Una historia de amor completamente falsa
Empezaré
a contar esta historia por el final o, por así decirlo, como yo la conocí.
Estaba con un amigo al que suelo ver de Pascuas a Ramos, porque ha marchado a
vivir en otra ciudad. En un momento determinado, mi amigo me pregunta por un
antiguo affaire y, para hacerlo,
utiliza una especie de clave críptica, preguntando por la muchacha como si
fuera un número de teléfono (supuestamente el de la chica). Yo le respondo que
no, que eso se acabó hace mucho. De hecho, aunque no se lo describo, recuerdo el
momento. Ocurrió en uno de los períodos en que la relación con mi novia actual
y yo pasó por un impasse, y estábamos
pero sin estar. En aquella época yo habitaba un pequeño piso de soltero en un
barrio de ésos de calles rectangulares, donde cada casa diminuta es exactamente
igual a todas las demás. Puedo rememorar con nitidez una instantánea concreta
de aquel encuentro: ella y yo, saliendo de la cama, vistiéndonos, sin saber muy
bien cómo se presentará a partir de ahora el futuro. Los dos habíamos sido
amigos durante años, y aunque yo había anhelado durante mucho tiempo
una conexión de ese estilo, lo cierto es que nunca se había dado la oportunidad
de producirse. Ahora, sin embargo, se había obrado el milagro, pero ambos
sabíamos que aquello no podía durar. Quizás por muchas razones, entre las
cuales podríamos aducir unas cuantas relacionadas con el carácter y el estilo
de vida, pero, sobre todo, por cuestiones de movilidad geográfica. De hecho,
ella se fue a vivir al poco tiempo a otro país y durante muchos meses no
volvimos a contactar. Fue entonces cuando me di cuenta de la incoherencia
lógica: ¿cómo había quedado yo exactamente con ella?¿No le dije nada, no volví
a hablar, ni siquiera por teléfono? Y al ser consciente de ese aspecto concreto,
fue cuando me percaté de que todo el relato era falso. Entonces me desperté.
Me
levanté en un estado de turbación. Durante los siguientes diez minutos, después de
auparme de la cama, estaba convencido de que el encuentro sexual con aquella
amiga había sido real. Lo que me chocaba es que muchos detalles de esta biografía
no cuadraban: yo no había tenido ningún impasse
con la novia con la que estuve en ese momento (y con la que ahora no estoy,
de hecho, lo cual tampoco me cuadraba con la conversación con mi amigo).
Tampoco era capaz de recordar ningún instante concreto en que las relaciones
con esta muchacha pudieran llegar a un punto en el que se deslizaran por el
terreno de la intimidad. De hecho, la única vez que le hice una insinuación de
ese tipo, ella me rechazó –muy educadamente, eso sí, y con mucho tacto;
seguimos siendo grandes amigos, antes y también después-. De hecho, estuve
pensando, y sí que había contactado con ella cuando se marchó a otro país.
Estuvimos conversando, hasta la visité, junto a mi nueva familia y mis tres
hijos. Pero no hablamos de aquel incidente que se había desarrollado en aquel
piso diminuto y la causa fue, simplemente, porque no existió. La verdad se
abrió a la luz lentamente, como un cuchillo que corta un papel no demasiado
estirado y tiene dificultades para traspasarlo pero, por fin, encuentra un
punto donde la punta consigue horadar la superficie, y a partir de ahí sale a
la luz, completamente expuesto. Así pues, aquello había sido un sueño: no
reflejaba ningún recuerdo real. En retrospectiva, todo tenía sentido: por un
lado, el teléfono que había usado mi amigo como clave no cuadraba con ningún
número conocido. Por otro, este amigo tampoco había tenido ocasión de conocer
aquella hipotética relación. Pero fue un minúsculo dato el que me confirmó, de
manera meridiana, la verdad: era que no era capaz de recordar los detalles de
la biografía de su cuerpo. En efecto, en
mi mente se dibujaba una imagen de ella desnuda, tan bella y corpórea
como volátil ya que, si modificaba algún pormenor específico (la posición de
los lunares, el número de los mismos sobre su pálida, nívea, espalda), el
conjunto era tan coherente como el anterior. Así pues, si todas las imágenes
eran igual de verdaderas, estaba claro que el conjunto de ellas era por
supuesto falso. Aquel espurio recuerdo nunca había existido, y sólo era un
producto de mi imaginación.
Sin
embargo, parecía tan real… Y supongo que éste era el secreto de todo. Dicen que
las mujeres se arrepienten de las personas con las que se han acostado y les
han decepcionado. A los hombres nos ocurre al contrario y, en cambio, nos
sentimos dolidos (una especie de nostalgia de algo que nunca existió) por esas
mujeres con las que nunca llegamos a alcanzar la comunión física. Supongo que eso
es en parte lo que me ocurre a mí, y es una espinita que llevaré clavada toda
la vida. No hablo ya exclusivamente del terreno de la pasión o de la lujuria:
la chica en cuestión siempre me ha caído bien y, de una manera inconsciente, he
sentido la necesidad de ayudarla, de protegerla, de ser una persona que esté a
su lado para apoyarla… Supongo que, para ella, una relación carnal de ese tipo
no le hubiera aportado demasiado, y sólo hubiera entorpecido nuestra amistad.
Además, como he dicho, diversas circunstancias hubieran hecho muy complicado
que aquello desembocara en una convivencia sólida, ya que lo más probable es
que nuestros caminos se hubieran separado más pronto que tarde. En ese sentido,
cabría pensarse que, para mucha gente (incluyendo también mi amiga), un suceso
de este tipo sería considerado, a posteriori, un fracaso. Pero, en mis
fantasías, quiero pensar que un encuentro de esa clase hubiera significado algo
importante y, de alguna manera, nos hubiera aportado una experiencia que
enriqueciera nuestras vidas. Quizás yo hubiera sido capaz de transmitirle parte
del cariño que todavía atesoro por ella y, de ese modo, ese legado hubiera
formado parte de su existencia. Quién sabe: quizás soy demasiado presuntuoso
sobre el efecto que puede ejercer una noche –o yo mismo- sobre la apreciación,
la felicidad o la autoestima de una persona. Sí que sé que a mí me hubiera
encantado recorrer esa piel desnuda cuyos detalles geográficos no conozco;
memorizarlos a fondo; saborearlos del todo, al menos, una sola vez. Una efímera
oportunidad.
Y
entonces entiendo que es para eso para lo que existen los sueños. Aunque yo no
haya disfrutado de ese momento, el hecho de haber pasado por esa divagación
onírica me ha hecho experimentar algo que, en el plano real, nunca he tenido
ocasión (ni la tendré) de probar. Pero la vivencia ha sido tan nítida que es
casi como si hubiera sucedido. Supongo que es ésa la función, al menos en
parte, de esas extrañas imágenes que pueblan por la noche nuestras camas:
proporcionarnos las experiencias de las que hemos carecido, suplir los déficits
que vamos acumulando por el camino. Porque sin la imaginación, y una cierta
capacidad de autoengaño, nuestro paso por este valle de lágrimas sería poco
menos que insoportable.
A
veces despreciamos los sueños. Los consideramos meras distracciones de los
fenómenos que ocurren cuando estamos despiertos, que son los auténticamente
relevantes. Pero igual que las andanzas del conde de Montecristo nunca se han
producido (y a muchos nos han aportado horas de diversión y felicidad), a mí el
sueño de aquel día me infundió una tranquilidad de espíritu que de algún modo
necesitaba. Yo, en ese sentido, estoy agradecido. Por supuesto, esto nunca se
lo voy a confesar a mi amiga. Lo que haya ocurrido entre su representación de
mi mente y yo queda dentro de mi cráneo. Quizás, algún día, esa chica
imaginaria premie mi fidelidad presentándose de nuevo en mis noches, y
aportándome un nuevo relato que será mentira, pero que, desde luego, no pienso
despreciar.
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