La
guerra que nunca debimos ganar
La
verdad es que es mala suerte. Uno, mientras está hojeando las páginas de los
libros de Historia, se imagina que, para el momento en el cual un personaje
entra en escena, se encuentra allí, de pie, plantado en armas, con un caballo
debajo, el sable levantado, y un sombrero ridículo lleno de plumas sobre su
cabeza, como recién salido de un estudio fotográfico para pasar a la
posteridad. Sin embargo, esto no es normalmente así. En realidad, lo que suele
ocurrir para la mayor parte de los personajes históricos, incluso los más
eminentes, es que la posteridad te coge cuando menos te lo esperas, te agarra
por el cuello de la camisa, te empuja justo detrás de un recién levantado
telón, y te encuentras de sopetón delante de todo el mundo, sin guión o con uno
apenas improvisado, con una audiencia expectante aguardando a que por fin
comiences a hacer tu papel. En realidad, la mayor parte de las veces que una
persona accede por la puerta (muy a menudo la de atrás), a los libros de
historia, éste se encontraba tratando de hacer las paces con su mujer, pagando
con apuro una hipoteca, o incluso en el baño, haciendo cosas que se supone que
no tienen necesidad de realizar los personajes históricos, como si su cuerpo se
las apañara para no tener que ejecutar todas las funciones biológicas, por muy
prosaicas que éstas sean. ¿Se imaginan qué apuro, la Historia llamando a la
puerta, pom, pom, quién es, soy la Historia, oye, que te toca, y tú allí, sin
saber qué hacer, con la escobilla del baño como único arma para defenderte? Debe
ser un momento crudo, dramático. Por eso, son extraños, incluso excepcionales,
aquellos instantes en los cuales una página de ese inmenso libro que es en
común nuestras vidas va a volverse de improviso solo cuando –y
indefectiblemente cuando-, una única persona que tiene encima la
responsabilidad se atreva a hacer la señal: cuando tú dominas el tiempo.
Cuando, en realidad, todo en este mundo se ha parado, y tan sólo espera tu
orden para volver a activarse.
Este
día, es uno de ellos. El lugar se llama Cabezas de San Juan.
Ya
para empezar, el nombre es lúgubre, recordando aquel episodio bíblico en el que
cierto profeta acabó con su testuz sobre una bandeja de plata. Un incidente
ligeramente desagradable. Tan fúnebre, como un edificio entero con forma de parrilla
para recordar el suplicio de un santo, en el cual nuestros augustos reyes
almorzaban un día sí y otro también. O como tantos recuerdos de mártires que
nos enseñan cómo hemos de alcanzar la santidad a través de la tortura, del
sufrimiento. Así pues, todo parece indicar –empezando por el nombre, desde
luego- que, de donde nos encontramos hoy, no suele salir nada bueno. Y esto es
verdad, en parte. Es la realidad, sólo a medias. Aunque todo ello, repetimos,
depende ahora de los actos de un hombre, de una persona que se pregunta qué
demonios hace allí, él, asturiano, del más puro norte, en un pueblo perdido de
la mano de Dios en Cádiz, teniendo en sus manos en este momento la primera de
una larga lista de decisiones importantes que va a tener que tomar España en
los próximos siglos.
Ese
hombre es el general Rafael Riego. Y maldita la gracia que le hace serlo en
este momento.
Quién
le iba a decir a él que iba a acabar allí, así, a caballo, revisando sus
tropas, en un amanecer extraño, teniendo en un chasquido de dedos el destino de
toda la nación española. Quién le iba a decir que aquí, tan lejos de casa, de
los lugares con más importancia en su vida, iba a dar –o no-, el vuelco
trascendental a la comedia. Quién se lo iba a decir... Y sin embargo, allí está.
Pasa
revista a los hombres. Todos ellos firmes, enérgicos, los botones de las
casacas bien ajustados hasta arriba, los sables en su sitio, el uniforme
perfectamente articulado respecto a las ordenanzas. Un grupo de hombres que
tienen su confianza depositada en él, que marcharan con su general al cielo o
al infierno, donde él quiera llevarles, y cuya única causa política será la que
marque su jefe. Un jefe que, como tal, debería indicar una orden firme,
absoluta, inexorable. Y sin embargo, se resiste a hacerlo. Porque Riego aún se
lo está pensando.
Maldita
sea la hora en que me mandaron aquí, medita nuestro héroe. Maldita sea la hora
en que me dijeron, anda, Rafael, tú, vete p´a las Américas, que andan los
criollos revolucionados, ve a enseñarles un poco cómo se impone la madre
patria. Maldita sea este pueblo, Cabezas de San Juan, punto de partida hacia
Cádiz, de donde debería zarpar para enfrentarme a los enemigos de la patria. “Maldito
sea” (se dice) “el día en que me encontré con los generales que venían de vuelta
de América”.
-Lo
de allí pinta muy mal, Rafael -le dijo Mendizábal-. No están dispuestos a
rendirse. El Bolívar ese lo tiene muy claro, se le ha metido entre ceja y ceja,
y no va a parar hasta conseguirlo. Y están San Martín, y Sucre, y mucha gente
ya... Esto ya no lo detiene ni la madre que lo parió.
Rafael
le contemplaba, con gesto adusto.
-¿Pero
qué es lo que te han dicho?
Mendizábal,
perro viejo, escupió a un lado sobre la tierra.
-Pues
que qué cojones hacemos nosotros combatiéndoles, si hace nay menos estuvimos
partiéndonos el cobre con los franceses para librarnos de los que nos habían
invadido. Que es, según me dicen, igualito a lo que están haciendo ellos mismos
luchando contra nosotros. Y que qué haríamos si una potencia extranjera viniera
a imponernos un absolutismo rígido y monolítico como el que, de hecho, quería
Napoleón para España.
A mí me lo
vas a contar, meditaba para sus adentros Riego. Si Murat, el lugarteniente del
Napo, me mandó a la cárcel y tuve que escaparme como pude para poder volver a
ver la luz del sol.
-En
definitiva -quiso terminar Mendizábal-, que qué carajo estamos haciendo
luchando a favor de Fernando VII.
Riego
masculló. Joder, la madre que les parió a todos. Si lo peor es que tenían
razón.
-¿Y
no les has dicho que es nuestro rey?¿Que un soldado tiene que servir al que
gobierna su patria?
-Sí,
se lo decía, y se me descojonaban –Riego enarcó una ceja-. A ver...-gruñó
Mendizábal, replicando al asturiano con la mirada-. Qué clase de rey es uno al
que llaman el Deseado, y vuelve como el ogro que fue siempre. Que acepta la
Constitución que le entrega un pueblo soberano, volcado con su regreso, y en dos
años lo tira todo a la basura, y se dedica a perseguir a los que insinuaron una
mayor libertad en España. Que cómo podemos defender, me preguntaban ellos, a un
soberano que nos ha traicionado tan descaradamente. Y que ni siquiera se parece
a su abuelo, que intentó imponer algo de cultura y razón por aquí, aunque fuera
sin contar con el pueblo; pero es que éste se dedica a cerrar universidades, y
a abrir escuelas de tauromaquia.
Riego
contempla el horizonte. Mientras lo hace, recuerda cómo una de las pocas buenas
cosas que hizo el gran Napo aquí, como fue eliminar aquella lacra anacrónica
que decía llamarse el Santo Oficio en España, había sido también remedada por
Fernando VII, garantizando, como siempre, nuestra imparable marcha hacia el
progreso (el progreso del oscurantismo, de la ignorancia y de la miseria, se
entiende), en contra del avance de todo el planeta. Que inventen ellos, y todo
eso, que se dirá después. Unos segundos más tarde, Riego le pregunta a su
colega:
-¿Tú
cómo crees que se arreglaría esto?
Mendizábal
se muestra seguro.
-Bajo
el absolutismo, las colonias están perdidas. En un sistema mínimamente
democrático, los criollos se abrirían un poco a negociar.
Y
fija los ojos en Riego.
-Y
a lo mejor no es sólo del futuro de las colonias de lo que estamos hablando en
este momento.
Y
Riego asintió. Tenía que asentir, cómo no iba a hacerlo. Y conforme lo debatía
con más gente, más seguro estaba de todo aquello. De hecho, la cosa estaba
hablada desde hacía mucho tiempo, el plan se hallaba orquestado, y ya se había
establecido Cabezas de San Juan como punto de actuación del movimiento inicial.
Pero aún le asaltaban las dudas. Por ejemplo, cuando abordó un ratito después a
su superior Quiroga, el cual trataba de despejarle las incertidumbres.
-¿No
te parece, Rafael, que un golpe de mano podría cambiar muchas cosas en este
país?
Y
Riego le miraba con ojos firmes. Y afirmó, con voz sobria y quebrada:
-Por
mucho menos se ha colgado a traidores.
Y
era verdad, y él también tenía experiencia en ese tipo de lances. Al fin y al
cabo, y cuando consiguió salir de la cárcel en la que lo había metido Murat,
tuvo que pasarlas canutas para convencer a sus propios compatriotas que no
venía como espía francés. Anda que no eran desconfiados los huevones. Aunque él
también, después de todo, lo hubiera sido.
-Riego,
esto no puede seguir así. La Pepa fue aprobada por aclamación popular. Tan sólo
se han puesto en contra los politicastros del antiguo régimen; el pueblo, en
cambio, está con nosotros. Es hora de que Fernando VII cumpla lo que prometió.
Si no le presionamos, seguiremos como estamos hasta el fin de la eternidad.
Además, si en el fondo, Fernando VII es un cagueta. Se arrugará a las primeras
de cambio, como hizo en Aranjuez y como hará cada vez que alguien le levante un
poco las pistolas.
El
general asturiano vacila. Una cosa es pelearse contra los franchutes, con su
chulería imperial, tratando a los españoles como si fueran chusma a batir a
golpe de bayoneta, y otra es enfrentarte contra tu rey, tu propio rey, le
roi, como dicen los gabachos, en favor de un pueblo que muy probablemente
te olvide en menos de dos días, y se te eche atrás a la primera de cambio. El
órdago, como mínimo, requiere valor.
Pero
la pregunta era, ¿merecía la pena?¿Era el camino por donde nos llevaba ahora
mismo Fernando VII- el mismo por el que nos condujeron su padre Carlos IV, y el
chuleta de Godoy (demostración viva de que cualquier podía llegar a primer
ministro a fuerza de ir echando polvos)-, el que más le convenía a España?
Porque de momento, primero de todo, y por su ineptitud, nos condujo a que nos
invadiera el gran Napo, después de haber estado peleando a favor suyo en
no-sé-cuántas peleas (desastre de Trafalgar incluido) precisamente para estar
de buenas con él. Todas esas tonterías de nuestros reyes, la decadencia que
llevábamos arrastrado desde Felipe III, la habían estado aguantando los
españoles –católicos, devotos, patriotas-, durante ya varios siglos, en los que
habíamos estado tensando la cuerda hasta el límite, pareciendo que de tanto
sufrirla nos íbamos a acabar por acostumbrar... Pero, sin embargo, y por mucho
que quisieran negarlo, esto ya no podría ser así nunca más. La llegada de los
franceses había supuesto un cambio, pues ellos traían consigo la leyenda de una
revolución que les precedía, de un estado llano que decidió plantar el puño
encima de la mesa y decir, se acabó, me niego a pasar hambre, e incluso a
cortar la cabeza de un rey. Bien era cierto que la revolución había aportado
masacre tras masacre, y que su final había culminado en un emperador que era
tan absolutista como al Luis XVIII al que le separaron suavemente la cabeza de
su cuello, pero esas contradicciones, para los que las contemplaban desde
fuera, eran lo de menos. Lo cierto era que España (meditó Riego) también se
merecía cambiar: también se merecía un poquito de libertad. Ese sentimiento –se
dijo- esa exaltación de los nacionalismos locales, que se impregnaban a la par
de la ambición de la democracia, fue, en realidad, y después de todas las
batallas, lo más importante que nos legó el gran Napo a la historia, a pesar de
Austerlitz, de Leipzig o de Waterloo. De hecho, cuanto más lo pensaba Riego, más
se confirmaba su hipótesis de que, contra el Napo, vivíamos mejor: al menos en
aquella época, el pueblo tenía bien claro quiénes eran los buenos y quiénes los
malos, nuestro rey era lo mejor que había parido madre, y mientras en una isla
se tejía una Constitución –como tejería más tarde Mariana Pineda su bandera-,
en esa Cádiz tan cercana se cantaba aquello de “con las bombas que tiran los
fanfarrones, se hacen las gaditanas tirabuzones”, y las mujeres se
dedicaban a arrojar todas sus baterías de cocina por la ventana contra los malditos
gabachos, los cuales ni se esperaban lo que esos “cabrognes” de los españoles
estaban dispuestos a hacer, ni sospechaban siquiera una mínima parte de lo
locos que estábamos. Y se confirmaba, es triste admitirlo, que a veces lo peor que
te puede ocurrir en la vida, es que tus sueños se hagan realidad.
No
obstante, Riego, ahora, delante de sus hombres, en el amanecer de Cabezas de
San Juan, dudaba. ¿Qué pasaría?¿Qué ocurriría con España? Eso era lo que más le
importaba. Le atañía mucho cómo fuera a pasar su nombre a la historia, si como
la de un héroe, un inútil, o un innoble a la patria. Pero eso él no podía
saberlo.
La
respuesta, si Riego la hubiera sabido, hubiera sido doble. La leyenda le
recompensaría de sobra por sus acciones; la realidad, le trataría a puntapiés.
Porque en realidad, el mérito de este golpe de mando no debía haber sido de
Riego; debía haber sido de Quiroga, que era su superior, a quien le tocaban
todos los honores. El problema es que Quiroga alzó la mano un día después, y
medio fracasó en Cádiz. En cambio Riego, que va a ponerse en marcha hoy,
obtendrá éxito en un reducto tan minúsculo como es Cabezas de San Juan. Y él
pasará a la Historia, y luego se cantará el Himno de Riego, y todas esas cosas
que tanto le gusta relatar a las abuelas junto con las tradiciones populares.
Pero las intrigas palaciegas, que desprecian a los héroes y les apartan en
cuanto pueden del tablero de la política -con sus sempiternos seres oscuros,
que nunca asoman su rostro a la luz-, le retiraron, en la paz, todos los
honores que había el asturiano alcanzado en la guerra. Apenas fue reconocido
por su éxito, y, de hecho, en medio de las continuas luchas internas de los
liberales que habían triunfado con el movimiento de Riego, los más exaltados
expulsaron a los más moderados (incluyendo el general) de toda tarea de
gobierno, relegándolos a un rincón secundario. Eso sí, cuando tres años después
de iniciado este momento, las potencias europeas, conscientes de que la
democracia es una enfermedad terriblemente contagiosa, mandasen a cien mil
hijos de la madre que les parió a terminar con tanta tontería como tenían
encima los españoles, a Riego le llamarán de nuevo, como siempre, para partirse
la cara, mientras los que por aquel entonces se ponían las medallas se
dedicaban a esconderse por debajo de las mesas. Esta vez, sin embargo, a los
unos y a los otros, les iba a tocar perder. Fernando VII pretenderá no hacer
sangre, una vez recuperado el poder absoluto, y jura y requetejura que
decretará una amnistía general para todos los implicados en el golpe. Pero una
vez más, el paleto de nuestro monarca romperá su palabra dada en mil pedazos, y
mandará a la muerte a todos los que se opongan a lo que se ha mantenido toda la
vida de Dios en España, el absolutismo más férreo, e incluirá a Riego en su
lista, a todo un héroe de la Independencia, el cual acabará por fenecer
ahorcado. Éste suele ser el destino de los más leales defensores de la patria:
despreciados en vida, exaltados en la muerte. Hay que joderse, pensaría el
asturiano, si lo hubiera sabido, o quizá intuyéndolo.
Pero
no era eso lo que más le preocupaba a Riego. Por eso, el día anterior, y sin
que nadie se diera cuenta, se pasó por una feria ambulante que pasaba por el pueblo
ese día, y que iba a marcharse al día siguiente al alba, justamente a la hora a
la que todo debía decidirse. Y penetró, sin el traje militar, completamente de
incógnito, en la tienda de una pitonisa, que predecía el futuro en los posos de
café y en la bola de cristal –supercherías de las que Riego siempre se había
mofado en público y en privado; pero hay preocupaciones, pensaba él, por los
que merece la pena acabar rompiendo algunas creencias-. Y le preguntó por una
decisión que tenía que tomar mañana. Y sobre qué iba a pasar con respecto a
ella.
La
pitonisa miró. Y la bola, por primera vez en toda su vida (nunca había pasado
de estafadora común, la pobre), le empezó, para su susto, a decir demasiadas
cosas. Le reveló que a continuación del golpe de Riego, las distancias entre
conservadores y liberales, muy marcadas ya de por sí, se abrirían mucho más.
Que en este país, en el que ni siquiera es posible que dos se pongan de acuerdo
para ir al baño juntos, no había manera de que los politicuchos sellaran algo
común, más allá de las irreconciliables diferencias, para resolver nuestros problemas
compartidos de una manera pacífica. Que cada uno se enconó en el radicalismo de
las ideas de su bando, los conservadores, pretendiendo preservar como en una
momia un absolutismo cada vez más muerto, los liberales, escindiéndose en
facciones, muchas de ellas enemistadas a muerte entre sí, y que irían
alcanzando cotas de violencia cada vez más elevadas. Contempló el retorno del
absolutismo, a Mariana Pineda envuelta en el silencio y su bandera, contempló
la expulsión de Isabel II, a un Saboya que se sintió despechado, a una Primera
República que se fue a la mierda, y en la cual uno de los más grandes jefes de
estado que hemos tenido en la historia, Nicolás Salmerón, dimitió literalmente
a los cuatro días de ser nombrado porque firmar las penas de muerte no iba con
su conciencia. No había aprendido el muchacho que los escrúpulos no convenían a
la política, ni la costumbre de la mayor parte de los diputados, que no dejan
su asiento ni aún les corten las manos. Vio una restauración y un sistema de
alternancia, un intento de asentar la paz en base a los caciquismos que no
consiguió casi nada, pues cada medida adoptada, como el lienzo de Penélope, se
tejía y destejía al compás de los gobiernos, que iban sumando constituciones, a
cual más inútil. Vio una generación del 98 que quiso resolver el problema
penetrando en las raíces del carácter español, y que salió tan escaldada que
perdió toda esperanza. Vio una dictadura de un Primo de Rivera impuesta por un
rey, y cómo ese rey fue castigado a marcharse por la puerta chica. Vio una
Segunda República que pudo ser una salida quizás razonable, pero que se fue a
la porra, acabando en una Guerra Civil cruenta, sangrienta y sanguinaria, que
reflejó los casi siglo y medio de luchas constantes entre absolutistas y
liberales, carlistas, marxistas y anarquistas, terroristas y tropas del estado.
Vio una guerra que venía de mucho antes, que venía de tanta intransigencia, de
tanto odio, de tanta radicalización de posturas, de querer imponer la razón por
la fuerza de las armas, que se basaba en la asunción de que la mejor manera de
ganar dialécticamente en una disputa era matar a tu oponente... Vio el reflejo
de lo que era España, y en lo que se quedó, cubierta por un silencio atronador,
el silencio de tantísimos muertos, porque cualquiera procuró cargarse a todo el
que pudo a su paso, los nacionales conforme avanzaban, los rojos por donde
huían... Vio una España rota, sin alma y partida en mil pedazos, que mantuvo
durante cuarenta años la cabeza baja, avergonzada por su propio drama. Vio,
finalmente, que fueron necesarios tantos palos, y tanto dolor, para que
finalmente fuera posible que los comunistas y los franquistas, los
nacionalistas periféricos y españoles, los socialistas y los de centro, se
sentaran en una misma mesa y se dijeran que todo esto no podía repetirse. Y
consiguieran, a base de ceder cosas, ponernos por fin de acuerdo en algo. Pero,
para todo ello, había tenido que tener lugar tanto sufrimiento...
Porque
era verdad que, en algunas de estas disputas, había veces que era uno de los
bandos el que tenía la mayor parte de razón. Era verdad que España ya no podía
aguantar nunca más el absolutismo, y que tenía que salir de allí. Era verdad
que era preferible una segunda república, con todos sus fallos y sus
descontroles (que debimos haber intentado arreglar entre todos, parando a las
facciones militares de izquierdas y de derechas, en lugar de alentarlas), que
la dictadura que estableció después un señor bajito y con aires de grandeza,
elaborando la paz sobre los cuerpos de cientos de miles de hombres, y alargando
la guerra para conseguir la mayor masacre en cada sitio, de tal manera que
ningún opositor volviera a decir esta boca es mía en toda su vida, si es que
finalmente quedaba alguno... Pero también era verdad que incluso los que tenían
la razón, se pasaron cuatro pueblos en muchas de sus acciones, que si el
ejército nacional masacró sin piedad, los rojos también quisieron hacer sus
purgas por su cuenta, y que al final los desmanes eran tan grandes por ambos
lados, que es imposible, sin revolvernos el estómago, ponernos a defender a
ninguno... Era verdad que si bien los movimientos obreros tenían razón en
querer mejorar las condiciones sociales, los métodos que adoptaron muchas
veces, a fuerza de bombas y de manchas de sangre, eran mucho peores que las injusticias
que tan ardientemente combatían. Y si era ilógico que la Iglesia Católica
tuviera una cantidad de dinero que no era normal en un país tan hambriento,
tampoco era lógico por ello pensar que eso justificaba quemar conventos, ni
este hecho permitía que los curas tomasen una escopeta y se pusieran a
disparar. Que razón tenía Goya, cuando representó fielmente el carácter
español, dos hombres matándose a garrotazos en mitad del campo, dos tendencias
opuestas que nunca encuentran manera de serenar los ánimos, españolito,
españolito, mira que te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte del
corazón. ¿Y dónde estaba Goya? Decepcionado, asqueado, crudo retratista de su
tiempo, del capullo de Carlos IV, de la boba de su esposa, y del oligofrénico
de Fernando VII, de una guerra que le horrorizaba y le espantaba, y a la que
nos condujeron unos cuantos hijos de puta que no pisaron un campo de batalla en
su vida, o que estaban tan locos como para colocarse con el olor de la pólvora.
Goya estaba perdido, a punto de exiliarse él mismo, aislado en un mundo sin
sonido de pinturas negras, de aquelarres y miserias, de horror y de brujería,
de Saturno comiéndose a sus hijos, de una España profunda a la cual no
toleraba, y a la que sin embargo se veía incapaz de cambiar; Goya se volvió
loco, porque veía la realidad con toda su fuerza, porque era de esos hombres
que no es capaz de taparse los ojos -como casi todos nuestros grandes sabios,
se arrepentía de haber nacido en su patria, y, sin embargo, no podía dejar de interesarse
por ella. Así fue como pasó de ser el pintor de los majos bailando bucólicos en
los campos, de los alegres paisajes y de los colores vivos, al creador, al que
dio vida, a algunas de la más oscuras pesadillas. A las que él contempló.
Todo eso lo vio
la pitonisa, todo eso lo contemplaba mientras Riego la miraba y aguardaba una
respuesta. Y la pitonisa le miró y se calló, como una puta: “la bola no es
capaz de decir nada”. Sabía, lo sabía la adivina, que si le contaba a quien
fuera todo esto, nadie la iba a creer.
Y
al día siguiente, Riego, el sable en la mano, sus hombres listos, se lo pensó
otra vez. Y pensó en el día en el que España alcanzara la paz y la estabilidad
y los partidos se alternasen de manera pacífica y en función de las decisiones
del pueblo. Lo cual nos hace pensar qué opinaría Riego de las situaciones que
se viven hoy en día, de partidos políticos haciendo campaña electoral, en un
bando y en el otro, a raíz de un atentado terrorista; de leyes que se aprueban
o no, nunca por su contenido, sino por quién las convoca; de partidismos a
muerte, de periódicos manipulados, de negación de la democracia y la humanidad a
favor de los privilegios y de los privilegiados, de seguir defendiendo una idea
a fuerza de masacre y de bombas... De tanta y tanta mierda de unos políticos
que no reflejan a la gente, que merecen que los echen todos a patadas, y de
unos ciudadanos que han perdido cada día más la conexión con sus
representantes, los cuales viven en una burbuja y se empeñan en crear problemas
que no existen. Políticos que han perdido el espíritu de la conciliación, de la
paz, de recordar -como recordaron tantísimos españoles en las elecciones del 77
y el referéndum del 78, primándolo con su voto- que otra guerra civil no podía
volver a repetirse. Pero a esta nueva generación de “politicuchos”, lo peor de
cada casa (aléjense de ellos, que no toquen a sus hijos, es contagioso), les da
todo igual y lo mismo les importa que vuelvan a levantarse las bayonetas en
Brunete, si con ello arañan un par de votos. Y donde cada día crecen más los
partidos que reclaman el voto en blanco, el tirar la suscripción electoral al
retrete, o el “si el voto sirviera de algo, entonces estaría prohibido”.
Pero
Riego ignora todo esto. Riego está pensando en la libertad. Quiere creer en un
mundo más justo y más libre, como también lo quieren Bolívar y San Martín, que
se encontrarán, años más tarde, con una Sudamérica que también se les deshará
entre luchas partidistas, y en la cual sus habitantes comprobarán como al final
todo su esfuerzo para salir de la dominación española ha servido, después de todo,
para caer bajo las manos de otros amos, quizás más indirectos, pero incluso,
después de todo, mucho más opresivos. Y para descubrir ellos también, por sí
mismos, lo difícil y solitario que es el camino de la libertad.
Y
por eso, Riego levanta el sable, y pone a sus hombres en marcha.
El
sol no ha terminado de salir.
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