lunes, 20 de abril de 2020

El relato de abril: "El último encuentro"

El último encuentro

El neandertal se refugió en la cueva, huyendo de sus perseguidores.
Primero se cercioró de que adentro no había vida, no fuera que tuviera que salir por piernas. Luego, cuando estuvo seguro de que en la gruta no había nadie más, se permitió el lujo de estudiarse la herida, por primera vez en toda la persecución. Palpó la sangre: tenía un feo aspecto. Todavía rezumaba líquido, y lo peor era que, con el paso de los días, había pasado de rojizo a adquirir una tonalidad verdosa bastante preocupante. Pero eso tampoco le aportaba ninguna información adicional: el neandertal ya sentía, por el dolor en el costado, que aquello no pintaba bien, y el cansancio de la carrera continua, en su huida de los cazadores, no estaba contribuyendo a mejorarlo. Las imágenes enloquecidas de los rostros de sus perseguidores acudieron en ráfaga a su mente, como en una visión de trance. ¿Por qué le odiaban tanto?, se preguntaba el neandertal, abrumado, sin saber todavía cómo asimilarlo. ¿Por qué esas miradas enardecidas, como si quisieran despedazarlo a zarpazos; como si pretendieran arrancarle el corazón con sus propios dientes? “Pero si no lo hacen ellos”, se dijo a sí mismo, “lo harán sus lobos amaestrados”, resumió. Y con ese descorazonador pensamiento se tumbó sobre las rocas, buscando un momento de alivio para descansar. Sólo cuando quedó definitivamente en posición horizontal, se dio cuenta de golpe de lo cansado que estaba. Y supo en esos momentos que iba a morir.
Fallecer, sin embargo, a esas alturas, poco le preocupaba. Le dolían más otras cosas. Se había quedado solo. Había huido durante semanas buscando algún congénere, bosque tras bosque, escondrijo tras escondrijo, sin encontrar nada. Por delante de sus ojos pasaron todos los compañeros que habían ido desapareciendo, bien por enfermedad, bien por esa especie implacable que se denominaba a ella misma “humanidad”. Primero se habían quedado atrás los heridos y los ancianos, y luego, de manera paulatina, mujeres, niños y hasta los mejores guerreros. El neandertal había sorteado el peligro hasta entonces, pero parecía que su suerte había llegado a su fin. Éste era el ocaso de todo, se dijo. Había llegado el momento de asumirlo: ellos habían ganado. Los neandertales no existirían más. Quizás, en este sentido, eso era lo que más lamentaba. Antes, el narrador de su tribu les relataba, en torno a un fuego, los orígenes de su estirpe y los acontecimientos que habían surgido, de generación en generación, hasta convertirles en lo que eran. Pero ya no había narrador: se lo llevó la muerte negra. Ni habría gente a la que contárselo. No habría nada. Simplemente vacío y (como empezaba a vislumbrar él también ahora, conforme la fiebre se apoderaba de él) una eterna oscuridad.
Sin embargo, un ruido le hizo salir del estado de letargo inminente, y asió su lanza, dispuesto a vender caro su pellejo en una última ocasión. No obstante, lo que se distinguió entre las sombras le sorprendió. Lejos de los cazadores, allí había otra persona distinta. Era una mujer. Una hembra humana.
El neandertal la miró, sin duda con la misma sorpresa con que lo estaba haciendo ella, aunque al neandertal se le hacía difícil interpretar las emociones en las caras humanas: eran todas tan iguales… Aquella hembra, en concreto, le resultaba especialmente desagradable por poseer unas facciones en su rostro tan alejadas de las suyas, pese a que, para los parámetros de su especie, aquella chica hubiera sido considerada bella. El neandertal, sin embargo, más que en su posible fealdad o no, pensaba en otra cosa: y es que si esa chica daba un grito, y los hombres de su tribu se acercaban, estaba muerto. Su vida –o lo poco que quedaba de la misma- dependía de ella. Ahora mismo, no importaba nada más.
La joven, por otro lado, se encontraba todavía en estado de shock. Había entrado a aquel lugar, su refugio secreto, adonde acudía para refugiarse de los enfados con los obcecados machos de su clan (o de las ruinosas intrigas de las hembras), y se encontraba allí a este individuo, el cual, obviamente, no era de los suyos. La mujer, de unos dieciséis años -por tanto, ya una adulta de pleno derecho desde hacía tiempo-, nunca había visto a un ejemplar de la otra especie tan cerca, pero aun así lo reconoció. Los hombres de la tribu hablaban de ellos con frecuencia, resaltaban sus grotescas cualidades (sus grandes cejas, su mandíbula tosca, todas aquellas cosas que a la chica le resultaban en este momento tan repulsivas), y hablaban constantemente del “día del exterminio”, que ya se encontraba próximo, en el que no los volverían a ver más. Hasta entonces, la chica sólo los había contemplado de vez en cuando, de modo furtivo, huyendo entre los árboles y las sombras. Apenas había alcanzado a ver un pie suelto, una cabellera aislada al viento. Nunca se había imaginado encontrarse cara a cara con uno… y mucho menos sola, sin nadie que la pudiera rescatar.
Pero la chica se dio pronto cuenta de que no iba a necesitar ser salvada. El aspecto de la herida del costado del neandertal era suficiente explicación, sin necesidad ningún sonido por parte del individuo para interpretarla. La chica supo entonces que aquel era el ejemplar que los hombres de la tribu llevaban buscando tanto tiempo, el animal esquivo que había desmontado sus trampas una y otra vez… El único que se había visto por aquella zona en mucho tiempo; y, allá donde habían viajado, en las migraciones de los últimos meses, daba la impresión de que tampoco se avistaban demasiados. ¿Sería éste, quizás, el mítico último neandertal?¿Aquel cuyo fallecimiento, a manos de los cazadores -cuyo olor, y el de sus perros, llegaba de manera nítida a la cueva-, significaría “el día del exterminio”, la victoria definitiva, la solución final? Y de todas las personas con las que cabía la opción de toparse –el neandertal podría haber asaltado el campamento humano en un último y suicida gesto; o pasar sus últimos minutos en compañía de las tumbas de sus antepasados-, ¿le iba a tocar precisamente a ella?
La mujer dudó. El neandertal no había tratado de emitir palabra alguna (como todo el mundo sabía, los neandertales sólo sabían producir sonidos guturales e incomprensibles, nada remotamente similar al lenguaje; también el mismo conocimiento, de los humanos, eran sabedores los neandertales). No obstante, su consternada mirada, alternante entre la figura de la mujer y el exterior de la cueva, venía a reflejar una especie de súplica de piedad. Algo que, como bien uno sabe, no puedes aspirar a lograr de un cerval enemigo. La mujer intuyó que aquello duraría poco: los sabuesos tardarían poco en localizar el rastro, y entonces darían muerte al individuo en la cueva, sin concederle ninguna oportunidad. El neandertal –incluso sin la herida- era ya un cadáver, tan cierto como si los gusanos lo estuvieran devorando allí mismo. Él lo sabía; ella lo sabía. Llamara a sus congéneres a gritos o no, ambos eran conscientes de qué iba a pasar. Sin embargo, y sin él pedir nada de manera explícita (porque nada esperaba), ni saber ella conscientemente qué podía darle, sí que tenían ambos la sensación de que algo debía hacerse. Un sentimiento de que éste no podía ser el final; que existía aún un paso que había de producirse a continuación.
Ambos se quedaron mirando. Y de repente, allí, quietos, parados, les dio la impresión de que todas las cosas que habían escuchado siempre de “los otros” no eran tan ciertas: él no era un ser salvaje, un gigante monstruoso, cuya única intención sería matarla de un garrotazo; ella no era una arpía demoníaca que consideraría como primera opción causarle mal. Parecían ambos tan perdidos y despistados como el otro y, en el caso del hombre, y a pesar de sus músculos y su lanza, de esas manos que parecía que podrían aplastarle la cabeza como si se tratara de una nuez blanda, éste transmitía una imagen de vulnerabilidad que no podía soslayarse. A ella le producía una ambivalente emoción el hecho de que aquel épico enfrentamiento se evaporara: de un lado se librarían de sus denostados enemigos, pero por otro, ¿les habían hecho tanto daño? Ella recordaba que durante la mayor parte de su vida, habían sido más las batallas que los hombres (los que aún no se llamaban a sí mismos Homo sapiens) habían ganado. Y, por otra parte, todo lo que los neandertales pudieran tener de útil, de bello, de hermoso, de las cosas que los hombres mismos no tenían, de los logros que ni siquiera conscientes que los neandertales habían alcanzado, iba a desaparecer de golpe, allí, en esa cueva, sin más… Y nadie lloraría una lágrima por una especie entera que había desaparecido de la faz de la tierra, por siempre jamás.
En ese momento, como movida por un resorte, la muchacha supo perfectamente lo que debía hacer. Todo su cuerpo se lo dijo. Se acercó hasta el hombre y, con mucho cuidado, procurando no hacerle daño en la herida conforme se apoyaba sobre su cuerpo, levantó el escueto taparrabos que cubría parte de sus caderas, y permitió que su sexo se aproximara a la zona del miembro viril del macho. Al principio el neandertal parecía confuso, pero no tenía muchas fuerzas para resistirse, y pronto además comprendió lo que pretendía la muchacha. Allí ella comprobó la máxima (que ya había constatado con los humanos) de que pocos machos en cualquier estado, cansados, con sueño, heridos, o casi muertos, son capaces de resistirse cuando una mujer les ofrece de cerca su particular cuna de la vida. La chica comenzó a balancearse suavemente. Con mucha delicadeza, ambos organismos quedaron encajados e iniciaron con delicadeza el arte de amar.
La chica lo visualizó: se quedaría embarazada, podía sentir ya prenderse el brote en las entrañas. Tendría un hijo. El hijo se parecería a su padre, lo suficiente para notarse distinto, pero no tanto para nadie llegara a dudar que era humano. Crecería, haría el amor con hembras humanas, y también tendría hijos. Sobrevivirían los mejores, los más fuertes, los que hubieran heredado lo mejor de los humanos, y también lo mejor de los neandertales. Él sería distinto. Todos seríamos distintos. El agua pura, que cuando toca cualquier cosa deja de serlo, adquiriría el justo punto de sal para convertirse en mar.
El pensar en todo eso llenó a la muchacha de un gozo y un fulgor que la hizo prenderse como una llamarada en mitad del fuego. En el último tramo, aquel pensamiento la arrastró más y más. Durante un segundo –muy breve, pero muy intenso-, creyó ver hasta atractivo a aquel individuo, y entonces la actividad sufrió una súbita deceleración y volvieron al movimiento suave, el de la tranquilidad y el reposo que proporciona el gozar.
El orgasmo llegó tan sólo unos segundos después de que su semilla la inundara por completo, y anticipó unos segundos a que él le diera las gracias con una sentida sonrisa. Fue tan sólo cinco minutos antes de que los cazadores penetraran en la cueva ocupada por un solo individuo, ya sin pulso, y una lluvia de flechas atravesara el lugar.


No se conoce a ciencia cierta el motivo por el que desaparecieron los neandertales, aunque las teorías más recientes apuntan a una explicación multifactorial a la que, entre otros aspectos, contribuiría la mera existencia del Homo sapiens, que ocupaba el mismo nicho ecológicoEstudios científicos han concluido que el cruce entre neandertales y cromagnones (humanos actuales), aunque presente, tuvo lugar tan sólo unas pocas veces, de manera esporádica cada varios miles de años. Las razones pudieron ser múltiples, incluyendo las más sórdidas, como la violación o el abuso. Claro que podemos pensar que, al menos en algunos casos, fue fruto del amor prohibido, de la compasión o de la solidaridad. Hoy guardamos un pequeño porcentaje de genes neandertales: quizás nos los “comimos”, en el sentido más negativo del término, pero en el más positivo también. Tal vez los destruimos pero, en todo caso, también los preservamos. Así que no debemos hablar del neandertal en tercera persona: existe, de manera indeleble, un poco de neandertal en ti. Y eso nadie nunca se (nos) lo podrán quitar.

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