Todos los caminos
llevan a Cartago
En
el año 210 a.C., Roma claudicó al fin y firmó la paz con Cartago. El éxito se
debió sin duda al cambio de opinión, casi in extremis, de los dirigentes
cartagineses, los cuales autorizaron a enviar más hombres y equipamientos a su
general Aníbal, permitiéndole entonces cercar la ciudad, lo cual supuso, tras
un terrible asedio que se prolongó durante varios años, la rendición definitiva
de Roma.
No
obstante, la contienda de más de veinte años, que se había prolongado, como una
auténtica guerra mundial, la primera de ellas, a lo largo y ancho del
Mediterráneo, Iberia, África, la Península Itálica, le había dejado a Aníbal
Barca bien clara una cosa: Roma tenía mucho que ofrecer a Cartago, y pese a su
odio eterno jurado a los nueve años contra los romanos, pensó que nada podría
ser más provechoso para la causa de Cartago –y más humillante para los romanos,
por otra parte; aunque las futuras versiones históricas, benignas con Aníbal,
tendería a teorizar que le movió mucho menos su deseo de venganza que el
sentido de estado-, que convertir a los romanos y a sus aliados itálicos en uno
más de los colaboradores de Cartago, en miembro más de un imperio formado por
estados satélites. Así pues, lejos de aquellas voces que proclamaban la
destrucción de Roma, Aníbal pronunció un legendario discurso, en el que
proclamaba que vivos, sus antiguos enemigos podrían ayudarles a ser mucho más
fuertes de lo que eran. Los romanos, a pesar de su derrota, se resistieron a
formar parte del bando de su propio enemigo; sin embargo, ante la débil
oposición de los estados italianos –que por otro lado, se sentían hasta cierto
punto felices de ver derrotada a su antigua señora, y aliviados al haberse
colocado bajo el mando de un ejército que, al contrario que el romano, no les
exigía más batallas-, poco más pudo hacer, y tuvo que claudicar por segunda
vez, esta vez, en el terreno de los sentimientos. Además, Roma era en aquella
época una ciudad sin tradición ni apenas historia, no fue difícil que
asimilaran el vasto andamiaje cultural heredado de los fenicios y ahora
defendido por los cartagineses, y los romanos se alegraron también –pasado el
habitual recelo frente a los extranjeros- al ver cómo se erigían en su ciudad
monumentos y jardines que antes no existían en esa sucia cloaca en mitad de la
península italiana. Así pues, los romanos orientaron, tal y como pensaba
Aníbal, su patriotismo, la defensa por su patria, a la defensa de los intereses
de Cartago. Un cambio de mentalidad que, un tiempo más tarde, sería muy
beneficioso para todos ellos, y que a la luz de las circunstancias presentes, y
como profundizaremos más adelante, debería recuperarse de nuevo para una
revisión histórica.
Con
la conquista de Roma, la anexión de Iberia fue una cuestión costosa, pero que
sólo requirió tiempo, después de todo, Cartago ya se hallaba implicada con los
pueblos ibéricos mediante lazos comerciales, no fue difícil que ingresaran en
el interior de su federación, manteniendo su autonomía a cambio de pagar un
tributo. Algunas tribus se resistieron, y durante varios siglos, las antiguas
legiones romanas, en colaboración con las falanges cartaginesas, se vieron
obligados a combatir a diversos pueblos, hasta que finalmente obtuvieron una
conquista completa. En aquellos tiempos, se observó ya lo que sería una
constante militar durante siglos, y es que la colaboración de estos dos
sistemas de ataque, conjugando hombres procedentes de ambos bandos –el doble de
efectivos, por tanto-, y las estrategias más útiles de cada una de sus
organizaciones militares, el eje Roma-Cartago se convertía en un poderoso
tanque, al lado del cual se hacía muy difícil prácticamente respirar. Por eso
fue por lo que los griegos, prudentes, decidieron establecerse como una parte
más de la autonomía cartaginesa, garantizando, con ello, la independencia de
sus polis, aunque sí a cambio de unas fluidas y muy ventajosas para los púnicos
relaciones comerciales. En poco tiempo, el Mediterráneo estaba en paz; y lo era
bajo un gran imperio, que tenía como capital Cartago.
Los
historiadores cifran para aquella época lo que ellos denominan, y que ha
determinado la mayor parte de la historia de la humanidad, es la “superposición
de culturas”. La mayor parte de los eruditos predice que, de haber quedado en
derrota, o tan siquiera en tablas, incluso si se hubiera vencido pero si se
hubiera destruido Roma, la conflagración de la segunda guerra itálica hubiera
marcado el principio del fin del pueblo cartaginés. Tal y como afirmó Polibio,
el apogeo de Cartago había sido muy brillante, pero como toda civilización, a
un momento le brillo le suele seguir la decadencia, así hasta la conquista de
otro pueblo. Fue en cambio, la conquista de Roma, la que permitió obtener a los
cartagineses el empuje de nuevos pueblos en ascenso, como los romanos,
aprovechando sus fuerzas y su dominio militar. Y esta conjunción de astros
permitió a su vez incorporar toda la cultura y la ciencia de los griegos,
combinadas las cuales, crearon una cultura grecocartaginesa, la cual se
expandió por Roma, Iberia, y todo el norte de África, consiguiendo incorporar a
la civilización a los númidas, y la colaboración estrecha junto con un asociado
imperio egipcio.
La
superposición de culturas fue la que permitió subsistir al Imperio Cartaginés
durante varios cientos de años. De no ser así, de no haberse producido la
combinación de una amalgama de culturas las cuales unieron sus fuerzas para
lograr una civilización más potente, ninguna de ellas hubiera durado lo mismo
que cada una por separado. Más ladelante, Las guerras civiles internas por
hacerse con el poder llevaron a la finalización de la república y a un gobierno
en manos de un solo hombre, un imperio plural, multiétnico, y esencialmente
pacífico, dedicado solamente a defenderse de las invasiones de los bárbaros en
la Galia, Germania, etc. No obstante, las relativas escasas fronteras que
presentaba el imperio en su zona europea, así como los agrestes accidentes
geográficos –Pirineos, Alpes, etc-, que les defendían, mantuvieron estas zonas
fácilmente defendibles seguras durante mucho tiempo. No obstante, todo cambia a
partir del siglo VII, con la llegada de los árabes.
El
profeta Mahoma, inspirado en gran parte por un cristianismo que se había
extendido por todo el Imperio Cartaginés, incitó a sus contemporáneos a la
conquista del mundo, expandiendo su religión, su cultura y su idioma por todo
el orbe. En el momento en que llegan al Norte de África, se encuentran con un
imperio altamente desarrollado en el sentido cultural e intelectual, aunque ya
muy empobrecido militarmente. Los árabes engulleron fácilmente la región del
norte de África, llegando hasta Hispania, pero no más allá, a causa del clima.
Mientras tanto, Italia y Grecia, perdidas a su suerte, fueron invadidas por los
bárbaros, que tomaron estas regiones. Es en ese momento cuando Europa deja de
formar parte del núcleo más elaborado de la civilización, y cae en un abismo
donde la ciencia, la tecnología y la cultura brillan por completo por su
ausencia.
Los
árabes mantuvieron un imperio que, una vez más, formó parte de una nueva ola,
por segunda vez en la historia, del impresionante fenómeno de superposición de
civilizaciones. De haber caído el imperio cartaginés sin más, todos sus vastos
conocimientos, junto con los de los griegos, hubieran caído en el olvido, lo
cual hubiera supuesto un bache de varios cientos de años, del cual nos hubiera
costado mucho recuperarnos, y que hubiera retrasado enormemente los enormes
progresos que tantas vidas han salvado (y al mismo tiempo, es triste decirlo,
tantas muertes), en nuestra civilización. Pero gracias a la llegada de los
árabes, un pueblo organizado tras su contacto con otras grandes civilizaciones
en Oriente Medio y Próximo, todo este saber fue mantenido, y por tanto, fue
posible desarrollar la ciencia nueva en base a la antigua, sin interrupciones
ni discontinuidades, de forma fluida y recíprocamente enriquecedora. Gracias a ello,
ya en el siglo X, se desarrolló un método científico, se pusieron los primeros
pilares para desbancar la teoría geocéntrica, se desarrolló la teoría de la
gravitación universal, y comenzaron las exploraciones marítimas que llevarían
al descubrimiento, por parte de ibn-al Hassam, del continente americano. La
fragmentación del imperio árabe en varios países no fue un impedimento, sin
embargo, para que los recursos naturales procedentes de América desarrollaran
de nuevo la economía, la ciencia y la cultura, desarrollándose una feroz
competencia entre los países árabes –en los cuales, poco a poco, las presiones
religiosas fueron menos estrictas, permitiendo el desarrollo de la
investigación sin cortapisas-, que es la que nos ha llevado a los tremendos avances
tecnológicos que tenemos hoy en día.
No
obstante, todo este desarrollo no se ha acompañado sin problemas sociales que
han afectado, en su mayoría, al conjunto de los trabajadores, y también a los
países pobres anexos al extinto imperio árabe, tanto en el lado europeo, como
sobre todo, por el lado africano. Después de un largo periodo de conflictos y
revoluciones, incluso la creación de un estado comunista en la empobrecida
Inglaterra, las presiones populares permitieron una mejora del nivel de vida de
los trabajadores, y también la mejora de las condiciones de vida de países como
la India, cuyo sufrimiento, por su cercanía geográfica y su historia común con
el islam, resultaba fácilmente identificable a los ojos de los árabes,
favoreciendo leyes más justas y la colaboración con los más desfavorecidos. Sin
embargo, los países africanos situados más allá del Sáhara, asfixiados por la
presión colonial, también la región de Norteamérica, sin civilizar y con los
indios explotados para obtener materias primas, y los países europeos,
olvidados por todos más allá del estrecho –a todos nos conmueven las imágenes
de esos niños blanquitos hambrientos, soportando los fríos inviernos, entre las
ruinas de la antigua Roma-, fueron condenados al ostracismo y a la pobreza. Más
allá del Estrecho, nos olvidábamos de todos, como si no fueran seres humanos.
Por
eso, no es extraño, como quiero resaltar en este artículo, que nuestra pobre
actitud contra ellos se haya tomado venganza. Entre la pobreza y la
marginalidad, el cristianismo se ha vuelto radical en esos países consumidos
por el analfabetismo y la ignorancia, fácilmente manipulables por líderes
religiosos que proclaman su odio contra el Sur y contra su poder omnímodo. Ante
esta situación, no es extraño que individuos procedentes de países con nombres
impronunciables –Francia, Reino Unido, Alemania, regiones cargadas de duros
climas de nieve y de lluvias-, se hayan organizado para dañar las estructuras
más esenciales de nuestra civilización, y atacar a nuestros núcleos de riqueza,
poder y orgullo. La situación se ha vuelto para ellos insostenible, y bajo esa
situación, no sería extraño que el fundamentalismo cristiano volviera a atacar
de forma dramática y mortal. Hemos convertido el mundo en un infierno para
buena parte de la humanidad que vive en él: sólo de nosotros, haciendo
partícipes a otros pueblos de la riqueza que ahora poseemos, podremos poner
freno a esta oleada de odio anti-musulmán, y hacer que todos nosotros podamos
subsistir en paz.
Hemos
de recuperar ese espíritu, ese eje con el que hemos comenzado el artículo,
Roma-Cartago, norte-sur, y que al inicio de nuestra civilización tantos buenos
frutos nos procuró, e intentar que la colaboración sea la máxima que rija las
relaciones de nuestros pueblos, en lugar de instigar la separación entre los
mismos.
De
no hacerlo, agresiones como la de esos aviones que se han estrellado sobre las
Torres Omeya en El Cairo, lejos de constituir un hecho aislado, no habrán hecho
más que empezar.
Muhamed al Nimri es catedrático de Estudios Europeos por la Universidad
Nacional de Túnez.
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