Última carrera
Brazos en jarras, estudio con detenimiento los materiales de los que dispongo. Y hasta me lamento. Con un punto de nostalgia que se adelanta a los acontecimientos, me invade una breve ola de desolación satisfecha al comprobar cómo -con qué rapidez- el esfuerzo acumulado durante aquellos años ingresará, en pocos minutos, en el museo en perpetua ampliación de la futilidad. Aunque, hasta cierto punto, aquello constituye también un premio a la constancia. Es mejor así, me digo. No hubiera soportado llegar hasta ese punto y no haber tenido nada que ofrecer (a un mundo inexistente, por otra parte), salvo yo mismo. Mis padres me enseñaron el valor del trabajo bien hecho; la callada y abnegada labor del individuo que -cuando no tiene nada que hacer- construye tablones para sustituir a los que aún se mantendrán durante mucho tiempo sólidos sobre la estantería. Gracias a esa capacidad de previsión, y a ese compromiso intenso, me había convertido en un superviviente; el único superviviente, en realidad, de toda una era. Y si ahora he decidido ejecutar una última carrera, una crepuscular cabalgada, no es porque no pueda seguir aguantando semanas, meses o incluso años. Se trata más bien de la carencia de incentivos. Antes que un siglo sobreviviendo en la aburrida victoria, unos cuantos segundos en la gloria serán preferibles, y me proporcionarán un mayor placer.
Por
eso, salgo a la calle equipado de mi equipo de hockey cuasi profesional, mis
escudos elaborados en cuero y madera, las espículas que cubren mi caparazón de
armadillo, afiladas a base de esmerilado cristal; y, por supuesto, el juego
habitual de armas con capacidad para decapitar, cercenar, mutilar, aplastar,
destrozar, percutir, machacar, desbrozar, cambiar de orientación la
arquitectura de las articulaciones y, por supuesto, disfrazar de palomitas de
maíz unas cuantas docenas de dientes. Me puse los patines, abrí la puerta del
garaje… y el juego arrancó.
Los
zombis salen detrás de mí como vienen haciendo habitualmente. Son tan
previsibles, que no me hubiera hecho falta releer Soy leyenda, tragarme
una maratón de la cinematografía de Romero, o estudiar hacia adelante y hacia
atrás los capítulos de iZombie, ficciones la mayor parte de las cuales
aborrezco pero, ¿qué le vas a hacer cuando te toca vivir en un mundo de
encefalófagos sin mayores virtudes que una cierta velocidad y una pertinaz
insistencia, aunque antes de verte sumido en tamaño estropicio no te entusiasmaran
las películas de ese subgénero de terror? Porque no me podían tocar unos rivales
altivos, atrayentes, dignos de elogio, como un aristocrático vampiro, o un
monstruo de horrenda cara tendente a la reflexión, no. Tenían que caerme en
suerte unos muertos vivientes con el coeficiente intelectual de un político
medio, a quienes sólo se les podía achacar su éxito a una inigualable
perseverancia. Porque, desde luego, imaginación ni un mínimo. Yo salía, y ellos
me perseguían. Al menos eso les había hecho lo suficientemente predecibles como
para controlarles. A aquel hecho le debía que hubiera podido sobrevivir, desde
el inicio del apocalipsis, más que todos lo demás.
Bum,
bum, bum. Las trepidantes secuencias de acción y de ultraviolencia habituales.
Yo tampoco era muy fan de Tarantino al principio de esto pero, ¿dónde están
ahora los miembros del Cahiers du Cinema? Al último creo que se lo comió
un zombi en directo delante de las cámaras en París. Acababa de decir que las
criaturas fantásticas de la gran pantalla del pasado no eran como las de los
últimos tiempos. Supongo que el zombi era un espectador en desacuerdo, aunque había
que reconocer (en cuanto a la eficacia en número de víctimas, fuera de supersticiones
y mitos legendarios) que el zombi le acababa de dar la razón al crítico. Espero
que a causa de eso no se lo tomara demasiado a mal.
Hay
sangre que salta por todas partes (salta, de aquella manera; es más bien un
decir; la sangre de zombi tiene una consistencia pastosa, como la de morcilla rancia;
aun así, lo poco que no está coagulado mancha la ropa que da gusto); cerebros
desparramados, trozos de cráneo; yo huyo a toda velocidad sin detenerme a
admirar la belleza de mi magna obra. Corro, corro, y por cada esquina por donde
me cruzo, aparece otra criatura asquerosa de ésas. Con sus huesos he jugado a
los bolos, al fútbol y al béisbol. Por usar, he empleado sus cadáveres como
argamasa para muros defensivos. No estoy muy seguro de si estaban muertos del
todo. Aún creo escuchar algún gemido cada vez que me apoyo en la pared para
coger impulso.
Giro
una esquina y ahí están, cuatro de ellos; un segundo después, sus cuerpos ya no
se hallan presentes: cuatro menos. Enfilo por la calle y me los tropiezo de
nuevo; ya empiezan a ser muchos, así que pongo en marcha un ingenio de mi
invención. Ha sido un privilegio contar con este cañón portátil. Una pena que
sólo pueda aplicar un disparo en cada ocasión. Una lástima (también) que ésta
sea la última carrera en que vaya a aprovecharlo.
Para
cuando diviso la última recta, ya me halla persiguiendo una tromba. Esto de los
zombis es como cualquier infestación: puedes salir indemne los primeros minutos
o los primeros metros pero, conforme te adentras más en la selva -y la selva
ahora son las calles que yo solía transitar con mis novias en tiempos pasados-,
es imposible librarte de ellos. Es una cuestión de masa crítica, matemática
pura. Pero en este caso, el riesgo es calculado. Me basta con plantar cara al
escaso número que flanquea la entrada del edificio; tras hacer saltar sus
cabezas por el aire (literalmente), accedo al inmueble. Atranco la entrada
desde dentro con lo primero que tengo a mano. Eso no será suficiente para
detenerles de manera definitiva, pero sí que conseguirá retrasarles lo necesario
como para completar mi plan.
Una
vez dentro, es sorprendente el silencio, sobre todo en comparación con el
fragor que “mis amigos y yo” generábamos en el exterior. Enciendo una cerilla y
adivino más que diviso lo que se ha convertido, de manera inintencionada, en un
templo de culto a dioses muertos. Una punzada de dolor me estremece conforme
observo los decrépitos decorados echados a perder, los recuerdos abandonados
que nadie volverá a admirar, los carteles que anuncian espectáculos que no se estrenarán
nunca… En definitiva, el añejo mundo del que tanto que nos quejábamos cuando lo
vivíamos y que un día, sin más, expiró. Pero aún tendrá una última oportunidad,
un postrero canto de cisne. Subo a la cabina de proyección y abro con mis
herramientas -y con la ayuda de una patada- la puerta. Pestillos a mí, cara de
villano de película, risa maquiavélica: muajaja.
Le
echo un primer vistazo a la maquinaria, y confirmo que se trataba de aquella
cuyos planos estudié desde casa. En teoría, por lo que me había conseguido
documentar, era el modelo con el que me toparía en este sitio pero, en estos
tiempos, nunca se puede estar seguro de nada. Mientras busco la película
concreta (he tenido que venir a este cine porque era el único suficientemente
cerca de casa que en su día la tenía; lo suficientemente cerca como para poder
llegar corriendo, claro), se escucha el retumbar de las criaturas infernales
contra la puerta. Ya falta poco, no os impacientéis; pronto os daré lo que
habéis venido a buscar.
Finalmente,
acciono la cámara. Tengo el tiempo justo para bajar al patio de butacas y
sentarme. Apenas puedo otear, de pasada, los asientos de tapicería roja, tan
lustrosos como siempre, sólo que cubiertos de una pátina de polvo. No importa.
Dentro de poco, ya nada importará nada. Me siento y aguardo impaciente mientras
observo cómo se levanta el telón. En pocos minutos, la película se pondrá en
marcha por el sitio que dejé marcado. Afuera, se escuchan los gritos
descarnados de los zombis. Son capaces de oler, como guionistas y lectores
experimentados, que ya queda poco para el final.
Entonces,
aparece en pantalla la escena. Ésa que me ha hecho derramar tantas lágrimas. En
ese momento, el director está sentado, como yo, sobre las butacas de una vieja sala,
y se dispone a disfrutar el regalo que le dejó en herencia su añorado amigo el
proyeccionista. Unos segundos después, empiezan a aparecer los cortes: las
imágenes de los besos que las autoridades han censurado de las películas
durante todos esos años, y que ahora podemos contemplar -en un pase privado- el
director de la ficción y yo, y nadie más. No puedo evitarlo, me emociono lo
mismo que él; no se me ocurre una secuencia mejor con la que terminar.
Un
chasquido seco. Los zombis han entrado en la sala. Ni me doy la vuelta, porque
ya sé lo que pasa, lo mismo que ocurre en todas las películas; se precipitan
como el agua de una presa reventada, chocan contra las sillas, se dispersan en
un vano intento de ascender por las columnas de capiteles griegos, aunque la
inmensa mayoría, por supuesto, se abalanza sobre mí. Cuando llegan a mi
posición, empiezan a devorarme; por obra y magia de los dioses que en la vida corren
a cargo de los ritmos, cada mordisco suyo coincide, en la pantalla, con un
beso. Mua, besan a Charles Chaplin; mua, besan a Errol Flynn. Chicas
despampanantes, malévolas, cariñosas, compasivas, hermosas, porque todas las
chicas que te regalan besos son hermosas; cada uno de esos besos de la gran
pantalla, me lo donan mis amantes (de carne putefracta y hueso), en el cuello,
con toda su pasión, en exclusiva, solamente a mí.
Y
así muero, cubierto por una nube de besos, y mientras fallezco, rodeado de
tanto amor como tormento, lloro feliz.
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