lunes, 24 de agosto de 2020

El relato de agosto: "El invitado"

 El invitado


                El grito llegó abrupto desde el dormitorio.

                -¿Qué ocurre?-pregunté.

                -Fran -escuché un tono de indudable pánico-… Corre… Tienes que ver esto.

                En aquel instante miré la hora. Cómo no, tenía que ser así: faltaba poco para la medianoche. Una de las cosas que más he temido siempre son las urgencias al caer el día o de madrugada. Siempre he tenido miedo a que me sorprenda una situación angustiante, de ésas que no puedes eludir (un conato de muerte, una emergencia, un contexto que te obliga a segregar adrenalina), a ese tipo de horas. No hay sensación que me agarrote más que la idea de llegar a casa agotado del trabajo e imaginar: “justo como surja una emergencia ahora…”. La gente que ha vivido esa clase de circunstancias, para tranquilizarme, suele decirme que, cuando éstas aterrizan de improviso en tu vida, te da igual qué hora sea, porque a lo único a lo que le pones atención en aquel momento es a tratar de solucionarlas. No obstante, en mis ensoñaciones diurnas, le rezo a un Dios en el que no creo para que, el día que me tenga que llegar una de ésas, sea a primera hora de la mañana, con el cuerpo fresco y los sentidos alerta, a ser posible después de un café. Puede parecer una visión un poco frívola, pero ya me lo diréis cuando os toque atravesar alguna, y aparte del estrés y la urgencia te encuentres medio dormido y hecho migajas (y, en este caso, al final de un largo día de mudanza). La cuestión es que en aquel momento me temí que la llamada de alerta correspondiera un escenario de ese tipo. Aunque lo que me esperaba allí, en realidad, fue bastante más radical.

                Cuando Sheila señaló debajo de la cama, la primera hipótesis que esbocé fue que se tratara de un ladrón (¿quién no lo hubiera pensado, de hallarse en mi pellejo?), y tras agarrar un paraguas que se encontraba tumbado a un lado, volteé el somier y me dispuse a atacarle. Aunque lo cierto es que el ataque que desplegué apenas consistió en un par de bastonazos mal dados, porque la impresión general que producía aquel ¿ser?¿individuo?¿muchacho?, distaba mucho de la de una figura amenazante, y daba más la sensación -a pesar de haber aparecido debajo de mi cama- de que era yo quien le estaba maltratando. Su edad era bastante indefinida: oscilaría entre cuarenta muy juveniles o diecisiete muy mal llevados; el rostro ceniciento, las ojeras pronunciadas, las ropas ajadas, y un pelo de color paja, con aspecto quebradizo, que asemejaba que en cualquier momento se le iba a caer a jirones. Tenía las manos elevadas en un gesto que solicitaba a la vez comprensión y auxilio, y las palabras con las que nos abordó, mientras se defendía del ataque del paraguas con mango de cabeza de loro, nos dejaron paralizados:

-¡Ellos me dejaron!¡Ellos me dejaron aquí!

Sin embargo, fueron sus siguientes frases –proferidas ante la pregunta de qué diablos hacía allí- las que nos descolocaron:

                -Soy el espíritu de la relación de la pareja que vivía aquí antes. Ellos me dejaron abandonado en esta casa.

                No puedo transcribir con palabras lo que aquel sorprendente desconocido nos explicó a lo largo de la siguiente hora. Porque estoy seguro de que si lo hiciera, no sonaría verosímil, y eso no haría justicia a la sacudida mental que nos provocó. Al contrario, lo que nos contó aquella noche, absurdo y desquiciante como suena (y más procedente de aquel tipo con pinta de yonki), en aquel momento nos pareció tremendamente veraz, incluso aunque una opción como aquella, dentro de una mente racional, no fuera en absoluto posible. Con una forma de expresarse tan desorganizada como desmañado era aquel individuo, el recién llegado (en realidad, nos enteramos de que llevaba un día entero en la casa, manteniéndose oculto durante el transcurso de nuestra mudanza) nos confesó que, al darse cuenta de que sus ¿dueños?¿padres?¿anfitriones? se habían marchado, primero pensó que les había ocurrido algo; estuvo por llamar a la policía, al 112, a los hospitales. Sin embargo, luego se dio cuenta de que su mayor temor se había cumplido: de que -así de francamente- le habían abandonado. Como quien arroja a la basura un peluche viejo cuando se hace mayor, o deja tirado el despertador roto en una esquina porque no le cabe en las maletas. Y aunque aquel “espíritu de relación” sentía el mismo desamparo que a un hijo al que han dejado solo jugando en una gasolinera (pensando, en su ingenuidad mental, no sólo que volverán sus padres, sino que quizá siga aún por los alrededores el abuelito que dejaron allí el año anterior), era consciente aun así de que su presencia en la casa era un hecho difícil de justificar ante las autoridades. Por ello, cuando escuchó el sonido de nuestras llaves girando y abriendo la puerta, había corrido a esconderse debajo de la cama, como una cucaracha aterrada ante la presencia de la luz, y llevaba allí veinticuatro horas, contemplando nuestros tobillos entrar y salir mientras vigilaba cada uno de nuestros pasos. A pesar del susto de muerte que le había proporcionado a Sheila, y de lo intrusivo que había sido descubrir aquellos detalles sobre su ubicación (“¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos puesto a follar?”, interrogué a mi novia cuando nos fuimos más tarde a la cama), a mi chica le dio pena e insistió en que cenase las croquetas que habían sobrado y durmiera en la cama de invitados. Creo recordar que yo protesté un poco, aunque sin convicción (Sheila en cambio opinaba, al hablarlo más tarde, que yo me había quejado bastante), pero quizás la pereza al pensar en llamar a la policía o a los servicios sociales -¿os he mencionado ya lo mal que me sientan las urgencias a las doce de la noche?- me hizo plegar las alas y consentir en que durmiera allí, “pero sólo una noche”, afirmé rotundo. Aun así, y pese a las palabras pacificadoras de mi compañera durante la discusión que tuvo lugar en nuestro dormitorio el rato siguiente, no me quedé muy a gusto. De hecho, tardé largas horas en conciliar el sueño, y creo que permanecí con el ojo abierto buena parte de la noche, temeroso de que aquel desconocido apareciera en cualquier momento en el umbral de nuestro cuarto, sosteniendo un puñal o una botella de cristal roto.

                Al día siguiente, no obstante, las cosas se presentaron bajo una luz muy distinta. Sobre todo, porque esa misma luz del amanecer alumbraba el rostro prístino de aquel zagalín con cara de ángel y melena rubia como la de un joven aprendiz de futbolista, que no podía aparentar más allá de siete años. Si me había levantado con ganas de pensar que lo que habíamos vivido el día anterior era un sueño o un manifiesto timo, aquella imagen me desarmó por completo. Dadas las circunstancias, era mucho más difícil tanto echarle de casa como llamar a cualquier clase de funcionario municipal para explicarle lo ocurrido. Supongo que entonces Sheila vio cómo se materializaba un largo anhelo: “¿Y si lo adoptamos?”. Yo empecé a elaborar en mi mente una larga lista de obstáculos burocráticos. Pero entre que (pensándolo con frialdad) ésta se presentaba a priori como la solución más sencilla, además de los ojos de gacela ilusionada con que mi chica me contemplaba anhelante, no quise ser el león que devorara su sueño; así que asentí, en espera de que con el tiempo, se nos ocurriera una solución mejor. La cual, por supuesto, nunca llegó. O al menos, no acudió a tiempo de evitar que se precipitasen los acontecimientos.

                Hay que admitir que el chaval era encantador. Tenía ese aire ingenuo y brillante de las personas que no han vivido lo suficiente, ese fulgor de inocencia y pureza que muchos mataríamos por recuperar. Esa confianza en la vida que proporciona el hecho de que nadie te haya traicionado nunca. Parecía que todo era fresco y nuevo para él. Daba gusto hasta verle sorber la leche. Sheila le acariciaba maternal su melena y le limpiaba con mimo los berretes de una sustancia que, sobre los labios del pequeño Cupido, tenía apariencia de restos de divina ambrosía, al menos tal y como la degustaba y sonreía inmediatamente después. Durante esos primeros días, todo era maravilloso, pues era como haber tenido un hijo de golpe (un niño ideal, un querubín de los que desearía cualquier padre) sin tener que haber pasado por la agotadora fase de los pañales ni haber llegado a la insana época de rebeldía adolescente, con la doble satisfacción de que cada mirada de felicidad del muchacho reflejaba la prosperidad de nuestra propia situación. En aquellos días podríamos haber pasado por la típica familia de anuncio de agencia inmobiliaria, y hasta a mí, que soy poco dado a ese tipo de poses, me salía una sonrisa por la que hubiera matado un publicista de clínicas dentales. Por supuesto, si hubiera sabido lo que me esperaba, hubiera firmado porque el cuadro se hubiera quedado congelado del mismo modo para siempre, como las Meninas, imposibilitadas para crecer desde que las pintó Velázquez.

                Obviamente, sin embargo, hasta el contrato de alquiler de Adán y Eva tenía fecha de desistimiento; y algún día habrá de cesar de devorarle el hígado a Prometeo el águila. Primero fueron detalles sencillos, sin importancia. Un corte aquí. Una espinilla acá. Las cosas típicas de los niños. Alguna se desvanecía, pero al poco le volvían a crecer más. El problema es cuando, sin previo aviso, le aparece una verruga. ¿Eso qué quiere decir?¿Es que hay algo que no va bien?¿Y es por parte suya o por la mía? Supongo que Sheila se está preguntando lo mismo. Al fin y al cabo, los problemas son siempre de dos, aunque sólo pasen por la cabeza de uno. Aquella preocupación te reconcome, y puede que a causa de eso la verruga se haga más grande, y comience a brotar algo de acné. El día que se levantó con ojeras, ambos nos contemplamos con mirada culpable, y al mismo tiempo acusadora. Cuando apareció la primera cana, tuvimos una gran discusión.

                Ahora sé lo que sentía Dorian Gray, pero por partida doble. Veías en la cara del niño la mala leche de tu pareja, sus momentos flacos, sus defectos y miedos, pero sobre todo, también los tuyos. Contemplas en una cara humana (esculpida como si lo hubiera hecho Miguel Ángel) tu propia maledicencia, tus gestos de ruin y egoísta mezquindad. Los dos nos reprochábamos la fealdad hiriente que se le estaba quedando marcada en el rostro y, durante nuestras violentas discusiones, el chico no sabía dónde meterse, acabando siempre por refugiarse en los brazos de Sheila, quien me reprochaba mi escasa comprensión. En aquellos momentos, yo rememoraba aquellos debates estériles que tuvimos en su día acerca de si debíamos escolarizarlo o no, y me repetía a mí mismo que aquella acelerada transformación de sus facciones nos había hecho ser conscientes al fin de que no se trataba de un niño, sino de una criatura fantasmal surgida de algún inextricable infierno. “Como nuestra propia relación”, pensé en un destello fugaz e involuntario. Y entonces le salió, de golpe, en su otrora inmaculada efigie, una arisca arruga más.

                Así fue como el muchacho volvió a parecerse, de manera paulatina, de nuevo a aquel vagabundo desarreglado y zaherido que nos hallamos en un principio. “No me extraña que lo abandonaran”, reflexioné, aunque supe que Sheila me hubiera reprendido por pensar eso –y seguramente lo hiciera, ahora que podía leer mi mente tan fácilmente a través del rostro del chico, que con el tiempo se iba haciendo menos joven-. Lo que empezó con comentarios irónicos siguió con pullas, más tarde con gritos, finalmente con platos volando hacia la cabeza. En medio de aquel desbarajuste, la cabeza medita sobre alguna manera digna de huir de casa, de escapar de las preocupaciones, de largarse de allí. Quizás cometes algún desliz que no debías. Fue entonces cuando un día llegué a casa tarde, a las diez de la noche, y me encontré lo que más temía: una situación que no podía rehuir. Una pelea monumental de ésas que te obligan a hacer la maleta y buscar un hotel o llamar a un amigo que te acoja en casa de manera imprevista. Una emergencia del tipo del fin del mundo: el fin del mío, de mi mundo. En pleno centro del torbellino, con voces arrojadas de un lado a otro como olas que zarandean a un barco que no tiene más opción que zozobrar, no nos acordamos de dónde estaba el muchacho, y sólo nos dimos cuenta cuando escuchamos el crujido de apertura de una ventana, ésa que nunca abrimos. Sheila y yo nos miramos a los ojos y salimos corriendo. Nos dio tiempo a verle, volviendo un segundo la cabeza bajo el marco de la ventana, con aquel rostro pálido y demacrado, contemplándonos con una mezcla de esperanza y desesperación, justo antes de arrojarse al vacío. Durante un segundo, permanecimos paralizados, esperando un sonido que no nos atrevíamos a escuchar.

Cuando sacamos la cabeza para mirar a la calle, sin embargo, no encontramos los morbosos restos humanos despanzurrados que temíamos y, al mismo tiempo, estábamos deseando no hallar. Tanto acera como calzada se hallaban desiertas, frías y húmedas. Era como si aquel ser humano, que había entrado en nuestras vidas como surgido de un sortilegio mágico, se hubiera volatilizado en el aire…

Nos quedamos en silencio un rato. A retazos, nos contemplábamos de vez en cuando, sin atrevernos del todo a mirarnos. Tras ese tiempo, nos abrazamos.

Nos fuimos a la cama sin añadir nada más.

*                                            *                                             *

A la mañana siguiente, habíamos acumulado el valor suficiente para hablar de ello. Y para darnos cuenta de que todo aquello –por mucho que no quisiéramos reconocerlo- lo habíamos hecho nosotros. Que, a pesar de no haberle puesto nunca la mano encima a aquel extraño ser con el que habíamos convivido, era como si le hubiéramos lanzado de manera intencionada por la ventana. Que nosotros, gentes civilizadas, cultas, de ésos que nos creemos “buenas personas”, le habíamos convertido en ese despojo sin resuello.

                Sheila y yo estuvimos hablando durante un rato. Al final, nos besamos. Decidimos que nos daríamos otra oportunidad. Y que luego lo dejaríamos o no, pero en todo caso, si fuera así, sería distinto, de otra manera. Sheila encontró en el baño uno de los mechones de pelo que a nuestro ¿invitado?,¿amigo?, se le habían caído cuando le empezó a entrar alopecia. Lo plantó en una maceta de cristal que teníamos hasta entonces vacía, sin saber muy bien qué esperar.

                Han pasado seis meses desde aquello. Ahora estamos mejor. Más felices. Dicen que al primer amor se le quiere más, y al segundo mejor. Quizás hayamos aprendido a hacer lo segundo con el primero. Del mechón de pelo plantado en la maceta ha empezado a crecer una planta. Pero lo más sorprendente es que, dentro de la tierra, por debajo, a través de las paredes transparentes de la maceta, y oculto por una capa de tierra muy tenue, empieza a vislumbrarse un huevo. Dentro de él, un ente similar a un diminuto homúnculo parece atisbarse, aunque es difícil distinguirle el rostro, oculto por una incipiente mata de pelo que no para de brotar.

Quién sabe lo que sucederá en el futuro. Hemos preparado, por si acaso, una maceta más grande. Pero, por si acaso también, ahora duermo con una pala muy cerca de la cama. No quiero que a las doce de la noche de cualquier día, un invitado desnudo de pelo pajizo salga cubierto de tierra y me diga que debo cubrir una emergencia porque algo se encuentra realmente mal.

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