¿Ante nuestro propio ángel
exterminador?
Es uno de los clásicos más
inolvidables del cine de todos los tiempos. La película “El ángel
exterminador”, de Luis Buñuel, cuenta cómo un grupo de aristócratas, tras una
fiesta, descubren que no pueden salir de la habitación en la que se encuentran.
No hay ninguna barrera física, en apariencia ninguno de los allí presentes ha
enloquecido y, sin embargo, una especie de muro invisible les obliga a
permanecer enclaustrados, excusa que el director español (pues, por lo demás,
la película es casi por completo mexicana) emplea para diseccionar las
reacciones de los distintos personajes ante esta circunstancia. Lo que en
ningún momento se llega a explicar es el porqué de ese extraño fenómeno.
Aunque, tal y como últimamente ocurren las cosas, casi podríamos aceptarlo como
un hecho normal.
Hay un axioma en ciencia que dice
que “si una cosa se puede hacer, se acabará haciendo”. Sin embargo, esta idea
está trasladándose de manera peligrosa al mundo real. En un mundo con siete mil
millones de personas, donde las estadísticas dicen que siempre hay un
porcentaje residual para casi todo, da la impresión de que cualquier actividad
es posible. Entre tantísima gente –empezamos a discernir-, cualquier tipo de
pensamiento, por irracional o aberrante que nos parezca, tiene por probabilidad
aleatoria altas posibilidades de acabar ocurriendo. Pueden tratarse de
cuestiones insignificantes (como el tipo que se pasa horas delante del
ordenador para batir el insulso récord de llegar hasta el final de una hoja de
Excel –algunos ni siquiera sabíamos que una hoja Excel tuviera final-); en
algunos casos, de puro bizarro, pueden ser hasta graciosas (como la afición de
los coreanos de ver comer por Youtube en silencio a otra gente, o de millones
de usuarios a ver lamer a otras personas pomos de puertas como si se tratara de
un espléndido manjar -sí, ya me imagino que detrás de esto se esconde algo más sórdido. Pero permitidme abstraerme de ello, no quiero ni imaginármelo-); y en otros, sólo cabe calificárselas sencillamente de
terribles y delirantes (individuos que se dedican a realizar actos violentos
con el único objetivo de grabarlo en vídeo, colgarlo en Internet y ganar sus
quince minutos de fama; quemar a un mendigo a lo bonzo, por poner un ejemplo).
En este mundo que ahora se ha calificado de adicto a la “posverdad” –para ser
sinceros, un término acuñado en gran medida por algunos periódicos sobre las
opiniones que no les gustan, y también por diarios que no tienen en cuenta cómo
muchos de sus artículos envenados pueden haber contribuido a generar esa
“posverdad”-, escuchar a gente que apoya a Donald Trump, la homeopatía o las
teorías de la Tierra hueca se han vuelto tan habituales que no son siquiera
noticia de portada, puesto que no nos escandalizan ya. De hecho, a veces te
encuentras pretensiones tan disparatadas como asociaciones de mormones gays (que
piden ser considerados, dentro de la comunidad mormón, en igualdad de derechos
con los heterosexuales para poder discriminar juntos a negros y nativos
americanos), grupos de latinos nazis, o incluso gente que dice ser de
izquierdas y a la vez votar a Susana Díaz. En fin, “hay gente p’a tó”, que dijo
aquel torero al ser presentado a un filósofo, pensando seguramente que era una
profesión muy idiota comparada con el noble arte de matar (y que me disculpe
Thomas De Quincey, autor de “Del asesinato como una de las bellas artes”). A
veces me pregunto, cuando en una encuesta sale un porcentaje ínfimo de personas
que mantienen a la vez opiniones contradictorias, sin argumento alguno o
carentes de base, si ese grupo de individuos han sido colocados allí por el
estadístico para que le salga el estudio, o si son personas reales, con su par
de manos y pies, su DNI y su número de la seguridad social. En otras ocasiones,
en que la cosa es al contrario -cuando aparecen reportajes sobre que hay más
gente en Estados Unidos que cree en los ángeles que en la teoría de la
evolución, o que en el Reino Unido hay más personas que opinan que Sherlock
Holmes existió que las que defienden que Winston Churchill fuera real-, ya se
te quitan directamente las ganas de conocer a quienes les han pasado la encuesta.
Pero hay cosas que empiezan a no
tener ninguna gracia. Como la noticia que se ha revelado hace unos días acerca de
una enfermera, en Italia, que fingía vacunar a niños cada día aunque ella
(firme defensora de las ideas anti-vacunas) en realidad nunca les llegaba a
pinchar. Por lo visto la descubrieron porque sus compañeros de profesión se
daban cuenta de que, cuando esta mujer andaba al cargo, los niños nunca
lloraban, como suele ser habitual cuando le clavas una aguja a un niño. Aunque
la han pillado en su último trabajo, se sospecha que podría haber realizado la
misma jugada durante años sin que nadie se diera cuenta (“siempre saludaba”,
supongo que dirán ahora los vecinos). El escándalo se produce en un momento en
que Italia ha decidido aprobar una ley por la que se obliga a los padres a
vacunar a los niños menores de seis años, pues parece ya claro que ni mucho
menos de la familia –la más sólida institución por excelencia- se puede uno
fiar. La verdad es que yo nunca me he fiado mucho de nada (siempre me ha
parecido sorprendente la cantidad de pruebas que se le hacen a los padres
adoptivos para hacerse cargo de un niño, y las nulas precauciones que se toman
respecto a los padres biológicos), ni de la familia ni de casi institución
alguna, pero escuchar cómo los desvaríos de este particular ángel exterminador
han provocado que supuestamente 7000 niños estén sin vacunar en Italia (7000
candidatos, por tanto, a morir de una enfermedad evitable), te hace pensar
mucho sobre la naturaleza tan gratuita y absurda de la maldad. Uno puede
entender que un supervillano quiera conquistar el mundo, que a Amancio Ortega
le importe poco –si pretende con ansia montar un imperio- a cuántos niños tenga
que obligar a trabajar, o que Rajoy se pretenda enroscar en su silla en el
Consejo de Ministros porque, oye, a ver con quién si no va a comentar los
viernes las portadas del Marca. Pero una crueldad tan ilógica, tan sin ningún
sentido, ni obtener algún beneficio… da que pensar.
Algunos tipos de escritores y de
lectores somos partidarios –al menos, en ocasiones- de los misterios del tipo rompecabezas lógico: ésos donde una
pista te lleva a otra y al final dilucidas un misterio donde todas las piezas
acaban de encajar. Las novelas después de Agatha Christe, y la triste realidad
de cada día, nos han enseñado que, durante la existencia cotidiana, la vida es
por lo general bastante más aleatoria y carente de sentido: que a veces no es
sólo que ninguno de los habitantes de la casa donde se ha perpetrado el crimen
sea el asesino, sino que éste era un tipo que pasaba por allí, no tenía nada
contra la víctima y, cuando le preguntas por qué ha cometido el crimen, te
responde: “Era un domingo por la tarde, me aburría, y con algo lo tenía que
llenar”. A veces te da la sensación de que en eso consiste el famoso “fin de la
historia” en el que nada lleva a ninguna parte. En ocasiones tienes que
abstraerte de este tipo de cosas para no pensar que éstas son en realidad lo
que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.
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