En el verano de su vida, al dios de la evolución le revelaron: "Hey, ya ha empezado el verano en la Tierra". Lo curioso de las estaciones es que también se notan en el mar. No en el fondo marino, donde todo persiste inalterable, en esa paz y tranquilidad alterada esporádicamente por tormentas tan colosales que en tierra firme no podemos ni imaginar Pero en la zona más superficial sí hay alteración de las temperaturas, crecen otro tipo de flora y de microfauna... Esas cosas que hacen que el océano siga siendo uno de los lugares más misteriosos y fantásticos del cosmos.
Y, en una de ésas, nada un pez que pasaba distraídamente por allí y, atraído por el calorcito, asciende a un nivel superior. Y, una vez arriba, contempla a través de la superficie del océano el cielo azulado y, a lo lejos, una porción de una islita que está aflorando y se pregunta a sí mismo (del modo posible en que más o menos se lo puede preguntar un pez), "¿por qué no?".
Hubiera estado muy bien, porque ese pez tenía, sin saberlo, los genes que le hubieran permitido evolucionar sobre la superficie para crear una especie avanzada que además fuera poseedora de una gran empatía, enorme inteligencia, alta solidaridad con el planeta, e increíble compenetración entre sus miembros.
Pero al dios de la evolución le advirtieron, "Hey, se acabó el verano", y el dios, apesadumbrado, lo dejó para otro año. De un manotazo, dio por concluido el experimento, y mandó cerca del pez a un tiburón para que se lo comiera.
Lo que el dios no sabía entonces es que aquel pez, aún en el estómago del tiburón, luchando a aleta partida por la decisión entre la muerte y la vida, también se encontraba en el verano de su vida. Y que tenía la intención de disfrutar de las buenas temperaturas un rato más.
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