sábado, 1 de agosto de 2020

La historia real de agosto. Científicos que eran buenas personas e hicieron cosas malas, y todas las clases de viceversa.

Se supone que los científicos son abnegados trabajadores vocacionales que ponen todo su empeño en ayudar al prójimo (o, al contrario, no les interesa nada en el mundo salvo sus experimentos, pero al menos no se meten en la aplicación práctica de los mismos). No obstante, la ciencia es una actividad humana y, por lógica, hay de todo: grandes prohombres, individuos ambiciosos, gente que sólo buscaba su propio beneficio, y científicos que trataron de hacer el bien pero a quienes no les salió del todo. He aquí unos cuantos casos que por supuesto no abarcan todo el espectro pero que, como representación, resultan bastante ilustrativos.

Si Fritz Haber no posee la pinta perfecta de villano de James Bond al que sólo le falta el gato, entonces no la tiene nadie (hay una foto por ahí circulando sin bigote en la que está clavadito al Ernst Stravo interpretado por Donald Pleasence). Le mencionamos de pasada en otra ocasión, pero creo que merece una explicación aparte. Más que genio malvado, Fritz Haber era un hijo de su tiempo. Excelente químico, recibió el premio Nobel por obtener un método para la síntesis de amoníaco que recibió su nombre, y su aportación fue clave en la industria de los fertilizantes. De origen hebreo, se convirtió al cristianismo por razones puramente prácticas y, como otros judíos de la época, era un fervoroso patriota de su país de nacimiento, en este caso Alemania. El problema es que llegó la Primera Guerra Mundial y puso toda su inventiva a trabajar para su país, en concreto para la elaboración de gas dicloro empleado durante la confrontación química que tuvo lugar entre las trincheras. Haber se implicó muy activamente, y de hecho el kaiser alemán le nombró capitán del ejército, un rango muy alto para un científico. Haber defendía que la muerte en guerra seguía siendo muerte, independientemente del método empleado, y por eso no tuvo escrúpulos en ponerse al mando de otros futuros premios Nobel (Otto Hahn y Gustav Hertz entre otros) al frente de esta sección del frente de batalla. La cuestión es que no muchos lo vieron así, ya que la muerte por gas se consideraba especialmente agónica. La primera que no lo entendió fue su esposa, también química, que se pegó un tiro en el corazón. Aquel mismo día, el viudo continuó ejerciendo su cometido de manera fría y profesional. Años más tarde, después de la guerra, Haber se defendería diciendo que, en tiempos de paz, el trabajo de un científico pertenece a la humanidad pero que, cuando hay guerra, éste se debe a su país. Parece que aquella excusa no fue aceptada por el físico Ernst Rutherford, quien se negó darle la mano cuando se encontraron en el Reino Unido. El nacionalismo de Haber, por otra parte, no evitó que, llegada la Segunda Guerra Mundial, y a pesar de que los nazis le ofrecieron financiación para que retomara su implicación en la industria bélica, la prohibición que impedía trabajar a los científicos judíos le incitara a marcharse del país. Para entonces, sin embargo, los nazis ya habían encontrado la forma de aprovechar un tipo de gas desarrollado por el equipo de Haber (y que hasta entonces servía como insecticida) para transformarlo en un arma. De hecho, fue empleado con abundancia en los campos de concentración donde, por desgracia, parte de la familia judía de Haber pereció como consecuencia del mismo. Lo llamaríamos justicia poética, pero el caso es que Haber murió unos cuantos años antes de ver el resultado de las acciones: el karma, ese incompetente soldado, tiene extrañas y retorcidas maneras de obrar.

-El caso contrario es Linus Pauling. También químico, norteamericano, es conocido por sus descubrimientos sobre enlace químico (los famosos orbitales de Pauling que recordaréis los que habéis estudiado algún curso avanzado de química), por los que recibió el premio Nobel. Durante la guerra, contribuyó al esfuerzo bélico, pero rechazó entrar en el proyecto Manhattan. De hecho, después de la conflagración, se convirtió en un ferviente activista contra las armas nucleares, realizando campañas para impedir la proliferación nuclear que le valieron un segundo premio Nobel, esta vez de la Paz (creo recordar que es el único que ha recibido la distinción en ambas categorías). El galardón no estuvo exento de polémica, pues a Estados Unidos no le hizo gracia que promoviera la disensión pacífica con la URSS, y de hecho recibió un premio equivalente de la Unión Soviética. Su posicionamiento político le pasó factura en más de una ocasión: tuvo que dejar su trabajo en Caltech por las presiones de sus compañeros y, además, su mala fama de "comunista" hizo que le retuvieran en el aeropuerto durante un viaje a Inglaterra. La cuestión es que ese episodio tuvo repercusiones. Con anterioridad, Pauling había descubierto las hélices alfa y las láminas beta (dos conformaciones que adoptan ciertas secciones de las proteínas). Había propuesto una estructura helicoidal para la doble cadena del ADN que se aproximaba bastante a la realidad, pero su idea era reforzar el modelo con las imágenes de difracción de rayos X que había tomado Rosalind Franklin. Por desgracia, como a Pauling le retuvieron en aeropuerto en aquella ocasión, a las instituciones británicas se les encendió la lucecilla patriótica y decidieron que era mejor que fueran científicos locales los que se apuntaron el tanto, así que autorizaron a Wilkins, el jefe de Franklin, a enseñar sin el permiso de Franklin sus imágenes a los investigadores Watson y Crick, quienes tuvieron las bases para montar el modelo correcto, lo cual supuso su consagración como padres de la biología molecular, esa moderna disciplina cuya creación se consideraba adscrita a Pauling hasta que le arrebataron la posibilidad del descubrimiento. Por otra parte, Pauling tuvo tiempo para más: participó en un estudio que demostraba que buena parte del smog de las grandes ciudades se debía a los automóviles, así que se involucró en la creación de un coche eléctrico. Sin embargo, descubrió que la tecnología existente no permitía que el motor que estaba diseñando tuviera las ventajas del de combustión interna, así que le advirtió a la compañía con la que trabajaba que era poco probable que el consumidor lo prefiriera (aun así, la empresa se atrevió a lanzar el coche al mercado: tal y como preconizó Pauling, fue un desastre). Con toda esta lista de logros, supongo que Pauling entra en la lista de los científicos favoritos de todos nosotros, junto a Joseph Henry y Salk, de quienes hablamos en un post anterior, y algún otro ejemplo más.

-En el apartado de buenos científicos (y mejores personas) que hicieron cosas malas, por desgracia también tenemos que meter a Pauling. Como veis, le encantaba meterse en todos los fregados, pero cuando se enteró de que tenía una enfermedad renal de rara incidencia -que, con la ayuda de su médico, consiguió controlar mediante dieta-, se metió a investigar los efectos de las vitaminas. No fue el primer científico básico que se enredó en diversos bretes cuando descendió al campo más aplicado de la medicina (Newton, de hecho, se trataba a sí mismo mediante alquimia, con resultados bastante pobres). El problema es que Pauling empezó a ensalzar de manera desorbitada las propiedades de la vitamina C, y es por culpa de él por lo que existe el bulo de que ésta cura los resfriados. Pauling llegó a creer (es verdad que estas investigaciones las desarrolló en la parte final de su carrera científica) que la vitamina C era la panacea para casi todas las enfermedades vasculares. El químico, en concreto, creó el concepto "ortomolecular", que se refiere a que los efectos de ciertas moléculas pueden depender de su concentración -un hecho que es verdad, y de hecho normalmente las vitaminas ejercen sus efectos beneficiosos a concentraciones muy bajas. Sin embargo, varios pseudocientíficos aprovecharon esa idea para crear la "medicina ortomolecular", según la cual buena parte de las enfermedades pueden controlarse mediante la ingestión de nutrientes y vitaminas (lo cual es verdad para algunos casos pero no para otros), recomendando numerosos tratamientos que no han sido lo suficientemente testados y podrían conducir a daños en la salud. Los defensores de Pauling reclaman, por otro lado, que si bien la medicina tradicional nunca aceptó los postulados del premio Nobel, el solo hecho de que se adentrara en este área llevó a más científicos a investigarla -incluso aunque fuera para rebatir sus teorías- y nos proporcionó más información acerca del funcionamiento de las vitaminas.

-Finalmente, quisiera exponer un curioso caso. Para ello vamos a hablar de Pitt Rivers, que vivió a finales del siglo XIX y fue seguramente uno de los seres humanos más mezquinos que ha existido jamás. Llegó a llamar a los invitados de una fiesta organizada por su mujer para que no acudieran, lo cual causó gran desazón a su esposa. Estaba empeñado en que tanto él como su mujer fueran incinerados tras su muerte, cosa en la que ella no estaba de acuerdo y, durante las discusiones que mantenían sobre este tema, él le espetaba: "Arderás, mujer, arderás" (al final, Pitt Rivers murió antes y ella fue enterrada, conforme a sus propios deseos). Una vez se peleó con uno de sus hijos, lo expulsó de su casa, y prohibió que sus otros vástagos tuvieran cualquier tipo de contacto. Una de sus hijas burló la prohibición pero, cuando el padre lo descubrió, la azotó brutalmente con una fusta. Por otra parte, era arrendador de varias tierras, y disfrutaba desahuciando a los inquilinos que no pagaban, llegando a expulsar a una pareja de ancianos de una propiedad de la que luego no le interesó obtener ninguna rentabilidad. Como veis, una desgracia de ser humano. Eso sí, hay que reconocerle que fue de los primeros arqueólogos realmente profesionales: aplicaba los métodos científicos a las investigaciones y, lejos de seguir el patrón de "búsqueda del tesoro" -que llevó a los míticos Schliemann (Troya) y Evans (Creta) a malograr tantas piezas valiosas-, le daba gran importancia a los objetos cotidianos que servían para contextualizar los hallazgos arqueológicos. Es por su labor en este campo por lo que su vida se cruza en un momento clave con la de Sir John Lubbock. El padre de Lubbock era banquero, pero éste sintió desde muy pequeño la llamada por la formación científica (quizás de manera un poco exagerada, porque trató durante tres meses de enseñar a su perro a hablar). Llegó a tener un panal en su sala de estar para estudiar a las abejas, y era vecino de Charles Darwin -tenía la edad para jugar con sus hijos-, así que se hizo muy amigo del sabio británico y, con el tiempo, llegó a colaborar con él en el estudio de la biología de los insectos; hasta descubrió un tipo de ácaro. Pero Lubbock acabó siendo lo que quería su padre y terminó de banquero, restringiendo la ciencia a noches y fines de semanas. Lo curioso es que, desde allí y desde su también labor como político, promovió dos grandes medidas filantrópicas. Una fue el establecimiento de días de vacaciones adicionales fuera de los únicos cuatro que los empleados ingleses tenían durante todo el año, en lo que se denominó Bank Holidays, a pesar de que no estaban restringidas a los trabajadores de la banca -hay quien dice que Lubbock era muy aficionado al cricket y quería que los trabajadores libraran durante los grandes partidos de este deporte, pero esta afirmación no tiene muchos visos de veracidad-. Los empleados quedaron tan agradecidos, que esos días de fiesta fueron conocidos durante mucho tiempo con el apelativo de San Lubbock. La segunda iniciativa vendría de su interacción con Pitt Rivers, quien se acababa de convertir en su suegro, ya que Lubbock se había casado con su hija (la de la fusta). Por lo visto Lubbok y Rivers tenían casi la misma edad, así que es difícil saber cómo acabó relacionado con una chica de unos dieciocho años, aunque uno quiere pensar de que, viviendo bajo el yugo de un padre que te atiza con una fusta, cualquier cambio te parece a mejor. Tampoco sabemos lo que opinaba Lubbock del asunto pero, conociendo lo patriarcal que era la sociedad británica en aquella época, lo más probable era que, si le desagradaba el episodio, hubiera tenido que callárselo. La cuestión es que Lubbock (un reconocido divulgador sobre la Prehistoria que acuñó los términos "Paleolítico" y "Neolítico" entre otros) había contactado con un reconocido arqueólogo cuando más lo necesitaba. En aquella época, no había leyes que protegieran los descubrimientos arqueológicos de los desmanes que los dueños de las fincas donde se encontraban pudieran cometer contra ellos. Vestigios de gran relevancia histórica corrieron el riesgo de ser desplazadas por sembrados, tractores o carreteras a los que obstaculizaban. Un individuo de la época llegó a afirmar que Stonehenge estaba hecho una ruina y que no se podía sacar nada bueno de él. Desde América se ofrecieron pujas para llevarse la actualmente más famosa construcción arquitectónica del Reino Unido (con permiso del Big Ben) al otro lado del Atlántico. Desde la liberal Inglaterra, por otra parte, resultaba casi una herejía que alguien pudiera entrar en la propiedad de un terrateniente y decirle qué debía hacer con ella. Entonces, Sir John Lubbok decidió ofrecerle a Pitt Rivers un cargo desde el cual se encargaría de inventariar y controlar qué pasaba con dichos restos. La verdad es que el presupuesto que su oficina tuvo al cargo fue mínimo (en la fase final, no le pagaban siquiera un sueldo, sólo los desplazamientos; un año, por ejemplo, se le agotó el dinero en cercar un solo yacimiento), y su tarea se circunscribió a unos pocos lugares concretos. Sin embargo, lo cierto es que ese puesto, y también una normativa que garantizó un cierto control al estado sobre el destino de esas "piedras viejas", impidieron que grandes hallazgos imprescindibles para entender nuestro pasado acabaran desapareciendo de forma irreversible. Así que, como veis, es posible coger a un hombre tan maligno como Pitt Rivers, y enfocar su actividad para que haga algo bueno. Quizás esa es la lección que deberíamos aprender: no hay gente mala, es simplemente que la han orientado así. Disfrutad de la vida, y sed malos (dentro de un orden). Un abrazo.

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