Manos de piedra.
La muerte
tiene sus ventajas. A la fuerza, acumulas paciencia suficiente como para
contemplar cómo el tiempo vence todos los agravios y, después de mucho esperar,
algunos esfuerzos se ven por fin reconocidos. Por eso, hoy en día, mi alma incorpórea
sonríe cuando observa a los miles de visitantes que acuden a este afamado museo
a admirar esta magnífica escultura (no diré nombres, no quiero emponzoñar la
Belleza con mayúsculas con acusaciones en minúscula y letras cursivas), y de
paso se maravillan también de mi obra. Aunque a veces, he de reconocerlo, la
parte más vanidosa de mí queda herida de orgullo y le entran ganas de gritar:
“¡No le adoréis a él, malditos!¡El resto de la escultura es suya, pero no le
alabéis a él cuando mencionéis las manos!¡Las manos son mías, solo mías, tengo
la prueba, podéis encontrarlas en otro sitio, si tan sólo os fijarais un poco…!”.
Es entonces cuando suelo darme cuenta de que no pueden verme ni oírme, y que he
golpeado inútilmente el cristal que rodea aquel trozo de piedra la cual
simboliza al mismo tiempo mi triunfo y mi derrota, mi tragedia y mi destino.
Pero quizás deba explicaros un poco más el contexto. Puede ser que, así, cuando
volváis a mirar a vuestra escultura preferida, seáis capaces de descubrir la verdad.
En las
biografías suelen reflejarse las vivencias de los individuos. Sin embargo,
quizás lo que ayude a explicar mejor la realidad sea la historia de los flujos
humanos. Cuando hojeáis el recorrido vital de un artista del Renacimiento, te
hablan acerca de que tuvo un maestro, y de que luego se independizó, o quizás
fusionó varias técnicas procedentes de distintos lados, y comenzó a producir su
única e irrepetible obra artística original. Pero esa biografía no os va a
revelar todo lo que hay debajo. No os va a hablar de las decenas, quizás
cientos de individuos, que mostraron cierta destreza con las manos, y a quienes
sus madres, ilusionadas, confiaron al taller de un maestro de reconocido
prestigio para éste que le adiestrara y quizás pudiera convertirse en el
próximo Miguel Ángel o en el Leonardo de turno. El muchacho aprendía, eso era
verdad; sudaba, se le explotaba al máximo, pero aprendía, de eso no cabía duda.
Lo que era raro era que su talento se llegara a reconocer. A menudo, en cuanto
alcanzaba un nivel suficiente, su trabajo pasaba a formar parte de la
producción común del taller, la cual se atribuía en su totalidad al maestro,
quien, si de verdad hubiera realizado con sus propias manos el trabajo que aplaudía
el gran público, no hubiera tenido tiempo posible ni para ir al baño con aquel
acelerado ritmo de producción de obras. Todas las estatuas, frisos, capiteles,
pinturas, se realizaban bajo la firma del insigne Maestro (nótese la ironía de esta mayúscula), cuando en realidad,
por contrato, y en concreto tratándose de las obras religiosas –con las cuales
en mi época estábamos más acostumbrados a trabajar-, lo único que tenía
obligación de pintar el susodicho jefe de aprendices era específicamente la
cara de Cristo, acto que debía realizarse siempre en secreto. Esto (sospechábamos
muchos) era sólo una excusa para que aquel esfuerzo final lo ejecutara también
un ayudante, mientras el maestro se encontraba terminando otro trabajo en otro
sitio, o tal vez durmiendo la siesta. En esto consistía el futuro a medio plazo;
los había también quienes volvían a casa nada más demostrar su incompetencia,
de vuelta a las labores del campo de las que procedían, mientras que unos pocos,
a la larga, si la cosa te iba bien y demostrabas un talento excepcional, se casaban
con la hija del Maestro (de alguna manera había que transmitir a la prole el
negocio) y terminaban siendo reconocidos como Artistas, con derecho a estampar
su firma, recibir encargos, montar su propio grupo y, en una minoría de casos,
decidir incluso sobre qué tema en concreto les gustaría esculpir. Pero la
mayoría se convertían simplemente en la minúscula letra “a” de “artesanos”,
técnicos especialistas, muy reconocidos en su campo, estimados por sus
compañeros de profesión, gente que tenía un plato en la mesa asegurado por su
dominio de un determinado arte, pero por supuesto sin las loas y las flores que
recibían los grandes nombres. Ganarse un puesto allí era difícil, quizás no del
todo satisfactorio, pero era a lo máximo a lo que podíamos aspirar muchos. Ya
era raro que yo me hubiera colado allí, más aún que quisiera llegar más lejos.
Y de manera más excepcional en mi situación. El mundo del arte –como todos los
submundos, en realidad- ha sido siempre bastante escéptico (o mejor dicho,
impermeable) frente al papel que podían desarrollar las mujeres. Al menos,
fuera del rol de musa que permanecía lánguida, esperando a que alguien la
quisiera pintar.
Porque, eso
sí, modelos desde luego si había muchas. Si el flujo de hombres que querían
convertirse en artistas arrastraba una cierta corriente, el de muchachas que
pretendían -merced a su belleza- modificar su destino, constituía un caudal de
tumultuoso frenesí. Chicas jóvenes que
llegaban de campos, aldeas, pedanías, villas pequeñas, a otras urbes siempre
más grandes, más artísticas, más renombradas: las más modestas féminas en
dirección a Bérgamo, Bolonia, Siena; las más voluptuosas, a Florencia, Milán, la
Roma eterna. Todas aspiraban a casarse con un rico potentado, incluso un
príncipe, y luego, descartada por imposible esa opción, bajaban al siguiente peldaño
para convertirse durante un par de años en la amante de un joven heredero rico,
y ganarse de esa manera una generosa pensión. Y como a esa fase no podían
llegar todas, sino sólo las más exuberantes, las más jugosas, los bocados más
deliciosos con los que pecar, la mayor parte de ellas solían recorrer todos los
escalafones en dirección hacia abajo: desde cortesana de primero altos y luego
subterráneos vuelos hasta lavanderas del río, pasando normalmente por una
brillante pero efímera carrera como modelo artístico, efímera por obligación a
causa del marchitamiento de la belleza, pero también por los riesgos inherentes
a mezclarse con un ambiente tan pútrido como el de los artistas, que lo mismo
consiguen meterte en una fiesta de palacio que te aficionan a sórdidas tabernas
y sustancias sin las cuales luego no te puedes manejar. Drogas a las que acaban
tan enganchadas las modelos como los propios artistas, los cuales a su vez
cuentan a su espalda con una variable legión de mujeres y efebos que arrastran
consigo y a los que andan corrompiendo en aquel momento concreto, y de los que
más tarde no se acordarán nunca más. Por culpa de todos estos vicios, es normal
que la vida de las chicas dure poco, aunque a veces los que ni siquiera
sobreviven son los propios pintores. Algunos de estos retratados, modelos,
figurantes, musas –novias, taberneros, prostitutas, chulos de barrio, lo que
hoy en día se denominarían camellos- acaban alcanzando la inmortalidad como
obras de arte, exhibidos en los museos, o como anécdotas a pie de página de las
biografías de aquellos a quienes han inspirado, pero maldita la utilidad que
aquel honor les produjo a los susodichos en su día. A veces me pregunto si la
igualdad entre sexos, ésa que se supone que los siglos posteriores al mío han
traído, ha supuesto de verdad un cambio real en el destino aciago de estas
mujeres: si el hecho de que ahora puedan formarse y acudir a la universidad en
igualdad de condiciones que sus doctos colegas ha interrumpido el
abastecimiento de piel joven y fresca, o si por el contrario, en lugar de
acabar en manos de los nobles o de los sacerdotes del Vaticano, sólo recorren
otra vía del mercado de carne para aterrizar también en manos de los
depredadores a los que aboca sin remedio su destino final. Tal vez sea ésta una
visión muy cínica del pasado y del presente, pero como ustedes comprenderán, mi
posición me obligaba (me fuerza) a ello, y aunque yo no lo manifestara de viva
voz en mi tiempo, es posible que mis colegas lo intuyeran y ello contribuyera
en parte a mi ostracismo. Porque el hecho de que una mujer se colara en su
mundillo artístico, en su templo del saber, era doblemente doloroso; ya que
algunos veían reflejada, en mis expresiones de repugnancia, en mi mirada de
reprobación, lo que ellos solían hacer con las otras. Pero de mí no podían
prescindir, no era tan sencillo. Yo me había labrado mi hueco. A ver de dónde
iban a sacar si no sus manos. Las manos que ellos mostraban. Eso también lo
tendré que explicar.
Esculpir el
mármol de una sola vez es terriblemente difícil. En efecto, hay algunos que son
capaces, tal vez no a la primera ni a la segunda, aunque sí a la vigésima o
vigésimo cuarta. Sin embargo, incluso aunque se erigieran en los amanuenses más
habilidosos del mundo, el talento artístico para todas las partes del cuerpo no
es algo que esté al alcance de cualquier mortal. Todo el mundo admira la mano
que palpa prieta la carne en el muslo de las esculturas de Bernini, la mirada
de la Gioconda, la rodilla del galo vencido… Por eso, cuando alguien demuestra
una habilidad excepcional para determinadas partes del cuerpo –los tendones, el
peinado, aunque sea una oreja-, esa habilidad no se desaprovecha con facilidad.
Igual que los romanos tenían muy desarrollado el sistema para sustituir la
cabeza de la estatua del anterior prefecto por la testa del nuevo, casi
cualquier parte del cuerpo de una escultura excepto el tronco se puede quitar y
volver a enganchar, consiguiendo obrar el mágico cambio. Y lo bueno de esto es
que ni siquiera requieres repetir el milagro de la creación cada vez. Cualquier
mano de piedra puede reproducirse por parte de un técnico, esta de vez de manera
matemática y precisa, empleando compases y reglas, incluso adaptándolo al
tamaño concreto de la nueva escultura. De esa manera, mis manos acabaron
encontrándose en todos sitios: en esculturas de Pisa, Nápoles y Colonia; en
miniaturas preciosistas, y en colosos de más de veinte metros de altura; con
las palmas hacia abajo, hacia arriba, u orientadas de manera retorcida en un
rictus de dolor. Esas manos de hombre, ciclópeas, nervudas, que copié en una
ocasión de un marinero que se echó a la mar y al que nunca yo (quizás nadie) he
vuelto a ver. No obstante, si de algo estoy orgullosa, es de mis manos de
mujer. A ellas quiero dedicarles un apartado especial.
La conocí (las
conocí) donde difícilmente puede conocerse a una musa; en una lonja de pescado,
donde sus hábiles manos destripaban a los peces con basteza. No debía de llevar
mucho tiempo, y de hecho sus dedos aún no se habían resentido de esa actividad.
Era una criatura humilde, de baja extracción social, y eso se notaba en su
mirada embotada en ocasiones, como si estuviera contemplando ante sí, de manera
continua, todas aquellas circunstancias que era demasiado joven como para haber
vivido. Eso sí, desnuda, con aquella piel nívea y aquellos pechos suavísimos
como la pannacotta, hubiera podido pasar perfectamente por la modelo de un
Tiziano o de un Caravaggio. Sobre todo, en aquella época oscura en que ella se
empezó a poner enferma, debido entre otras cosas a aquellas influencias oscuras
del mundo del arte de las que yo la traté de librar -aunque he de confesar,
avergonzada, que no fui capaz de hacerlo-. “Pero no”, me juré a mí misma
mientras ella me servía de molde para mi escultura, “yo conseguiré que tengas
un destino distinto a las otras, y también lograré que se te recuerde siempre”.
No alcancé mi primer propósito, y sólo parcialmente el segundo, pero al menos
tuve éxito en lo que respecta a sus manos, las cuales, desde que el resto de
mis colegas las descubrieron, fueron solicitadas hasta la saciedad, en algunas
ocasiones de maneras más legales o respetuosas que otras. El resto de la
escultura, desgraciadamente, y siendo yo una mujer, no podía correr la misma suerte.
Del templo del arte me dejaron atisbar el vestíbulo desde el umbral, pero
hubiera constituido para ellos sacrilegio no cerrarme en las narices la puerta.
No pasa nada.
Las manos siguen ahí, inmortales. Dedicadas con amor a toda la hermosura
transitoria de este mundo. A esta chica que no es nadie y a quien nadie
conocerá. Pero quizás, algún día, de las huellas dactilares de alguna de esas
esculturas, donde yo reflejé las mías propias, puedan deducir su autoría, y eso
les llevará a la estatua primigenia, enterrada ahora bajo tierra con algunos de
los mayores tesoros artísticos de mi tiempo, y volverán a saber también quién
era ella y cuánta belleza llegó a alcanzar. Tampoco le servirá, a la pobre muchacha,
nada de esto (como una artista más, me he vuelto una hipócrita), pero éste es
al menos el consuelo que le puedo proporcionar.
Ahora vuelve a
mirar a tu escultura favorita. Fíjate en sus manos. Quizás sean las mías.
Un día quizás
se despierten y, aunque no hablen, tal vez puedan tocar.
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