lunes, 21 de septiembre de 2020

El relato de septiembre: "Última carrera"

                                                Última carrera

                 Brazos en jarras, estudio con detenimiento los materiales de los que dispongo. Y hasta me lamento. Con un punto de nostalgia que se adelanta a los acontecimientos, me invade una breve ola de desolación satisfecha al comprobar cómo -con qué rapidez- el esfuerzo acumulado durante aquellos años ingresará, en pocos minutos, en el museo en perpetua ampliación de la futilidad. Aunque, hasta cierto punto, aquello constituye también un premio a la constancia. Es mejor así, me digo. No hubiera soportado llegar hasta ese punto y no haber tenido nada que ofrecer (a un mundo inexistente, por otra parte), salvo yo mismo. Mis padres me enseñaron el valor del trabajo bien hecho; la callada y abnegada labor del individuo que -cuando no tiene nada que hacer- construye tablones para sustituir a los que aún se mantendrán durante mucho tiempo sólidos sobre la estantería. Gracias a esa capacidad de previsión, y a ese compromiso intenso, me había convertido en un superviviente; el único superviviente, en realidad, de toda una era. Y si ahora he decidido ejecutar una última carrera, una crepuscular cabalgada, no es porque no pueda seguir aguantando semanas, meses o incluso años. Se trata más bien de la carencia de incentivos. Antes que un siglo sobreviviendo en la aburrida victoria, unos cuantos segundos en la gloria serán preferibles, y me proporcionarán un mayor placer.

                Por eso, salgo a la calle equipado de mi equipo de hockey cuasi profesional, mis escudos elaborados en cuero y madera, las espículas que cubren mi caparazón de armadillo, afiladas a base de esmerilado cristal; y, por supuesto, el juego habitual de armas con capacidad para decapitar, cercenar, mutilar, aplastar, destrozar, percutir, machacar, desbrozar, cambiar de orientación la arquitectura de las articulaciones y, por supuesto, disfrazar de palomitas de maíz unas cuantas docenas de dientes. Me puse los patines, abrí la puerta del garaje… y el juego arrancó.

                Los zombis salen detrás de mí como vienen haciendo habitualmente. Son tan previsibles, que no me hubiera hecho falta releer Soy leyenda, tragarme una maratón de la cinematografía de Romero, o estudiar hacia adelante y hacia atrás los capítulos de iZombie, ficciones la mayor parte de las cuales aborrezco pero, ¿qué le vas a hacer cuando te toca vivir en un mundo de encefalófagos sin mayores virtudes que una cierta velocidad y una pertinaz insistencia, aunque antes de verte sumido en tamaño estropicio no te entusiasmaran las películas de ese subgénero de terror? Porque no me podían tocar unos rivales altivos, atrayentes, dignos de elogio, como un aristocrático vampiro, o un monstruo de horrenda cara tendente a la reflexión, no. Tenían que caerme en suerte unos muertos vivientes con el coeficiente intelectual de un político medio, a quienes sólo se les podía achacar su éxito a una inigualable perseverancia. Porque, desde luego, imaginación ni un mínimo. Yo salía, y ellos me perseguían. Al menos eso les había hecho lo suficientemente predecibles como para controlarles. A aquel hecho le debía que hubiera podido sobrevivir, desde el inicio del apocalipsis, más que todos lo demás.

                Bum, bum, bum. Las trepidantes secuencias de acción y de ultraviolencia habituales. Yo tampoco era muy fan de Tarantino al principio de esto pero, ¿dónde están ahora los miembros del Cahiers du Cinema? Al último creo que se lo comió un zombi en directo delante de las cámaras en París. Acababa de decir que las criaturas fantásticas de la gran pantalla del pasado no eran como las de los últimos tiempos. Supongo que el zombi era un espectador en desacuerdo, aunque había que reconocer (en cuanto a la eficacia en número de víctimas, fuera de supersticiones y mitos legendarios) que el zombi le acababa de dar la razón al crítico. Espero que a causa de eso no se lo tomara demasiado a mal.

                Hay sangre que salta por todas partes (salta, de aquella manera; es más bien un decir; la sangre de zombi tiene una consistencia pastosa, como la de morcilla rancia; aun así, lo poco que no está coagulado mancha la ropa que da gusto); cerebros desparramados, trozos de cráneo; yo huyo a toda velocidad sin detenerme a admirar la belleza de mi magna obra. Corro, corro, y por cada esquina por donde me cruzo, aparece otra criatura asquerosa de ésas. Con sus huesos he jugado a los bolos, al fútbol y al béisbol. Por usar, he empleado sus cadáveres como argamasa para muros defensivos. No estoy muy seguro de si estaban muertos del todo. Aún creo escuchar algún gemido cada vez que me apoyo en la pared para coger impulso.

                Giro una esquina y ahí están, cuatro de ellos; un segundo después, sus cuerpos ya no se hallan presentes: cuatro menos. Enfilo por la calle y me los tropiezo de nuevo; ya empiezan a ser muchos, así que pongo en marcha un ingenio de mi invención. Ha sido un privilegio contar con este cañón portátil. Una pena que sólo pueda aplicar un disparo en cada ocasión. Una lástima (también) que ésta sea la última carrera en que vaya a aprovecharlo.

                Para cuando diviso la última recta, ya me halla persiguiendo una tromba. Esto de los zombis es como cualquier infestación: puedes salir indemne los primeros minutos o los primeros metros pero, conforme te adentras más en la selva -y la selva ahora son las calles que yo solía transitar con mis novias en tiempos pasados-, es imposible librarte de ellos. Es una cuestión de masa crítica, matemática pura. Pero en este caso, el riesgo es calculado. Me basta con plantar cara al escaso número que flanquea la entrada del edificio; tras hacer saltar sus cabezas por el aire (literalmente), accedo al inmueble. Atranco la entrada desde dentro con lo primero que tengo a mano. Eso no será suficiente para detenerles de manera definitiva, pero sí que conseguirá retrasarles lo necesario como para completar mi plan.

                Una vez dentro, es sorprendente el silencio, sobre todo en comparación con el fragor que “mis amigos y yo” generábamos en el exterior. Enciendo una cerilla y adivino más que diviso lo que se ha convertido, de manera inintencionada, en un templo de culto a dioses muertos. Una punzada de dolor me estremece conforme observo los decrépitos decorados echados a perder, los recuerdos abandonados que nadie volverá a admirar, los carteles que anuncian espectáculos que no se estrenarán nunca… En definitiva, el añejo mundo del que tanto que nos quejábamos cuando lo vivíamos y que un día, sin más, expiró. Pero aún tendrá una última oportunidad, un postrero canto de cisne. Subo a la cabina de proyección y abro con mis herramientas -y con la ayuda de una patada- la puerta. Pestillos a mí, cara de villano de película, risa maquiavélica: muajaja.

                Le echo un primer vistazo a la maquinaria, y confirmo que se trataba de aquella cuyos planos estudié desde casa. En teoría, por lo que me había conseguido documentar, era el modelo con el que me toparía en este sitio pero, en estos tiempos, nunca se puede estar seguro de nada. Mientras busco la película concreta (he tenido que venir a este cine porque era el único suficientemente cerca de casa que en su día la tenía; lo suficientemente cerca como para poder llegar corriendo, claro), se escucha el retumbar de las criaturas infernales contra la puerta. Ya falta poco, no os impacientéis; pronto os daré lo que habéis venido a buscar.

                Finalmente, acciono la cámara. Tengo el tiempo justo para bajar al patio de butacas y sentarme. Apenas puedo otear, de pasada, los asientos de tapicería roja, tan lustrosos como siempre, sólo que cubiertos de una pátina de polvo. No importa. Dentro de poco, ya nada importará nada. Me siento y aguardo impaciente mientras observo cómo se levanta el telón. En pocos minutos, la película se pondrá en marcha por el sitio que dejé marcado. Afuera, se escuchan los gritos descarnados de los zombis. Son capaces de oler, como guionistas y lectores experimentados, que ya queda poco para el final.

                Entonces, aparece en pantalla la escena. Ésa que me ha hecho derramar tantas lágrimas. En ese momento, el director está sentado, como yo, sobre las butacas de una vieja sala, y se dispone a disfrutar el regalo que le dejó en herencia su añorado amigo el proyeccionista. Unos segundos después, empiezan a aparecer los cortes: las imágenes de los besos que las autoridades han censurado de las películas durante todos esos años, y que ahora podemos contemplar -en un pase privado- el director de la ficción y yo, y nadie más. No puedo evitarlo, me emociono lo mismo que él; no se me ocurre una secuencia mejor con la que terminar.

                Un chasquido seco. Los zombis han entrado en la sala. Ni me doy la vuelta, porque ya sé lo que pasa, lo mismo que ocurre en todas las películas; se precipitan como el agua de una presa reventada, chocan contra las sillas, se dispersan en un vano intento de ascender por las columnas de capiteles griegos, aunque la inmensa mayoría, por supuesto, se abalanza sobre mí. Cuando llegan a mi posición, empiezan a devorarme; por obra y magia de los dioses que en la vida corren a cargo de los ritmos, cada mordisco suyo coincide, en la pantalla, con un beso. Mua, besan a Charles Chaplin; mua, besan a Errol Flynn. Chicas despampanantes, malévolas, cariñosas, compasivas, hermosas, porque todas las chicas que te regalan besos son hermosas; cada uno de esos besos de la gran pantalla, me lo donan mis amantes (de carne putefracta y hueso), en el cuello, con toda su pasión, en exclusiva, solamente a mí.

                Y así muero, cubierto por una nube de besos, y mientras fallezco, rodeado de tanto amor como tormento, lloro feliz.

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