lunes, 20 de junio de 2022

El relato de junio: Un asunto pendiente

Un asunto pendiente

¿Por dónde íbamos? Ah, sí, ya me acuerdo. Después de esta interrupción, causada por mi mala cabeza (ya sabéis, uno tiene ya una edad, y se olvida a menudo de lo que estaba contando), volvemos ahora al centro de mi relato. Cuando Priscilla se levantó aquella mañana y se preparó para ir a trabajar, como todos los días, no sabía por qué inalcanzables caminos le iba a conducir el destino. Entre otras cosas porque, justo después de dejar preparados los tuppers para que su chico, el encantador Annand (qué guapo es, pensaba cada vez que le miraba, y le miraba mucho), los tuviera a mano cuando se levantara; de arropar por última vez al muchacho para que no pasara frío; de depositar un tierno beso en su frente para despedirse; de que Priscilla se echara un último vistazo en el espejo, y se colocara el bolso a modo de lanza medieval mientras salía a la calle; lo dicho, después de todo eso, andaba tan abstraída, tan pletórica, pensando en lo maravillosa que era su vida, que ni tan siquiera se fijó en que la puerta del ascensor estaba abierta (debido a una avería que no fue reparada a tiempo) y cayó de golpe diez pisos. Lo bueno es que prácticamente no se enteró: quedó aplastada como una tortita mexicana, y la transformación en fantasma fue casi instantánea. Porque, desde luego, Priscilla no iba a dejar que las cosas terminasen así sin más.

Un fantasma, por definición, es un ser al que le ha quedado en la Tierra una tarea pendiente, y no puede liberarse de la misma hasta que la termine. Pero es que el plan de Priscilla era vivir feliz junto a Annand, y cuidarle para que no le pasara nada. Porque si los espíritus de ultratumba creían que algo tan insignificante como diez pisos de altura y la muerte iban a distraerla de su cometido, es que las fuerzas telúricas que gobiernan el universo no tienen muy claro cómo funciona un corazón humano. La muerte no es el final, en efecto; es algunos casos, no significa más que una nueva manera de plantearse las cosas.

Además, cuidar de Annand era complicado. El chico era un puro despiste. Era muy buena persona, y compartían en igualdad de concidiones las labores de la casa, pero su novia siempre tenía que echar un vistazo general a los cometidos de los que se encargaba, porque el atolondrado muchacho era capaz de fregar los postres y comerse en contraprestación los platos sucios. Priscilla, de hecho, estaba convencida de que, si le dejaba andar solo durante más de diez metros al lado de un muelle, el chaval se caería irremisiblemente al agua, y sería incapaz de salir. Menos mal que ella estaba allí, como espectro, en su propio funeral, para evitar que el muy pazguato se resbalara y se precipitara de manera predecible a la tumba cuando no hubiera nadie para rescatarle. También se aseguró de que el pobre Annand, consumido por la pena, tuviera siempre a mano un bocado durante el catering que sirvieron en el evento fúnebre, aunque para ello tuviera que hacer levitar unos cuantos pastelitos de crema que Annand engulló, sin darse cuenta siquiera (tan ensimismado se hallaba en su dolor) del milagro que estaba contemplando.

Priscilla, en realidad, no cambió demasiado su rutina respecto a lo que había estado haciendo en los últimos años. Ahora que no tenía que estar atenta a menudencias como dormir, cuidar sus funciones corporales o ganarse la vida, podía dedicarse a devorar películas y series, leer libros, viajar por todo el mundo mediante desplazamientos instantáneos, aspirar aromas (lo cual es el equivalente fantasmagórico de degustar un excelente menú, el cual encima no engorda) y, por supuesto, cuidar a Annad. Se pasaba horas mirándole, algo que ya hacía con fruición y hasta descaro cuando se encontraba viva (tanto, que a veces el propio Annand se intimidaba a causa de ello; <<diez minutos está bien>>, decía, <<treinta me hace creer que planeas asesinarme>>). Pero, también, le ayudaba a aderezar las comidas que, si por el chico fuera, se tomaría sin condimentos, y sin ni siquiera percatarse de que, sin ellos, los platos le estaban sabiendo insípidos. Priscilla también despeinaba un poco los cabellos de Annand cada vez que éste salía de casa demasiado arreglado, como un niño que se ha vestido obediente con el traje de la primera comunión. Y, sobre todo, le ayudó a encontrar una buena chica que la sustituyera e hiciera las cosas de las que ella no era capaz, a pesar de sus múltiples poderes sobrenaturales. Para ello, tuyo que asegurarse de ahuyentar a las pelanduscas que querían aprovecharse de su pobre Annad, atemorizándolas mediante jarrones voladores, risas maquiavélicas y gélidos alientos exhalados sobre la nuca. Pero cuando por fin encontró a la muchacha ideal, se aseguró de que sus miradas se cruzaran, y de que el apocado Annand se lanzara a la piscina, cosa de la que Priscilla tuvo también que asegurarse cuando el muchacho salía con ella misma, en su vida pasada. De hecho, el momento más dramático llegó cuando Annand, después de contarle a su nueva pareja su aciaga e interrumpida historia de amor, le pidió a la muchacha permiso para emplear la ouija y así consultar con la fallecida Priscilla si tenía permiso para iniciar una nueva relación. Priscilla movió el vaso sobre el tablero con ímpetu hacia el "sí" para dejárselo claro y, como el muchacho aún manifestaba dudas, no tuvo inconveniente en remarcar su comunicación con una rotunda colleja mediante un libro que Annad creyó (o quiso creer) que se había caído azarosamente de un estante.

Una vez cumplidas todas sus misiones, podría decirse que la función del fantasma de Priscilla en este mundo se había completado y, aun así, se seguía pasando de vez en cuando por el mundo de los mortales para ver qué tal le iba a Annand, y para quedársele mirando. Sólo entonces, de cuando en cuando, podía contemplar cómo un feliz Annand se entretenía dichoso junto a su nueva pareja. Pero de igual modo observaba cómo, en ocasiones, casi de reojo, cuando nadie miraba, el chico se aproximaba a un viejo retrato de Priscilla junto a él unos cuantos años atrás, tocaba con la punta de los dedos la superficie de la foto, y se alejaba de nuevo, sin perder en ningún momento la vista de la imagen... En aquellos instantes, Priscilla solía pasar la mano por entre los cabellos de Annand, como hacían cuando él estaba vivo, y él seguramente notaba un breve escalofrío. Aquello le hizo a Priscilla averiguar una nueva verdad sobre la condición de los fantasmas: que nunca se van del todo, y que de alguna manera siempre permanecen ahí. Para cosas como ésas, y también para asustar de vez en cuando al administrador del bloque cuando se retrasa en llamar al técnico del ascensor, jugando con la cabina de este último o encendiendo y apagando luces a lo largo de todo del edificio. Porque una chica será buena, y hasta perdona, pero la eternidad te permite el lujo de volverte, al menos, un poquito rencorosa, y con mucho tiempo para planear retorcidas y muy divertidas maldades. Como os dije al principio, antes de que perdiera el hilo, ésta es la historia del fantasma de mi edificio: ahora entenderéis por qué le he cogido cariño, y por qué, a pesar de los desmanes que nos causa a los inquilinos, le tengo siempre que perdonar.

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