Una tarea tan importante, que rompía el mismo derecho al libre albedrío de los hombres, no podía ser encomendada a un ser humano cualquiera. ¿Cómo dejar este privilegio en manos de un ser despótico, cruel, egoísta, que lo utilizase para su propio beneficio? Pero no; le había sido concedido a él, Herbert Trust; un hombre temeroso de Dios, una hombre con principios. Una persona honesta. Un Ciudadano (pensaba en ese término como lo utilizaban los Ilustrados franceses de la Enciclopedia) que, además, se preocupaba lo suficiente de la Historia y conocía lo bastante acerca de ella como para ser el más (no, el único) adecuado para encomendarle dicha misión. En él, sin duda, había sido depositada una gran responsabilidad: la de arreglar los desatinos de los seres humanos en su conjunto. No podía defraudar dicho objetivo… Se sintió pletórico de ganas, henchido el orgullo, y procedió rápidamente a intentarlo.
           
Sin embargo, pronto se dio cuenta de que no iba a ser tan fácil como parecía y, de hecho, acabó por parecerle imposible. Todo al final acababa resumiéndose en el mismo problema: cada cambio en la Historia, cada guerra evitada, incluso cada pequeño e insignificante hecho que Herbert modificaba, tenía a largo plazo, después de una interminable sucesión de eventos concatenados, una repercusión enorme, e impredecible, en los acontecimientos futuros. O, respondiendo a la vieja máxima, el aleteo de una mariposa en Bombay provoca un terremoto en Nueva York. Incluso las más ligeras e intranscendentes variaciones, por más que fueran suavizadas, tenían un impacto en el presente mucho más fuerte de lo que Herbert jamás hubiera deseado. Se sorprendió cambiando de gobierno, país o sistema político a cada golpe de tecla, cambios que, como rápidamente contempló Herbert, eran automáticos y afectaban a su vida de manera directa cada vez. Un día, de hecho, cierta migración en masa desde Inglaterra provocó que él mismo se viera, una mañana, como un ciudadano alemán que apenas podía pronunciar una palabra de inglés, debido a que su familia había formado parte de dicha migración. Estas situaciones eran un poco extrañas porque, al mismo tiempo que conservaba la memoria de su existencia original, la primigenia, también recordaba las cosas que su “otro yo”, el que vivía en esa especie de universo paralelo, había contemplado a lo largo de toda su existencia. Y rememoró el día de su boda, o el nacimiento de sus hijos, acontecimientos que, en su vida anterior, nunca le habían ocurrido en la ¿auténtica? realidad. Afortunadamente, un gesto tan sencillo como quemar las hojas –que, gracias a Dios, nunca desaparecían, siempre estaban allí, acompañándole a todas partes-, bastaba para deshacer el entuerto, y modificar otra vez el relato, aprendiendo de los errores cometidos. Pero lo que quedaba muy claro era que no bastaba con arreglar una situación en el pasado para creer que, por ello, la Historia había cambiado para mejor… porque cada pequeña variación desencadenaba una sucesión de consecuencias que, sin haberlo previsto, podía ocasionar un desastre de proporciones, quizá, insondables. Y, por más que intentaba arreglarlo, cada variante llevaba a una nueva encrucijada, y cada encrucijada a una nueva pregunta, y cada pregunta a una nueva variante, y a un mismo problema. Pensó que si tal vez rescribiera toda la Historia de principio a fin podría poner algo de orden y armonía al conjunto que, tomado en bruto, parecía tan difícilmente manejable, pero pronto renunció a ello… Había demasiados acontecimientos históricos que se ignoraban sobre épocas pretéritas, y el desconocimiento de estos hechos, al escribirse –o, peor, al no anotarse-, llevaba a callejones sin salida de donde no se podía sacar nada en claro. De hecho, la primera vez que lo intentó volvió a encontrarse en la época de los cruzados y los juglares, a pesar de que, en el tiempo, seguía viviendo en lo que correspondía al año 1959. Así pues, había ciertas zonas temporales que no debían, no podían, modificarse. Otra solución era cambiar sólo ciertas partes, más cercanas en el tiempo, y continuar la Historia hasta la época actual para así controlar el final de los hechos. Sin embargo, siempre se escapaba algo, un minúsculo detalle que alteraba todo el contexto, y nunca se sabía que era peor, si el remedio, o la enfermedad. Una vez, consiguió evitar los estragos de una terrible epidemia y, sin embargo, anticipó con ello la llegada del mercado de la droga (que el 1959 original de Herbert nunca llegó a conocer) hasta el año 1912. ¿Qué era más terrible, la inmensa masacre de una abominable enfermedad, o la que se producía en las calles de su Londres actual desde hacía 47 años? Trust al fin claudicó. La gota que colmó el vaso fue cuando, al evitar la Gran Guerra de 1914, se encontró con que ésta estaba a punto de estallar, y con características aún más malévolas, en 1959. Definitivamente, él intentaba arreglar la Historia, pero los pequeños entes individuales, aquellos a los que nadie prestaba atención (un día era un americano el que había inventado la bombilla, el otro un holandés que, por circunstancias del destino, se encontró antes con la oportunidad de hacerlo, y así en todos los campos, incluyendo la política, donde los nombres cambiaban tan a menudo que Herbert no podía recordarlos), se le aparecían y se empeñaban en desbaratarlo todo. Conforme derribaba unos dictadores, crecían inmediatamente otros distintos. En definitiva, Herbert comenzó a sentirse un poco como Penélope, que trabajaba en su tela durante el día y deshacía todo lo logrado durante la noche. Aquel año, su chimenea estuvo terriblemente ocupada.
           
Visto entonces que pocas mejoras (un par no obstante logró) podían obtenerse para el género humano, Herbert pensó, entonces, que tal vez podía otorgarse a sí mismo, en justo premio por sus desmesurados esfuerzos, algún pequeño capricho. También empezó con cosas simples al principio, pequeñas facilidades cotidianas, o la eliminación de insignificantes obstáculos que hacían su vida un poco más complicada de lo que a él le gustaría (ahora que estaba enfrascado en su inagotable tarea de modificar el curso de los tiempos, y tenía tan sólo breves momentos para ocuparse de sí mismo). Pequeños merecimientos que no hacían daño a nadie, que no tenían consecuencias tan rocambolescas como las alteraciones que provocaba para intentar beneficiar a la humanidad, y que sólo hacían su vida un poco más agradable y tranquila. Así empezó todo… al principio.
           
Después investigó. Discurrió sobre las posibilidades. Descubrió que podía crear personajes a su antojo y destruirlos de la misma forma. De repente, una vez más, acechó a su corazón la sensación de soledad. Quiso recordar (aunque sólo fuera a través de una falsamente adquirida memoria) el haber estado emparejado con alguien anteriormente… quiso experimentar el amor que, a ciencia cierta, nunca creía haber sentido… Cierto que, durante las pruebas con la Historia en su conjunto, habían ocurrido cambios con respecto a sí mismo, pero en aquel momento, amarrado como estaba a un más colosal proyecto, no les prestó demasiada atención. Ahora, sin embargo, debían convertirse en el centro de su experiencia. En este momento, él era el protagonista.
           
Construyó la más grande historia de amor jamás contada, con la triste certeza, sin embargo, de que nadie iba a leerla jamás. Aún así, merecía la pena. La escribió, esperó, y de repente, los recuerdos empezaron a aflorar a él con toda su claridad y nitidez… la sonrisa de su amada, sus caricias, las largas noches hablando con ella, su boda… su trágica muerte… Se descubrió con su casa  llena de fotografías de una persona a la que evocaba con tanta nostalgia como si la hubiera conocido veinte años atrás cuando, en realidad, sólo tenía conciencia de ella desde hacía diez segundos… aunque no tuviera esa sensación.

            Un día, sin embargo, decidió que no bastaba con limitarse al aséptico ensayo de laboratorio que implicaba modificar sus recuerdos, y que éstos tuviesen una cierta influencia sobre el presente. Se requería algo más. Buscaba una modificación sustancial del momento, algo impactante, un giro de 360 grados. Y, finalmente, lo intentó. Escribió, se tumbó en un lado de la cama, comenzó a dormir… y, en mitad de la noche, despertó con un escalofrío. Miró a su izquierda… y allí estaba ella. Como ayer, y como antes de ayer, aunque él no lo hubiera sabido hasta hoy. Y allí estaría siempre, mientras él no cambiase la Historia.

Con el tiempo, a Herbert Trust, como a casi todos los presuntos idealistas, como a Dorian Gray (que pretendía usar su retrato como instrumento benefactor y lo acabó convirtiendo en refugio de sus vilezas), se le olvidaron sus propósitos originales. Como casi todos los revolucionarios, acabó luchando sólo por el poder, y no por unas convicciones. Como casi todos los hombres, acabó perdiendo de vista el objetivo primigenio, ante la dificultad de su realización, y se conformó con metas más factibles y personales. Como casi todos nosotros, acabó tan sólo por mirarse a sí mismo. Y es que por fin comprendió algo que, a pesar de sus muchos años como historiador, no había sido capaz de entender jamás… Y es que el pasado, como ya afirmó Asimov, no es sólo lo que hicieron lejanos personajes en épocas pretéritas… Es hace un año, hace un mes, hace un día, un minuto. Que, como afirmó la generación del 98, por debajo de la Historia, con mayúscula, equiparable al oleaje de los mares, está la intrahistoria, del pueblo sencillo, que muestra un volumen mucho más inmenso de agua por debajo de la superficie, la cual discurre silenciosa, o entre sigilosas corrientes. En definitiva, que cambiar la Historia implicaba poder cambiar su historia, la personal, la propia. Su misma vida. Herbert comprendió al fin que no se cometen errores si se puede marchar atrás en el tiempo. Que cualquier frase mal pronunciada puede ser de nuevo declamada, que los acontecimientos posteriores te enseñan en qué fallaste y te llevan a corregir, con pluma y papel, o con Olivetti, esos errores que nunca debieron cometerse y, de hecho, nunca se cometieron. Herbert, incluso, pudo planear algo que ni el mismo Alfred Hitchcock, con todas sus películas, ni la sibilina Agatha Christie, con todos sus libros, habían conseguido… el crimen perfecto. Sólo cuando tienes varias oportunidades, es cuando tienes la posibilidad de corregir todos los posibles defectos. Sólo cuando te han cazado varias veces, sabes exactamente cómo lograr que no vuelva a ocurrir. Y lo peor de todo, es que Herbert lo experimentó… y llegó a conseguirlo.
           
Lo logró todo. Todo cuanto se puede desear en la existencia. Dinero, poder, impunidad, lujuria… Herbert paldeó los siete pecados capitales, y los saboreó hasta que su sed quedó saciada. Disfrutó de los placeres y los vicios, de la virtud y el pecado… Manejó vidas, creándolas… y destruyéndolas… Vivió, y dejó vivir... siempre bajo sus directrices.
           
Sin embargo, un solo defecto, uno solo, fue el que le encontró a su sistema. Y era, simplemente, su incapacidad para escribir de manera directa el futuro a su conveniencia. Por mucho que lo intentó, nunca le fue posible. Por tanto, cada vez que quería modificar alguna circunstancia adversa, tenía que rescribir el pasado, modificar las circunstancias… y esperar que todo fuera bien. Era una especie de tira y afloja, de ensayo-error, que a la larga, tenía éxito, pero era, sin discusión alguna, un método tedioso, y lo que es más, irritante, que le obligaba a perder el tiempo en correcciones absurdas que, pensaba él, le restaban calidad de vida para disfrutar de las ventajas que ansiaba obtener. De tal manera que a Herbert, a veces, le hubiera gustado disponer de la posibilidad de que -si no él- alguna otra persona pudiera alterar en su nombre el futuro. Sin embargo, esto no parecía ser posible.
           
No obstante, cuando te acostumbras a que hechos que nunca imaginaste te acontezcan, cuando comienza a ser demasiado usual que tus deseos se cumplan, entonces dejas de ver imposibles. Y, en ese momento, empiezas a buscar soluciones alternativas. Y, muy habitualmente, las encuentras. Herbert lo consiguió. Ideó la forma de modificar el futuro a voluntad propia, utilizando otra persona como instrumento. Anteriormente, ya había demostrado lo fácil que era crear vidas… Ahora rizaría el rizo: se inventaría a sí mismo. Literalmente.
           
Lo planeó todo. Buscó una época y un lugar más o menos interesante para colocarse a sí mismo en el pasado. El París de finales del XIX, por ejemplo. Luego se describió a sí mismo en los sucesivos folios que, conforme se iban redactando, iban haciéndose realidad. Se colocó, como personaje, en un entorno definido, y aquí venía la dificultad: anotó, muy específicamente, que este personaje (tan histórico, tan real, y tan imaginario como él mismo) conocía su propia existencia en 1959 y su facultad de cambiar el pasado. Y, tenía al mismo tiempo, la capacidad de transformar el futuro, el de cualquier época, del mismo modo en que Herbert lo hacía, simplemente redactándolo. Adjuntó Herbert una carta que debía llegarle a su homólogo en una determinada época de su vida, y que le explicaría todos estos hechos y le propondría un trato de beneficio mutuo, de tal forma que ambos procurarían colaborar recíprocamente en las variaciones en la Historia que ejerciesen, al mismo tiempo, y con las mismas manos; hoy por ti, mañana por mí. Su forma de comunicarse sería a través de misivas que se irían mandando periódicamente y que aparecerían, como por arte de birlibirloque, cada cierto tiempo, junto a la máquina de escribir. Cuando terminó, Herbert contempló su obra admirado. Sentía que había hecho magia.
           
No tuvo que esperar mucho antes de obtener la respuesta. Ésta apareció a los pocos días. Durante ese tiempo expectante, Herbert estuvo maldiciéndose a sí mismo por creer en ese infame truco de prestidigitador que le había hecho perder tiempo y fuerzas. O pensó, angustiado, que tal vez su homólogo se tropezase con problemas, o que no hubiera recibido la carta, o que no supiera emitir la respuesta, o que ni tan siquiera le creyese. Mil ideas se le pasaron por la cabeza, y aceptó y desechó como buenas todas ellas, varias veces cada una. Finalmente, las dudas se despejaron. Herbert se sintió, estremecido, como una de esas fantasías que Borges hilvanaba a partir de personajes que se imaginaban los unos a los otros y que, de esa manera, se hacían más reales a ellos mismos. Se sintió verdad y mentira, carne y alma, sueño y pesadilla y, cuando contemplaba su imagen en el espejo, se preguntaba, intrigado, cuál de los dos Herbert Trust era el que se reflejaba allí… quién se hallaba al otro lado.
           
Pronto se dio cuenta de que su hermano, su compañero de tragedia, no era exactamente igual que él. Sí, tenían la mayor parte de las características en común, pero eso no lo era todo. Al fin y al cabo, el hombre es una mezcla de genética y ambiente, y como tal conforma su carácter. Herbert había creado para su homólogo una biografía, unos hechos que giraban a su alrededor, un contexto histórico, y su gemelo no podía sustraerse a ello, igual que Herbert no podía olvidar que buena parte de sus concepciones y modo de ser procedían de ser un habitante del 1959. Y, como habitualmente ocurre entre extremos iguales, que, de ser tan similares, se distancian tanto; que de ser tan parecidos, desprecian en mayor medida sus mutuos defectos; como entre el abuelo fascista y el nieto comunista, como entre el radical de una doctrina y el radical de la contraria (que en el fondo, a los ojos de Dios, y de Borges, son el mismo hombre), los dos Herbert Trust llegaron a detestarse. Primero fue un ligero distanciamiento, una sensación de no pertenecerse a sí mismos a pesar de compartir cuerpo y buena parte del alma. El Herbert del XIX no le perdonaba el haberle creado exclusivamente con fines egoístas, y el Herbert del 1959 renegaba de él por no reconocerle como creador, como su propio Dios dador y receptor de vida, por negarle el respeto. Luego, surgió la sospecha mutua, el recelo sobre ese hombre que, desde tan lejos, y sin haberle visto nunca, podía llegar a ejercer tanta influencia sobre su vida. El Herbert de 1959 se dio cuenta de que había creado un arma de doble filo, y que, si bien su homólogo podía beneficiarle, también podía destruirle. ¿Qué pasaría al dar la vuelta a la manzana?¿Se encontraría un regalo inesperado, o un accidente dispuesto a cercenar su vida?¿Sería su compañero (¿sería él mismo?) tan maligno, tan infame (¿era su alma así, por otra parte?) para, mediante algún misterioso virus, conseguir paralizar sus manos, de tal manera que no pudieran volver a escribir? No lo sabía… no se atrevía a imaginarlo. En todo caso, el otro compartía unos recelos iguales, o bastante parecidos, aunque ninguno de los dos lo confesaba. Perdieron el control. Nunca se mataron, o se destruyeron, más que nada porque, al no saber del todo en función de qué se ejercía esta magia bienhechora, temían que lo que le ocurriera al uno pudiera acarrear consecuencias inimaginables para su partenaire. De hecho, llegaron a pensar que si el uno existía, lo hacía porque el otro escribía acerca de él. El miedo, el escalofrío que te recorre la espalda, que te dice que tu vida ha dejado de depender de ti, les atenazaba como un nudo en la garganta. Ni siquiera se esforzaban en mejorar sus propias vidas, que se iban deteriorando día a día, sino simplemente, en vigilar las actividades del otro, releyendo una y mil veces las cartas que el contrario les enviaba, que cada vez eran más crípticas, menos frecuentes, más mentirosas, y que revelaban, con el tiempo, la falta de confianza suficiente para confesar sus verdaderos secretos a un extraño. No se fiaban. No creían en su propia fidelidad. Conocían las ponzoñas de sus almas y, precisamente por ello, no podían llegar a amarse. Hicieron uno o dos vagos intentos de reconciliación, pero nunca funcionaron. Ni siquiera el Herbert de 1959, a pesar de ser el autor primigenio de esta parodia, pensaba por ello que estaba en una situación ventajosa. Porque, al fin y al cabo, había ocurrido hacía tanto tiempo, ¿quién había creado a quién? Estaba claro. Nunca podrían vivir tranquilos el uno con el otro. Y era mejor una guerra declarada, sin cuartel, a cielo descubierto, que una sospecha invisible que nunca terminaba de fraguarse y que estaba erizando sus nervios. Así pues, lo establecieron: la pelea no sería a través de escritos que cambiasen la historia personal del otro (de haber sido así, temía Herbert, el daño que podrían hacerse mutuamente sería inefable), sino de un modo a la antigua usanza. Cogerían un momento concreto en el tiempo, más o menos intermedio entre las dos épocas en la que se encontraban: cada uno de ellos interpretaría un personaje, y ese personaje tendría la capacidad, y la oportunidad, de alcanzar el poder en la Historia. Con el tiempo, sus imperios se harían tan fuertes, que no tendrían más remedio que colisionar y, de esta manera, decidir el destino final de ambos, en una suerte poética, que le recordaba a Herbert (¿el uno, los dos, quién sabe?) la de los guerreros medievales en sus  sangrientos duelos a muerte. Finalmente, después de tanto hablar sobre la Historia, y sus personajes, Herbert participaría de ella, como un miembro más de la misma. Otras personas escribirían sobre él, de la misma forma que él había hecho, y redactaría esta vez Historia no con lápiz y papel como había hecho siempre, sino con sus propias manos. Era mucho menos manejable, desde luego, que el método primigenio, pero más auténtico, más puro; un retorno a los orígenes. Una forma habitual de cambiar el curso de los tiempos: reyes que invaden países, hombres que deciden liderar a toda una nación, soldados que deciden su propio destino. Para los dos Herbert, podía significar la muerte… Pero, aún así, una muerte con honor y, en todo caso, una muerte en el ambiente que más les entusiasmaba a ambos: el tablero de Historia. Un entorno que, por otra parte, nunca habían abandonado y que, quizás, fuera lo único que, a pesar de todas las cosas por las que habían luchado, hubieran amado alguna vez. Así que, finalmente, sellado el pacto, echada la suerte, Herbert se miró al espejo, sonrió, y pensó en lo quw estaría haciendo su homólogo en este momento. No lo sabía; ni le importaba. Tan sólo le preocupaba el futuro a partir de entonces. Un futuro al que no tenía miedo, que jamás volvería a aterrorizarlo. Se olvidó del pasado. Se olvidó del presente. Se olvidó de quién era.
         
Herbert Trust invadió Polonia el 1 de septiembre de 1939; la Historia le conocería por otro nombre.

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