martes, 21 de febrero de 2012

El relato del mes: Al otro lado del muro

Este relato reúne varias características muy importantes para mí desde el punto de vista personal. Fue el primer relato que cristalizó tras quedarme claro que esto de la escritura no era sólo un pasatiempo sino algo que formaría una parte intrínseca de mi vida, después de haber estado sin redactar nada durante mucho tiempo. Además, se basó en una idea original por parte de una persona muy querida para mí. La última razón es que este relato resultó finalista en la XVI edición del concurso literario "El Fungible", organizado por el Ayuntamiento de Alcobendas, en el año 2007, y fue publicado junto con los otros finalistas en el libro "El Fungible. Especial relatos para España y América Latina", por parte de la editorial Punto de lectura. Aquí lo tenéis:

 Al otro lado del muro.

Basado en una idea original de Eos.

                                                                        El hombre que no vive en sociedad,
                                                                                    o es una bestia, o es un dios.  
Aristóteles

         Cometieron con él el mayor pecado posible: la más grande atrocidad, el mayor crimen, que pudieron haber realizado.

          No le provocaron descargas en los testículos. No le arrancaron las uñas, ni le violaron repetidamente, no le torturaron hasta la muerte... las cosas que él creyó que podrían hacerle más daño. Pero no. Había algo más indecente, muchísimo más inhumano.

          Le incomunicaron.

          El hombre, no es sino un monstruo cuando se le rehuye del contacto con otros hombres. Se convierte en un ser salvaje, en un animal enjaulado. Pero para nuestro protagonista, encerrado tras unos gruesos muros de piedra, donde habría de pagar caro por los crímenes que había cometido a lo largo de su vida –amar la vida, el sol, las luces de color violeta -, aquello era más que una celda: constituía una condena a muerte.

         Los primeros días, los resistió más o menos bien. Pero poco después... Ni tan siquiera le dejaban contemplar a sus carceleros, los cuales le servían la comida de tal manera que él no pudiera verles, y se cuidaban muy bien de que avistara sus rostros cuando se alejaban de su lado.

      Al principio, intentó hablarles directamente a sus guardianes, pero éstos no le contestaban. Se convertían, en su presencia, en muros de piedra, tan gruesos y tan rígidos como los de esta prisión. La conversación que mantenía con ellos no era mucho mayor que la que podría haber sostenido con un animal. Decidió, pues, abandonar esta vía.

          Luego, trató de hablarse consigo mismo, fingir que consistía en dos personas a la vez, proporcionarse conversación, contradecirse incluso, pelearse con su alter ego defendiendo al mismo tiempo varias posturas opuestas... Pero dedujo rápidamente que acabaría por creerse de verdad sus propias fabulaciones y que, por tanto, terminaría loco de remate, lo cual era precisamente lo que ellos pretendían, y lo que él, más que nada en este mundo, quería ser capaz de evitar. Así pues, desechó también este segundo método.
           
           Estaba ya desesperado. No había escuchado otra voz humana, aparte de la suya, (la cual le sonaba ya distorsionada) en semanas, tal vez meses. ¿Cómo conseguiría salir adelante?¿Cómo sería capaz de aguantar esos largos, penosísimos, indefinidos en número –y eso era peor que cualquier cifra- años? Sollozó amargamente sobre el banco de madera de su celda... contempló, los ojos húmedos, la luna llena, a través de los carcomidos barrotes...

           Y entonces, lo escuchó. Ocurrió de pronto, fue suave, casi nimio, pero, para alguien que lleva tanto tiempo deseando apercibir algún sonido, el más mínimo ruidito le desvela entre lo más profundo de los sueños. Era un rumor pequeño, inapreciable, inaudible podría haberse dicho, y sin embargo, fue tan claro y tan sonoro como lo es la propia vida. El prisionero aguardó una continuación... pero no escuchó nada.

           Al día siguiente, otra vez en mitad de la noche, volvió a apreciar –igual, parecía clónico- exactamente el mismo ruidito... Y, esta vez, se dijo el prisionero convencido, no le voy a dejar escapar. Respondió entonces esperanzado con un golpecito en la pared.

          Al principio, no pasó nada. Durante esos primeros e inquietantes momentos dudó de sí mismo, se dijo, Ya está, ya me he vuelto loco, ya he caído en el abismo de la desesperación de cuya montaña quise escapar, y no he podido... Sufrió un súbito arranque de nostalgia por su pobre cerebro, el que tanto había amado, aquel que había compuesto cuando estaba más o menos inspirado algún poema bonito, y lo sintió como un ente absurdo, semilicuado, cual líquido flotando entre las delgadas meninges... Pero entonces, y de nuevo, escuchó un sonoro golpe. Y volvió a responder.

            Casi instantáneamente, desde el otro lado, se produjo un tercer golpecito.

            Y sus ojos, apagados desde hacía tiempo, volvieron por fin a brillar.

           Y golpeó, golpeó de nuevo, lo hizo con todo el ritmo, toda la fuerza, como un tambor que llama la guerra, o, de igual manera inicia la fiesta... golpeó mientras el otro lado le respondía enfervorizado, alegro, diáfano, lleno de vida, hambriento de palabra y de poder, que a ambos en esa noche les había sido concedido... Los dos prisioneros repicaron en la pared, hasta quedarse finalmente sin nudillos. Tras aquella orgía de camaradería y de amistad, amortiguadas por fin el ansia del cuerpo y la desesperación del espíritu,  el encarcelado pudo por una vez -y aunque sólo fuera en el rincón de su celda más íntimo-, de nuevo vivir; dormir; tal vez en algún momento soñar...

          Al día siguiente, y en cuanto se levantó, el prisionero temió que la comunicación hubiera desaparecido para siempre. Pero no, la volvió a probar, y persistía, ahí seguía estando, con la misma solidez con que la tierra firme había emergido de lo más hondo de los océanos. Durante días, practicaron el mutuo juego de responderse mutuamente, sin decirse nada más, como enamorados tontos, celebrando solamente la alegría de estar vivos, y de seguir juntos... Pero, más adelante, y como en toda acción que emprende el hombre, uno pretende progresar, evolucionar... seguir adelante. Y, para ello, se dieron cuenta, hacía falta un código. Fue nuestro hombre quien se encargó de diseñarlo.

           Se dio cuenta de que había una zona en la pared que era algo menos densa que la otra, algo más hueca, se podría decir... Sin recordar muy bien exactamente cuáles eran las correspondencias del lenguaje morse, nuestro amigo le descifró a la persona del otro lado la nueva forma de comunicación y, para ello, le recitó el abecedario entero letra a letra, tal y como él lo estaba rediseñando de nuevo, como Dios ensayó varios tonos cuando recreó a su particular modo el mundo. Tres golpes en macizo, la a; dos en macizo, la b; y así, todas las combinaciones posibles. Tuvo que repetírselo varias veces antes de que el otro entendiera del todo por dónde iban los tiros, pero con el tiempo, y la paciencia, finalmente lo consiguió. Ahora podían comunicarse abiertamente y sin limitaciones de ningún tipo.

            Las que siguieron fueron noches extrañas, casi mágicas; al abrigo de la oscuridad, cuando menos recelaban de que los carceleros les espiasen, se preguntaron en primer lugar quiénes eran, de dónde venían, por quiénes velaban en sus cuitas, qué era lo que habían dejado atrás... Luego detalles más íntimos, por qué estás aquí, qué hiciste, y el otro le reveló que él había matado a un hombre, uno de Ellos, porque le había amenazado de muerte, y porque, en estos tiempos que corren, sabes que si te dicen algo como eso, y aunque sean sólo palabras, más te vale que actúes antes que el otro... Y te arrepientes, le preguntó el primer prisionero, y su compañero le respondió que sí, que se arrepentía, pero no por hallarse en prisión, sino porque, por muy pendejo que fuera el otro, él también tenía una familia, y gente que le lloraría, y que poco o nada había conseguido con sus actos, salvo entristecer a los allegados del finado, y a los suyos propios... Nuestro amigo creyó su explicación, porque nunca encontró unos golpecitos que sonasen más sinceros... Y, a partir de entonces, continuaron hablándose...

            Charlaron sobre todo... de la vida, del amor, de libros, de filosofía... Incluso, una noche, vibraron con el mismo partido, el más emocionante de sus vidas, la noche en que la selección se batió con el clásico enemigo, y le hizo doblar las piernas... Nuestro amigo ya ponía voz y rostro a su compañero de fatigas, y anhelaba, y se lo confesaba cada día, el deseo de verle por fin la cara, y darle con agradecimiento un abrazo...

            De repente, un día, ocurrió algo extraordinario. Nuestro hombre escuchó un golpeteo, pero, al tocar la pared, ésta no respondió. El prisionero sintió miedo, tuvo angustia de que le hubieran abandonado, pensó, egoístamente, que no quería que al otro le liberasen, o, mucho peor, creyó que lo habían matado... Pero entonces se percató de que el débil “tap-tap” provenía ahora del otro lado, de la pared opuesta. Y se lanzó sin dudarlo hacia allá.

           Tuvieron que tantearse previamente antes de poder entender lo que el otro decía. Y es que, claro está, la distancia había distorsionado el código, de tal manera que había quedado prácticamente irreconocible. Porque, y tal y como le comentó el otro prisionero (el cual había se había hecho en un trozo de papel higiénico una especie de mapa de la estructura de la prisión, de diseño circular), todo había partido de la genial idea de su primer compañero de lenguaje, el cual había transmitido esa manera de comunicarse no sólo a él, sino al compañero del otro lado, y éste al siguiente, y así hasta completar el círculo, para volver a retornar hasta la celda original. De esta manera, le repetía el otro prisionero, nos hemos salvado todos. De no haber sido por ese santo que tienes al otro lado –le confesó él-, hubiéramos perecido como perros...

            Meses después –quizás años, ¿quién cuenta en estos casos los días?-, llegó una parcial amnistía. Volvía la libertad, si es que así se podía llamar a sí a una en la cual cada vez que alguno de los antiguos presos se bajaba la bragueta en el baño, cualquier movimiento del pestillo les hacía ponerse a temblar. Pero en aquellos primeros momentos eso era lo de menos. Con el tiempo, nuestro prisionero (el cual pudo volver a tararear sobre la guitarra algunas olvidadas canciones), se reencontró con algunos de sus antiguos compañeros de cárcel, todos ellos presos políticos, y recordó junto a ellos el milagro que había supuesto que aquel hombre, en un alarde de genialidad, el cual nunca sería reflejado –injustamente-, por los libros de historia, les hubiera sacado de su aislamiento, y les hiciera de nuevo recordar (poniendo a prueba sus ansias de supervivencia, y recuperando el don de la palabra), que eran seres humanos... Y todos se preguntaban que es lo que habría sido, y cuál sería el paradero, de tan impagable benefactor; si seguiría encerrado -y podrían visitarle-, o si le habrían hecho libre, como al resto de los presos, y podían conservar la esperanza de, algún día, tener la oportunidad de volverle a encontrar.

            Lo que nuestro prisionero nunca les quiso contar, era lo que contempló al salir de su celda.

            Lo que nunca les quiso decir, fue lo que encontró cuando giró por el corredor de la prisión justo en el lado de la derecha, custodiado por los guardias...

            Lo que nunca se atrevió a revelar, fue la imagen que apareció ante sus ojos...

            ... porque, en aquella celda, en aquel lugar, donde se había gestado aquel sueño, donde se recobró una ilusión, donde todos ellos recuperaron la razón, no había nada...

            ... salvo un grifo goteante...

                                                                        FIN.
                                                                        (tap-tap)

1 comentario:

  1. Clinck....clinck....precioso releerlo emi,
    ves? yo la incomunicación como que me cuesta imaginármela...no puedo...la soledad sí.

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