Victoria Carolina Coronado y Romero de Tejada, nos dicen las diversas biografías que podemos encontrar por la web -algunas de las cuales nombraremos a lo largo de este esbozo-, nació en 1820 en una familia pudiente de Almendralejo (provincia de Badajoz) de alto nivel cultural y corte progresista. Tanto, que Carolina llega a bordar de niña una bandera en defensa de Isabel II durante una de las guerras civiles que se desatan entre liberales y carlistas. A pesar de que a Carolina se la educa de manera tradicional para su época, con las restricciones habituales para su sexo, ella sostiene profundas preocupaciones intelectuales y, al mismo tiempo, influida por el movimiento romántico de su tiempo, muestra una honda sensibilidad (hasta tal punto que, si queremos ser un poco malévolos, y teniendo en cuenta anomalías posteriores de su comportamiento, podríamos calificar su personalidad de “intensita”; una definición que también podría ser adscrita a Bécquer, Byron y otros poetas pertenecientes al mismo estilo). En ese sentido, es fácil burlarse de cómo, de pequeña, Carolina defendía que era capaz de hablar con los muertos –este detalle lo comentaremos más adelante-. Al mismo tiempo, sin embargo, ha de alabársele su compromiso social en favor de la defensa de la mujer (así como en contra de la esclavitud en las colonias) y su extraordinaria actividad política: por ejemplo, ya de adulta, organizando tertulias literarias en las que participan personalidades como Emilio Castelar −a quien, según se dice, llegó a ocultar en una ocasión de la policía. Pero en esta novela esquemática queremos centrarnos en su actividad literaria: cuentan que el primer poema, de los muchos que escribió, está dedicado a la muerte de una tórtola, pero que no podemos conocer su contenido porque la obra fue enterrada con la propia ave. Así se la gastaban los románticos. No debía de ser mala poetisa –por cierto, hay quien dice que el término se crea al tratar de distinguirla de sus homólogos masculinos-, a juzgar de sus contemporáneos, pues tras unos versos publicados a la tierna edad de diecinueve años, su paisano Espronceda le dedica unas líneas, elogiando la composición. Algunos destacan, de sus versos, su extrema belleza. Me llama la atención cómo varias biografías subrayan que sus primeros poemas, en buena medida, están dedicadas a los amores imposibles, en concreto de una figura literaria llamada Alberto que no se sabe si existió. Pero me impacta más todavía que la Wikipedia dice que, supuestamente, ese Alberto imaginario murió en el mar. Así que yo me quiero imaginar cierta escena…
La superficie del lago, en mitad de Extremadura, se muestra tranquila. Alberto y Carolina (ninguno de los dos llega a los doce años), con esa felicidad en la mirada que sólo se puede detentar cuando se contempla reiteradamente –hasta beberse el alma– a tu primer amor, se acercan con serenidad al velero que les espera en la orilla. Alberto, caballeroso él, se adentra primero en el barco, y le ofrece su mano. Ella, con delicadeza, se apoya en el brazo de su paladín para subir al bote, mientras desplaza con delicadeza los pliegues de su vestido, impidiendo que éstos toquen la superficie de lo que, si hoy no es océano, mañana mismo lo será. El futuro que se abre delante de sus ojos depara, únicamente, felicidad y hermosura.
No saben que, dentro de sólo un par de horas, ambos estarán muertos, o algo muy similar.
En la siguiente escena, vemos cómo la tormenta ha invadido por completo el lago. Alberto intenta gobernar el velero, mas le resulta imposible. Carolina trata de ayudarle, pero se siente impotente, pues la fuerza del viento le impide apenas asir los cabos, o siquiera mantener el equilibrio sobre la superficie del esquife. De hecho, cuando va a atrapar una cuerda, se escurre, se suelta de su agarre, y se desliza sobre la superficie del frágil navío. Carolina cae al agua de espaldas. El rugido atronador de la tormenta cesa, y sólo se escucha, bajo el agua en la que se hunde, un silencioso eco letal…
En ese momento, es cuando se aparece la Muerte. Carolina hubiera creído que, bajo dichas circunstancias, y dadas sus creencias y trayectoria, se le habría manifestado con la tradicional forma de esqueleto caracterizado en hábito oscuro, pertrechado con capucha y una guadaña; pero no. Quizá por ser ella mujer, aficionada a los mundos exóticos, es invocada como una diosa india de múltiples brazos y rostro cual máscara impenetrable, que acompaña cada frase con millones de extremidades desplazándose de manera sincronizada a la vez. Su voz es también cavernosa –a pesar de la seducción que emite-, como si las múltiples gargantas de su interior compitieran por discernir cuál es el tono adecuado en el que deben formular:
-Te diré cómo va a acabar esto –pronuncia con seguridad absoluta la criatura-: Alberto muere. Tú vives, al depositarte las olas, con suavidad, desmayada en la orilla. Tú llorarás su muerte durante meses, pero te recuperarás y podrás tener, tras el duelo, una aburrida vida normal.
-Me niego a eso –se opuso ella, quien, mágicamente, no tenía ningún impedimento al respirar, ni tampoco con hundirse. Como si flotara, en completa ingravidez, sobre un espacio etéreo, en lugar de ahogarse-: sálvale a él, mátame a mí.
-Eso no es posible –replicó la Muerte, tajante-; pero te propongo un pacto. Alberto sobrevivirá: pero tendrá que ser en otro lugar, en otro mundo, sin memoria, sin recordar nada de ti o de la vida que habéis compartido. Y tú saldrás adelante, pero cada vez que Yo vuelva a ti, resucitarás. Eso sí, tendrá un precio: un coste terrible, que habrás que pagar.
-Acepto, sea lo que sea –no hubo duda en ella-: tengo que salvar a Alberto.
Bajo este prisma, escuchar a Carolina decir
que habla con su padre fallecido adquiere una dimensión distinta. Lo mismo
ocurre respecto a sus ataques de catalepsia. El primero ocurre en 1844, con
veintipocos años, y a la familia de la joven (a quien casi todo el mundo cree
muerta) le mandan cartas de condolencia y coronas de flores; por supuesto, a la
fallecida en la flor de la vida le dedican poemas que alternan entre la
exaltación de la belleza y el dolor. Sin embargo, el médico a cargo se niega a
confirmar la defunción: él cree que se halla en una especie de letargo, e
incita a los allegados a esperar. La razón confía en este hombre de ciencia.
Así hasta que, finalmente, el cadáver despertó.
Con la piel pálida, los tirabuzones negros
colocados perfectamente y un vestido blanco impoluto quedó Carolina tendida
durante varios días, hasta que una mañana, de repente, volvió a la vida.
Eugenio M. Fernández Aguilar, en Muy Interesante
El estupendo artículo de Fernández Aguilar
dedica una larga introducción precisamente a ese temor decimonónico a ser
enterrado vivo (ése que llevó a Alfred Nobel a pedir que le vaciaran las venas,
por si acaso, antes de introducirle en el ataúd), y los artefactos especiales
–por ejemplo, las campanitas atadas al dedo gordo del pie del supuesto finado-
destinados a evitar una muerte trágica que, por otro lado, haría las delicias
del romanticismo. En todo caso, Carolina despertó, y pudo agradecer
personalmente los tributos que le habían rendido sus contemporáneos con un
poema. Más adelante, escribiría Dos muertes en una vida, que no se publicaría hasta después de la muerte de la artista. Pero,
por supuesto, le quedaba mucho por sacrificar.
Carolina se despierta. No sabe bien dónde está. Se encuentra enterrada, como si fuera dentro de un ataúd, vestida de negro, como la retrató ese famoso cuadro legado para el mundo por Madrazo, y hoy exhibido en el Prado. Pero se halla tranquila: ya ha sufrido esta falsa muerte otras veces, en que fenece por completo, pero retorna después -sin ningún aparente percance- para reincorporarse al mundo de los vivos de verdad. Hasta que, de repente, se aparece de frente la misma Muerte a la que desafió un día en el agua: pero, esta vez, la Dama del Lago se digna sonreír.
-¿Sabes que, en esta ocasión, estabas embarazada?
Carolina siente un hondo pozo negro abrirse de golpe en su interior.
Carolina se casó con Justo Horacio Perry,
diplomático norteamericano. Por lo visto, él vivió uno de sus ataques de
catalepsia en directo, y aquello fue lo que le incitó a desposarse con ella:
dos veces, por el rito católico y por el protestante. Pero las cosas se complicaron
con la muerte, antes del año después de nacer, de su hijo varón. El hecho de
predecir más tarde el fallecimiento de su hija Carolina, acaecido cuando la
chica tenía dieciséis años (y su hermana Matilde, la hija menor del matrimonio,
unos doce), no parece haber servido para aliviar la pena causada por el pavoroso
trance. Escribe Fernández Aguilar:
Su propia hija menor contempló a su madre correr
de un lado a otro cortándose los tirabuzones y gritando desesperada. Carolina
parecía negar la evidencia y ordenó embalsamar a su hija con la
esperanza de conservarla incólume, la cubrió de joyas e hizo un trato con
las monjas clarisas del convento San Pascual, en el Paseo de Recoletos de
Madrid, para que dejaran el cuerpo de su hija en un armario de la sacristía.
“No abrir, propiedad de Carolina Coronado”.
(…)
Carolina
se enfadó con la muerte que parecía negarse a sus deseos, ella quería morir en
vez de sus seres queridos, creía que sus episodios de catalepsia habían sido un
desafío para la Parca, quien como castigo a su insolencia le había permitido
vivir hasta ver fallecidos a casi todos los suyos”.
El resto de la novela puede
encajar fácilmente en el formato de la historia de terror. Pasamos de la época
feliz con la familia (en que su palacete en la calle Lagasca en Madrid servía
de centro de reunión de la intelectualidad del momento) a un período distinto,
durante el cual el matrimonio decide emigrar a Lisboa. Allí, el carácter
atormentado de Carolina, consecuencia lógica de los reveses familiares -además
de, por si no fuera bastante, una parálisis que la había dejado con escasa
movilidad desde antes de su matrimonio-, se recrudeció más todavía. Cuando su
marido muere, manda embalsamarle, y hace como si siguiera estando vivo. Habla y
discute con él, se acerca para que recen juntos. Hasta le apodaba “el
silencioso” o “el hombre de arriba”. De igual modo, se opone a que su hija
Matilde se case con el que acabará siendo su futuro marido y, cuando el
matrimonio finalmente se produce, le prohíbe que abandone el dormitorio común
que madre e hija compartían, incluso en lo que tendría que ser su noche de bodas.
Carolina fallece a muy avanzada
edad. La última etapa de su vida no será fácil, porque además la familia no
posee grandes riquezas, después de que su esposo se arruine tras invertir en el
cable de comunicaciones submarino que une Europa con América (en un nuevo duelo
entre la fantasía y el raciocinio que se disputa, de manera continua, en este
siglo XIX. Se puede hablar, en esta novela, de este audaz proyecto, el cual
tuvo múltiples fracasos e intentonas; demostrando que la ciencia tarda en
funcionar, pero que, cuando lo hace, transforma de manera irreversible el mundo,
y hace desaparecer la magia, aunque nunca será para siempre). Carolina, además,
rechaza un homenaje que pretenden rendirle sus contemporáneos: lo expresa, como
en otras declaraciones públicas a lo largo de la vida –incluyendo una ocasión
en la que anunció, de forma a la postre falsa, que iba a dejar de escribir-
mediante un poema. ¿Por qué el mundo no recuerda más la labor literaria de
Carolina Coronado, a pesar de que hoy sigue estando disponible?
En parte sin duda porque era mujer; también, con bastante probabilidad, por su
rechazo a estos homenajes, o porque su vida pública fue absorbida por el drama
insuperable de su vivencia privada; dicen
que también contribuyeron tantos años de relación con políticos que propugnaban
la revolución, lo cual provocó que desde el poder la censuraran.
En
todo caso, en la fase final de la novela, hay que imaginarse a Carolina con más
de noventa años, vestida como casi siempre de luto, delante de ese ataúd que,
merced a los avanzados medios técnicos de la época (¿sistemas de introducción
de aire?; ¿o que permitían abrir el féretro desde dentro?), garantizará que no
sea enterrada viva. Entonces, por última vez, en absoluta placidez, se le
aparece la Muerte, que conversa serenamente con ella. ¿Qué le dice la Dama
Última, para que Carolina acceda a rendirse, y deje de resistirse al fin? No
sabemos cuál es la amenaza: pero la anciana se mete en el ultramoderno
sarcófago, y cierra ella misma la tapa. Puede que aún siga despierta, bajo
tierra, junto a la tumba de su marido, pensando, aguzando el oído para escuchar,
de ese mundo de allí afuera, aunque sea algo. Preguntándose, casi seguro, cómo
la recuerda la posteridad…
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