La literatura se ha adaptado a toda clase de géneros y formatos. Margarite Yourcenar postulaba que la época influía en las creaciones literarias, y argumentaba a modo de ejemplo que su "Memorias de Adriano" tenía necesariamente que tratarse de una novela porque era el signo de los tiempos, mientras que le hubiera tocado escribirse como tragedia si ella hubiera vivido en el siglo XVI. Pero las variaciones han ido cambiando según las modas y los adelantos tecnológicos. En el siglo XIX, proliferaron los folletines, narrados capítulo a capítulo en las páginas de los periódicos, los cuales mantenían al lector enganchado y siempre con la intriga detrás de la oreja, pues la historia podía acabar en el siguiente número y el desenlace presentarse de manera imprevista. No es algo tan distinto de lo que ocurre hoy en día con las series de televisión y, si queremos esgrimir la teoría de que ya está todo inventado, sólo hay que fijarse en el que el primer escritor que ideó lo de matar contra todo pronóstico a un personaje principal fue Charles Dickens. Y hoy, cómo no, son las redes sociales las que lo inundan todo. Para bien o para mal, es una época en que los youtubers que hablan sobre literatura triunfan mientras las ventas de libros agonizan, y donde excelentes artículos de varias páginas se fraccionan en tuits para aumentar el número de seguidores. Sin pretender llegar a este extremo -y defendiendo siempre que cualquier formato para escribir es válido, porque el fondo de la literatura siempre es el mismo-, siempre fantaseé con llevar las posibilidades tecnológicas al extremo y os presento este relato, redactado en forma de hilo de Twitter (como casi exclusivamente podía escribirse), que podéis contemplar en su formato original en mi cuenta de esta red social, aunque también os lo incluyo en la parte final de este post. Espero que os guste y que por culpa de él no (o quizás sí) os explote la cabeza. Nos vemos al principio. ¿O era al final?
Los dos tenían un
propósito. Los dos querían robar algo. Pero sólo uno de ellos ganó. El otro, en
cambio, lo perdió todo, hasta su nombre. Aunque eso no lo hubiera previsto
nunca.
El segundo de nuestros
protagonistas pretendía olvidar el asunto. Ocupó el despacho, se mantuvo fiel a
las rutinas. Pero allí, como siempre, para recordárselo, seguía apareciendo periódicamente
la figura del otro.
Los dos hombres se
desplazaron al lugar aquella noche. Llegaron al mismo tiempo. Ninguno tenía
miedo. Cada uno, en su soberbia, se creía único. Ambos se pensaban imprescindibles.
En un momento
determinado, sonó un disparo. El primer individuo que había llegado dejó para
siempre de existir.
En aquel recinto había
un baúl. El hombre, sumido en la soledad, lo abrió. Ahí dentro, encontró su
propio rostro.
Había acudido a ese
lugar, advertido por la presencia de un tesoro. Y lo único que se encontró fue
un espejo. “Qué rocambolesca historia”, meditó, “para un final así”.
Claro que él tenía
razones de sobra como para creer en un argumento tan complicado.
Borges teorizó un libro
donde la historia se narraba desde el final hacia el principio, y que no
producía la misma sensación cuando se leía en sentido contrario.
¿Te atreverías a leer
esta historia hacia atrás? Quizás a partir de ahora tengas miedo de avanzar
hacia adelante.
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