lunes, 11 de octubre de 2021

El relato de octubre: "Grand Slam"

 Grand Slam

 

               La verdad es que nadie sabía de dónde habían sacado el dinero. Pero bueno. Quiero decir, que no todo el mundo puede permitirse contratar a los tres mejores tenistas del mundo para un anuncio. A ver, que uno lee esto y lo primero que tiende a elucubrar son toda clase de teorías sobre maquiavélicas conspiraciones. Que si de dónde han sacado esa pasta… que si fraude fiscal… ¡Pero ése no es el caso! Aquí hemos venido a contar otra historia distinta; una que afecta al corazón humano. Una que habla sobre nuestras motivaciones y el significado mismo del concepto de deporte. Pero no adelantemos acontecimientos. Decíamos que la empresa había reunido a los tres para un anuncio… que a saber si les pagaban con un cheque o con dinero negro… ¡Maldita sea, hemos dicho que ése no era el tema!

                El asunto es que ya sabéis cómo es esto de rodar un anuncio. Todo se prepara para no perder ni un segundo y, al final, los sucesivos retrasos implican que tienes a unas cuantas figuras estelares (para las que cada cinco minutos de tiempo perdido suponen, con el ruidito de máquina registradora, unos cuantos millones a deber) mano sobre mano, esperando y cazando moscas, delante de un catering que no pueden ni degustar, no sea que el entrenador les eche una bronca por saltarse la dieta. Lo cierto es que, si nos remontamos atrás en el tiempo, estos tres dioses del tenis, cada uno con su capacho de Grand Slams a la espalda, no habían podido cruzarse mucho últimamente. Para empezar, por las exigencias del calendario, que les llevaban de un lado para otro, de acá para allá, sin posibilidad de detenerse ni un segundo para permanecer con familia y amigos, menos aún con los adversarios, con los que se mantenía una educada rivalidad. Para seguir, por las lesiones. Helvetio, el más mayor de los tres, se había visto crucificado a lo largo de los últimos años por las mismas. Ya no es que llegara tocado a los campeonatos: es que prácticamente no tenía oportunidad de participar en ninguno de ellos. Una historia similar le ocurría a Íbero. Aunque, en su caso, una estudiada planificación le permitía llegar a su campeonato fetiche, el Trofeo del Elíseo, en las condiciones óptimas para disputarlo con garantías. Así, a Grand Slam por año, en una fase de decadencia física después de desgastarse a fondo durante la primera parte de su carrera, esperaba prorrogar su racha un poco más en esa dura pugna que mantenía a los tres en vilo por ver quién se coronaría como el mejor tenista de todos los tiempos. Y, en fin, estaba Slavan, el más joven y el que se hallaba más en forma, el gran favorito en las quinielas para auparse vencedor por encima de todos ellos y marcar una diferencia que ninguno de los otros dos podía superar. Sin embargo, se le había visto impreciso en los últimos torneos, justo cuando estaba a un solo Grand Slam (uno solo) de compartir la marca que los tres poseían. Más que impreciso, nervioso. Los pequeños fallos dieron lugar a otros más grandes, lo cual le llevó a caer en partidos que no hubiera esperado perder. A consecuencia de estas derrotas, en su rostro por lo normal impenetrable aparecieron la tensión, los gestos de rabia, los malos modos. El público, tan soberano y tan volátil en sus preferencias y sus manifestaciones, empezó a encabritarse con él y a increparle de manera primero puntual y luego sistemática a lo largo de los siguientes partidos, lo cual provocó que Slavan fuera aún más lejos en sus manifestaciones de cólera, generando un círculo vicioso imposible de sofocar. La cuestión es que los tres se hallaban atravesando, a lo largo de la presente temporada, tiempos difíciles. Se notaba, en la fase de espera del anuncio, el agarrotamiento de músculos y nervios en la manera en que masticaban con precaución (histéricos al reflexionar sobre qué dirían la báscula y el nutricionista) una minúscula galletita. El que más abatido asemejaba de todos era Helvetio, el cual ni siquiera comía: los dedos entrecruzados, los codos rígidos sobre el reposabrazos. Y, entonces, como si fuera el aliento de un dios olímpico que hubiera pasado por allí, sonó una tos, aunque ninguno de los tres se hubiera atrevido a decir que había sido él quien la había provocado. Y, quizás espoleado por aquel sonido furtivo que había encendido la mecha, Helvetio se atrevió a hablar.

               <<Quería comentaros una cosa>>, anunció con aire solemne, y se recolocó para proseguir. <<Luego lo anunciaré en rueda de prensa y eso, pero, si me prometéis discreción, y aprovechando que estamos aquí, prefería revelároslo en petit comité antes>>. Tragó saliva antes de continuar. Les comentó brevemente el asunto ya conocido de sus lesiones, y cómo llevaba sufriéndolas/viviéndolas/arrastrándolas a lo largo de los últimos años. <<Al final, se nos está haciendo a todos muy cuesta arriba. A mí, a mi familia, a mi entorno… Mi entrenador y mi fisioterapeuta siempre se muestran, cada vez que hablan conmigo, muy confiados, pero por sus expresiones intuyo...>>. Fue allí cuando se derrumbó. Como si una presa se hubiera roto por una pequeña grieta y, entonces, sus ciclópeas piedras (tan descomunales como los hombros de Helvetio) se rajaran por completo de arriba abajo. Dijo que la rehabilitación se le estaba haciendo imposible. Que tenía dolores insoportables. Que veía cómo, a pesar de todos los sacrificios y privaciones, ya no era capaz no de aspirar a una competición, sino ni siquiera de empezar el torneo. Helvetio confesó que esa sensación le frustraba cada vez más, y que ya no estaba dispuesto a soportarlo. Era muy duro decir que iba a dejar para siempre el tenis profesional, aquella actividad que tanto amaba, pero… había de confesar que, en realidad, era el deporte de élite el que le había abandonado a él. Aquella declaración sorprendió a los otros dos tenistas como un torrente desbocado y desbordante, cual si un tótem sagrado se hubiera derrumbado y a continuación hecho añicos. Para ellos incluso, para sus competidores, aquel hombre constituía una leyenda: era el espejo en el que se habían contemplado, aquel enemigo que aspiraban a ser. En un primer momento habían de confesar que se sintieron aliviados, sí, de que renunciara a la carrera por constituirse en el mejor de todos los tiempos; pero al mismo tiempo les invadía una subterránea desazón, e incluso miedo: ¿no estarían cometiendo una profanación al intentar superarle a él, al adorado, al elegante, a quizás el hombre que más clase había despegado en la pista desde que a alguien se le ocurrió trazar unas rayas sobre la arena y pegarle a una pelota con una raqueta? Aquella exhibición íntima de sentimientos, además, tan impropia en la gente de su profesión, les había desarmado. Quizás fue por ello por lo que Íbero tomó la palabra, sin casi reflexionar. <<A mí también me gustaría decir algo>>, confesó. <<La última temporada me ha resultado muy problemática. Como sabéis, todo lo organizo alrededor del Trofeo del Elíseo, pero eso supone que, 364 días al año, vivo centrado en una única jornada que, si va bien, es maravillosa, pero, si sale mal… Hace dos años gané, y al día siguiente era un volver a empezar, otra vez lo mismo, como ese personaje griego al que le hacen subir de manera cíclica una piedra por una montaña para que luego se caiga nada más alcanzar la cima, y tenga la obligación de volverla a ascender. Y el año pasado, me eliminaste>>, dijo dirigiéndose a Slavan, <<y me pasé hundido las siguientes semanas. No sé si quiero pasar otro año igual, sacrificándolo todo en función de una recompensa que durará apenas veinticuatro horas, en el mejor de los casos. No sé si soportaría otra decepción como la del año pasado. Me paso con dolores perpetuos de la mañana a la noche, quizás no tanto como tú, Helvetio>>, se volvió hacia el otro lado, <<pero se incrementa conforme avanzan los partidos y la temporada. Los días antes de los encuentros trascendentales, el estómago se me retuerce de la tensión y lo paso fatal. Lo dicho, lo he estado pensando mucho tiempo… y creo que lo que nos has contado hoy me ha incitado a dar el paso. Ya está, ya lo he dicho. Mañana me echarán la bronca mi entrenador, mi manager, mi equipo… Pero, lo que es hoy, me siento aliviado. Enhorabuena, Slavan. Tienes campo libre para superarnos>>. Y, cuando dijo esto, no lo hizo con acritud, ni tampoco cargado de amargura. Al contrario: en verdad, su aura emanaba relajación, y daba la sensación de que le deseaba al más joven de los tres tenistas una sincera enhorabuena. Se hizo en aquel momento un silencio plúmbeo entre los tres. Daba la sensación de que llevaban demasiado tiempo abandonados, para ser el tipo de personas de las que todos los habitantes de la humanidad desean un trocito que atrapar, el cual solicitan cada cinco minutos. Sin embargo, a pesar de esa sensación de apremio, o precisamente a causa de ello, Slavan –cuya cara hasta entonces había sido una máscara- habló de modo atropellado, como una espita que se suelta aunque el resto de las válvulas del mecanismo intentan mantenerla cerrada, porque la presión desde el interior es más fuerte: <<Yo también lo dejo>>, explotó. Y, ante la estupefacción de sus colegas, prosiguió. Dijo que la tensión le estaba matando. Que esa presión por llegar a ser el mejor, día a día, le estaba amargando los partidos. Que ya no disfrutaba del tenis. Que había llegado a odiar el deporte al que había dedicado su vida desde que tenía siete años. Y le había hecho convertirse en un tipo amargado, irascible, cosa que empezaba a repercutir en sus relaciones personales. <<No admiro a ninguna persona más que a vosotros dos, chicos>>, expresó a tumba abierta. <<Y prefiero ser uno más al lado de vuestros nombres que un individuo aislado sin relación con vosotros>>. Entonces, de manera extraña, como un resorte, se levantó. A continuación, con movimientos muy lentos, se aproximó hacia donde se hallaban ambos, quienes se sintieron primero impelidos a actuar por pura correspondencia, pero más tarde por propia voluntad, sin remilgos, y los tres se abrazaron, de una manera silente pero sentida, durante unos cuantos minutos en que los músculos descansaron, los ligamentos dejaron de mantenerse atenazados y las almas se sintieron, al fin, liberadas. Luego, se incorporaron y se dieron varias palmaditas cómplices en el hombro, y fue más o menos en ese momento cuando aparecieron los responsables del anuncio para llevarles al set, y ninguno sabía explicarse del todo por qué las zonas de la piel alrededor de los ojos de las tres estrellas mundiales se hallaban enrojecidas, ni por qué el ambiente del rodaje fue tan jovial. En un pequeño receso, uno de los tres alzó la vista e inquirió a los demás: <<¿Cuándo lo anunciamos?>>, a lo cual otro cualquiera contestó: <<Mañana nos conectamos por videollamada y lo hablamos>>. Y, en efecto, eso hicieron. Al principio, los tres estaban nerviosos. A pesar de haber conversado con su entorno y haber llegado a un acuerdo con las diversas partes implicadas, a pesar de la rotundidad y la seguridad de su decisión, en aquel momento a los tres asaltaron dudas. ¿Y si uno de ellos se desligaba del acuerdo que habían firmado?¿Y si lo hacían ellos mismos, para así adelantarse a la hipotética traición de demás?¿Y si fingían coordinarse para, en el último minuto, en rueda de prensa, desdecirse, y así dejar el camino expedito para alzarse con el trofeo no oficial de mejor tenista de todos los tiempos, en solitario? Pero nada más se conectaron a la videollamada y se miraron a los ojos, se rieron y supieron que ninguna de estas fatalistas opciones iba a convertirse en realidad. Desplegaron la buena nueva los tres juntos en rueda de prensa, y lo más chocante del asunto era lo serenos que se encontraban frente a las miradas atónitas de los periodistas, que se mostraban traumatizados. El buen humor les acompañó incluso al bajar del estrado, donde seguían intercambiando chanzas y chistes. Aunque la mejor coda a esta historia tuvo lugar al día siguiente. Helvetio, trastornado por el jet lag horario (la declaración pública la habían hecho en una ciudad neutral) y por la alteración de sus rutinas, se levantó pronto y accedió a la pista de tenis del hotel, donde practicó unas bolas. Poco después pasó por allí Íbero, y empezaron a pelotear juntos. El tercero en aparecer fue Slatan, que se incorporó a un improvisado rey de la pista. Al día siguiente, comenzaron la preparación del Torneo de los Tres Campeones, una competición extraoficial y fuera de temporada donde el único requisito era no contar los puntos, y jugar por el puro gusto de correr y darle a la pelota. Su existencia se prolongó durante muchos años y dicen que, durante todo aquel tiempo, lo más sorprendente de la actitud de los tres reyes del tenis era que éstos exhibían, de manera perenne e imborrable, una victoriosa mirada de felicidad.

 

Este relato no se haya inspirado en ningún hecho real, sino en la imaginación calenturienta del autor. Las personalidades de los caracteres desplegados son completamente inventadas, ya que, por suerte o por desgracia, el creador de este cuento no tiene acceso a la mente de ningún deportista de élite. Si existe alguna coincidencia con la imagen de alguna figura conocida del deporte, el lector pude atribuírselo a la influencia que tiene la realidad en nuestra capacidad de para elaborar mitos, los cuales suelen acontecer de un modo siempre mucho más ordenado y redondo que la caótica realidad que nos gobierna. A quien quiera que algún día se alce con el título de tenista con más Grand Slams de la historia, de todo corazón, mi más honesta enhorabuena.

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