Entiendo que el título de esta entrada puede inducir a equívoco. No es que la historia corta de este mes sea "un premio inesperado". Para quien ha supuesto un premio inesperado es para la persona que os habla. Andaba yo echándole un ojo a una de las páginas literarias que sigo de vez en cuando, LeoyEscribo, y me encontré entonces un concurso que consistía en proseguir un relato iniciado por la escritora Ángela Vallvey acerca de la historia de amor de una pareja. La dinámica del concurso consistía en leer las secciones que componía Ángela y que correspondían al punto de vista de la chica, y responder desde el punto de vista del chico. Las instrucciones añadían que se pretendía que el relato final tuviera un tinte tanto cómico como trágico, y que los dos puntos de vista (el masculino y el femenino del relato) no tenían necesariamente por qué coincidir y que, de hecho, que sería bastante bueno que no lo hicieran. La cuestión es que le eché un vistazo al inicio de la historia, y aunque últimamente me encuentro cada vez más renuente a participar en cualquier tipo de concurso, y tampoco sabía muy bien si éste era mi estilo, lo cierto es que había una palabra que no hacía más que venírseme a la cabeza. Así que, un poco en broma y un poco en serio, redacté un par de líneas, le eché un breve repaso (tan breve que al releerlo hay alguna cosa de la que me arrepiento) y lo envié sin darle mayor importancia. Pero parece ser que a los de la página les hizo gracia y resulta que he ganado -el premio ha sido un lote de libros de Planeta: tranquilos que no me quito de pobre-. Así que os lo muestro a vosotros, para que también lo podáis ver. Espero que os guste.
Mi amor no es menos hermoso que el azul de tus ojos
primero
(ELLA):
Yo tenía un amante al que no supe que amaba hasta que me abandonó. Lo amé sin amarlo; no sabía lo que estaba haciendo. Los perfumes del amor reventaron a mi lado, y se desvanecieron. El amor es uno de esos poemas que se escriben por la noche. Yo nunca tuve sensibilidad para la poesía.
Pensé que estar sola era bueno, porque nunca en toda mi vida lo había estado, hasta que él me dejó.
Lo conocí en los últimos cursos de bachillerato, cuando aún llevaba un corrector dental que me ponía por las noches, lleno de hierros exteriores que me presionaban el cráneo y me apretaban tanto la mandíbula que yo estaba convencida de que en realidad era un bozal para locos. El aparato me dejaba marcas sanguinolentas, pero mi madre se empeñaba en que siguiese usándolo porque, según ella, no había nada más satisfactorio en el mercado de la ortodoncia y porque, para mi padre, la única señal visible de que alguien es de buena familia está en la simetría de sus dientes.
Andrés —así se llamaba el que acabaría siendo mi amante, mi esposo—, se sentó una tarde a mi lado, mientras veíamos un partido de fútbol escolar. Era un chico tímido, y guapo. Pero no de esos guapos que deslumbran a todas las muchachas del Instituto y que se menean por los pasillos con el huero pavoneo de un gallo joven.
Yo tenía un amante al que no supe que amaba hasta que me abandonó. Lo amé sin amarlo; no sabía lo que estaba haciendo. Los perfumes del amor reventaron a mi lado, y se desvanecieron. El amor es uno de esos poemas que se escriben por la noche. Yo nunca tuve sensibilidad para la poesía.
Pensé que estar sola era bueno, porque nunca en toda mi vida lo había estado, hasta que él me dejó.
Lo conocí en los últimos cursos de bachillerato, cuando aún llevaba un corrector dental que me ponía por las noches, lleno de hierros exteriores que me presionaban el cráneo y me apretaban tanto la mandíbula que yo estaba convencida de que en realidad era un bozal para locos. El aparato me dejaba marcas sanguinolentas, pero mi madre se empeñaba en que siguiese usándolo porque, según ella, no había nada más satisfactorio en el mercado de la ortodoncia y porque, para mi padre, la única señal visible de que alguien es de buena familia está en la simetría de sus dientes.
Andrés —así se llamaba el que acabaría siendo mi amante, mi esposo—, se sentó una tarde a mi lado, mientras veíamos un partido de fútbol escolar. Era un chico tímido, y guapo. Pero no de esos guapos que deslumbran a todas las muchachas del Instituto y que se menean por los pasillos con el huero pavoneo de un gallo joven.
Ángela Vallvey
Éste era el inicio del relato, y la que véis abajo es mi aportación:
(ÉL):
Patatas. Yo en lo único en que podía pensar era en patatas. Lo del partido de fútbol era una excusa: más bien me regodeaba en la imagen de las deliciosas papas fritas que vendían en la cafetería, y que sólo si me quedaba iba a tener la ocasión de probar. Después de comprarme mi cucurucho de tan hermosos tubérculos (cortados y doraditos como si de una aparición celestial se tratara) intenté encontrar sitio en las gradas, pero no hallé ninguno. Bueno, sí, al final. Al lado de esa chica con los hierros para los dientes, que la hacían asemejarse a un jugador de fútbol americano dispuesto para la carga. Yo no la conocía demasiado, pero en fin, tampoco es que tuviera demasiadas ganas de conversar. Así que me senté, fingí que veía el partido, y antes de darme cuenta, escuché un sonido extraño. Me giré y contemplé cómo los dientes de la chica, dentro de su cárcel de hierro, me sonreían de par en par. Yo sólo podía pensar en una cosa: se había comido una de mis patatas.
Patatas. Yo en lo único en que podía pensar era en patatas. Lo del partido de fútbol era una excusa: más bien me regodeaba en la imagen de las deliciosas papas fritas que vendían en la cafetería, y que sólo si me quedaba iba a tener la ocasión de probar. Después de comprarme mi cucurucho de tan hermosos tubérculos (cortados y doraditos como si de una aparición celestial se tratara) intenté encontrar sitio en las gradas, pero no hallé ninguno. Bueno, sí, al final. Al lado de esa chica con los hierros para los dientes, que la hacían asemejarse a un jugador de fútbol americano dispuesto para la carga. Yo no la conocía demasiado, pero en fin, tampoco es que tuviera demasiadas ganas de conversar. Así que me senté, fingí que veía el partido, y antes de darme cuenta, escuché un sonido extraño. Me giré y contemplé cómo los dientes de la chica, dentro de su cárcel de hierro, me sonreían de par en par. Yo sólo podía pensar en una cosa: se había comido una de mis patatas.
Si queréis ver cómo ha progresado el relato, podéis seguir su evolución aquí. Me alegra comprobar que alguno de los aspirantes a continuar la historia ha retomado la cuestíón de las patatas.
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