miércoles, 1 de diciembre de 2021

El relato de diciembre: Una historia de amor completamente falsa

 Una historia de amor completamente falsa

               Empezaré a contar esta historia por el final o, por así decirlo, como yo la conocí. Estaba con un amigo al que suelo ver de Pascuas a Ramos, porque ha marchado a vivir en otra ciudad. En un momento determinado, mi amigo me pregunta por un antiguo affaire y, para hacerlo, utiliza una especie de clave críptica, preguntando por la muchacha como si fuera un número de teléfono (supuestamente el de la chica). Yo le respondo que no, que eso se acabó hace mucho. De hecho, aunque no se lo describo, recuerdo el momento. Ocurrió en uno de los períodos en que la relación con mi novia actual y yo pasó por un impasse, y estábamos pero sin estar. En aquella época yo habitaba un pequeño piso de soltero en un barrio de ésos de calles rectangulares, donde cada casa diminuta es exactamente igual a todas las demás. Puedo rememorar con nitidez una instantánea concreta de aquel encuentro: ella y yo, saliendo de la cama, vistiéndonos, sin saber muy bien cómo se presentará a partir de ahora el futuro. Los dos habíamos sido amigos durante años, y aunque yo había anhelado durante mucho tiempo una conexión de ese estilo, lo cierto es que nunca se había dado la oportunidad de producirse. Ahora, sin embargo, se había obrado el milagro, pero ambos sabíamos que aquello no podía durar. Quizás por muchas razones, entre las cuales podríamos aducir unas cuantas relacionadas con el carácter y el estilo de vida, pero, sobre todo, por cuestiones de movilidad geográfica. De hecho, ella se fue a vivir al poco tiempo a otro país y durante muchos meses no volvimos a contactar. Fue entonces cuando me di cuenta de la incoherencia lógica: ¿cómo había quedado yo exactamente con ella?¿No le dije nada, no volví a hablar, ni siquiera por teléfono? Y al ser consciente de ese aspecto concreto, fue cuando me percaté de que todo el relato era falso. Entonces me desperté.

               Me levanté en un estado de turbación. Durante los siguientes diez minutos, después de auparme de la cama, estaba convencido de que el encuentro sexual con aquella amiga había sido real. Lo que me chocaba es que muchos detalles de esta biografía no cuadraban: yo no había tenido ningún impasse con la novia con la que estuve en ese momento (y con la que ahora no estoy, de hecho, lo cual tampoco me cuadraba con la conversación con mi amigo). Tampoco era capaz de recordar ningún instante concreto en que las relaciones con esta muchacha pudieran llegar a un punto en el que se deslizaran por el terreno de la intimidad. De hecho, la única vez que le hice una insinuación de ese tipo, ella me rechazó –muy educadamente, eso sí, y con mucho tacto; seguimos siendo grandes amigos, antes y también después-. De hecho, estuve pensando, y sí que había contactado con ella cuando se marchó a otro país. Estuvimos conversando, hasta la visité, junto a mi nueva familia y mis tres hijos. Pero no hablamos de aquel incidente que se había desarrollado en aquel piso diminuto y la causa fue, simplemente, porque no existió. La verdad se abrió a la luz lentamente, como un cuchillo que corta un papel no demasiado estirado y tiene dificultades para traspasarlo pero, por fin, encuentra un punto donde la punta consigue horadar la superficie, y a partir de ahí sale a la luz, completamente expuesto. Así pues, aquello había sido un sueño: no reflejaba ningún recuerdo real. En retrospectiva, todo tenía sentido: por un lado, el teléfono que había usado mi amigo como clave no cuadraba con ningún número conocido. Por otro, este amigo tampoco había tenido ocasión de conocer aquella hipotética relación. Pero fue un minúsculo dato el que me confirmó, de manera meridiana, la verdad: era que no era capaz de recordar los detalles de la biografía de su cuerpo. En efecto, en  mi mente se dibujaba una imagen de ella desnuda, tan bella y corpórea como volátil ya que, si modificaba algún pormenor específico (la posición de los lunares, el número de los mismos sobre su pálida, nívea, espalda), el conjunto era tan coherente como el anterior. Así pues, si todas las imágenes eran igual de verdaderas, estaba claro que el conjunto de ellas era por supuesto falso. Aquel espurio recuerdo nunca había existido, y sólo era un producto de mi imaginación.

               Sin embargo, parecía tan real… Y supongo que éste era el secreto de todo. Dicen que las mujeres se arrepienten de las personas con las que se han acostado y les han decepcionado. A los hombres nos ocurre al contrario y, en cambio, nos sentimos dolidos (una especie de nostalgia de algo que nunca existió) por esas mujeres con las que nunca llegamos a alcanzar la comunión física. Supongo que eso es en parte lo que me ocurre a mí, y es una espinita que llevaré clavada toda la vida. No hablo ya exclusivamente del terreno de la pasión o de la lujuria: la chica en cuestión siempre me ha caído bien y, de una manera inconsciente, he sentido la necesidad de ayudarla, de protegerla, de ser una persona que esté a su lado para apoyarla… Supongo que, para ella, una relación carnal de ese tipo no le hubiera aportado demasiado, y sólo hubiera entorpecido nuestra amistad. Además, como he dicho, diversas circunstancias hubieran hecho muy complicado que aquello desembocara en una convivencia sólida, ya que lo más probable es que nuestros caminos se hubieran separado más pronto que tarde. En ese sentido, cabría pensarse que, para mucha gente (incluyendo también mi amiga), un suceso de este tipo sería considerado, a posteriori, un fracaso. Pero, en mis fantasías, quiero pensar que un encuentro de esa clase hubiera significado algo importante y, de alguna manera, nos hubiera aportado una experiencia que enriqueciera nuestras vidas. Quizás yo hubiera sido capaz de transmitirle parte del cariño que todavía atesoro por ella y, de ese modo, ese legado hubiera formado parte de su existencia. Quién sabe: quizás soy demasiado presuntuoso sobre el efecto que puede ejercer una noche –o yo mismo- sobre la apreciación, la felicidad o la autoestima de una persona. Sí que sé que a mí me hubiera encantado recorrer esa piel desnuda cuyos detalles geográficos no conozco; memorizarlos a fondo; saborearlos del todo, al menos, una sola vez. Una efímera oportunidad.

               Y entonces entiendo que es para eso para lo que existen los sueños. Aunque yo no haya disfrutado de ese momento, el hecho de haber pasado por esa divagación onírica me ha hecho experimentar algo que, en el plano real, nunca he tenido ocasión (ni la tendré) de probar. Pero la vivencia ha sido tan nítida que es casi como si hubiera sucedido. Supongo que es ésa la función, al menos en parte, de esas extrañas imágenes que pueblan por la noche nuestras camas: proporcionarnos las experiencias de las que hemos carecido, suplir los déficits que vamos acumulando por el camino. Porque sin la imaginación, y una cierta capacidad de autoengaño, nuestro paso por este valle de lágrimas sería poco menos que insoportable.

               A veces despreciamos los sueños. Los consideramos meras distracciones de los fenómenos que ocurren cuando estamos despiertos, que son los auténticamente relevantes. Pero igual que las andanzas del conde de Montecristo nunca se han producido (y a muchos nos han aportado horas de diversión y felicidad), a mí el sueño de aquel día me infundió una tranquilidad de espíritu que de algún modo necesitaba. Yo, en ese sentido, estoy agradecido. Por supuesto, esto nunca se lo voy a confesar a mi amiga. Lo que haya ocurrido entre su representación de mi mente y yo queda dentro de mi cráneo. Quizás, algún día, esa chica imaginaria premie mi fidelidad presentándose de nuevo en mis noches, y aportándome un nuevo relato que será mentira, pero que, desde luego, no pienso despreciar.

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