jueves, 1 de abril de 2021

El relato de abril: "El donante"

El donante

 

            No pienses que se te está metiendo el agua por los oídos, e incluso por la nariz. No mires, con los ojos abiertos, a las burbujas que te hacen cosquillitas por la cara, las que te acarician en la frente y las mejillas. No pienses en que te estás ahogando. No lo medites. Nada; es imposible. Es como aquella frase, ¿saben ustedes? La de <<no pienses en una vaca>>. Amarilla. Con lunares verdes. ¿A que no hay manera de dejar de imaginar a la puñetera vaca correteando con sus manchas por los prados? Pues aquí es igual. No puedes evitar tener la mente puesta en  que te estás ahogando. Tal vez lo haces por un poco de respeto; al fin y al cabo, si te mueres, lo mínimo que puedes hacer es ponerle algo de atención al asunto, y no malgastar tus últimos momentos con el recuerdo del vestido de una chica bonita, o en la forma en que tu madre se puso a bailar sobre un escenario, a sus sesenta y dos años, rememorando sus sueños de juventud. Pero, después de estas divagaciones absurdas, quizás quieran ustedes saber cómo he llegado hasta aquí.

            Camino por la calle. Estoy volviendo del trabajo. Mira, por ahí va el panadero. Un tipo majo, ese hombre, tengo que ir a visitarle más a menudo. Hombre, mira qué bonito, unos niños pedaleando en sus bicicletas. Hoy hace un día precioso, desde luego, sonriente y radiante de calor. Venga, nos metemos en casa. Vamos a mirar el correo.

            Entonces abro el buzón. Factura, factura, factura. Factura. Y... anda, hombre, una carta curiosa. Vamos a abrirla. La abro. La leo; la sigo leyendo; me voy calentando, me voy cabreando. Cagoendiós. Salgo de nuevo a la calle.

            Voy corriendo a toda la velocidad que puedo. Tengo que pasar el revuelo que hay siempre delante de la panadería; joder con el cabrón del panadero, qué hijo de puta, cualquier día voy y le cuento a su mujer con quién le está poniendo los cuernos. Sigo corriendo; se me cruzan unos puñeteros niños a toda leche con sus bicicletas, a ver si los prohíben de una vez, siempre estorbando por la calle, un día van a provocar un accidente. Maldita sea, qué calor hace, ya podría pegar el sol un poco menos.

            Pero nada, por más que corro, no puedo atrapar al cartero. Y qué más me da, me repito entonces a mí mismo. Si total, qué le iba a decir. En puridad, la culpa no es suya. La culpa será de quien me haya mandando la carta, o ni siquiera; alguien le ha puesto el sello y el sobre, alguien la habrá redactado, pero la culpa, después de todo, viene de más arriba, así que ni siquiera me queda el recurso de quejarme. Tan sólo, cruzarme de brazos y esperar.

            Es un poco extraño, ¿no? Uno, cuando entra voluntariosamente en una de estas asociaciones de donantes de médula ósea, no piensa en nada más. Apenas un <<mira, qué bonito, le estoy haciendo un favor a alguien>>, te cuelgas una especie de medallita mental, y todos contentos, te sientes muy solidario y te vas a tu casa. Ahora, lo que viene junto con el pack, eso no te lo cuentan. De lo que viene detrás te enteras tú siempre después.

            Y es que mira que es mala suerte; porque de no ser por un par de circunstancias, ni siquiera me hubiera enterado. De no ser porque, el mismo día que me mandaron la carta comunicándome que mi médula ósea iba a ser necesitada, salió por casualidad una imagen de ese hombre por la tele. Y me di cuenta de que estaba desmejorado. Entonces recordé la conversación que había mantenido unos días antes con un íntimo amigo mío, que es amigo de un amigo de su médico personal: “Los consejeros del dictador están desolados. Necesitan urgentemente un remedio o, si no, fallecerá. Y lo malo es que es muy difícil encontrar un donante compatible; tiene un tipo muy raro, el HLA-DX6...”

            Justito, qué casualidad, el mismito que tengo yo.

            Así es; yo soy el donante. Resulta que, por azar de los azares, de entre todas las cosas en las que podría coincidir con el resto de los hombres, tengo en común con el dictador de mi país, al que nunca le he guardado demasiado aprecio, la compatibilidad de las células. Pues mira qué bien. ¿A que eso nunca se lo imagina uno cuando va a donar sangre?

            ¿Y ahora qué hago?, me pregunto yo. Todo el planeta suspirando porque el dictador fallezca para quedarnos libres, y al final soy yo el que le tengo que alargar la vida. Todo el mundo acordándose de su madre y de todos sus muertos, y ocurre que esos mismos muertos van a disfrutar la ocasión de agradecérmelo. La verdad, cuando mi madre me decía que llevaba en la sangre la manera de incordiar a la gente, lo cierto es que nunca pensé que se referiría a eso.

            Y la pregunta es, de nuevo, ¿ahora qué hago? No resulta fácil planteárselo. Aquel día andaba despistado. Como no sabía muy bien qué hacer, invité a un amigo a  permanecer la tarde conmigo, a ver si se me pasaba así el cabreo. Dilapidamos el tiempo proyectando películas de cine mudo, como si la ausencia de sonidos consiguiera entregarnos, aunque fuera transitoriamente, una mínima calma espiritual. Pero no logré tranquilizarme del todo; la prueba fue lo que ocurrió cuando llamaron a la puerta. Salí a abrir. Era el lechero:

            -No tienes más remedio que hacerlo.

            Era el cartero:

            -Sabes que tarde o temprano tendrás que deponer tu actitud.

            Era el cabrón del panadero:

            -Aunque te opusieras, no te iban a dejar.

            Era un policía:

            -Seguro que te están vigilando: ya tendrán rodeada tu calle.

            Volví de nuevo al salón.

            -¿Quién era?-preguntó mi amigo.

            No lo sé; ya no me acuerdo.

            No puedo respirar. Tengo que salir de aquí. Saco la cabeza del agua...

            Qué pena; no lo he conseguido.

            Cuando al fin me quedé solo, fui a visitar a otro amigo. Se trata de un compañero que tiene una red clandestina en contra del régimen. Aunque siempre ha sido sospechoso habitual, nunca le han llegado a pillar; por tanto, todavía sigue libre, quizás no por mucho tiempo. Le comenté mi problema; lanzó un sonoro bufido.

            -Jodeer...

            Yo asentí. Claro, ¿qué iba a hacer?

            -Lo tienes crudo, chaval: ahora mismo, ya te estarán espiando un par de hombres. Fíjate, seguro que si te das la vuelta en mitad de la calle, te encuentras pegados a un par de tipos con gabardina oscura a tu espalda. No te van a dejar moverte ni un solo paso; no van a permitir que trates de huir, o que te marches del país. Créeme: si ellos quieren que lo hagas, ten por seguro que lo harás.

            Volví a casa un pelín descorazonado. Fue entonces cuando empecé a planear cuál sería el método más apropiado para el suicidio. No se crean ni mucho menos que es fácil. ¿Un cuchillo de cocina? No, imposible. Antes de que pudiera desangrarme, los agentes del Gobierno llegarían, y me sacarían la médula para ofrecérsela a su líder. ¿Saltar desde la terraza? Complicado hacerlo desde un primero, lo más probable es que simplemente acabe con una pierna rota y, sobre todo, una enorme cara de gilipollas. ¿Ahogarme?

            Una ventaja es que el cuarto de baño no tiene ventanas.

            Pero nada; no pude hacerlo. No tengo fuerzas para llevarlo a cabo. Puede que, después de todo, y sin esperármelo demasiado, le haya cogido un cierto cariño a la vida: no sé por qué habrá sido exactamente. Quizá por las flores del campo, el ruido del ascensor cada vez que llega a su piso, la forma en que la lluvia cae hacia arriba cuando hace viento... Hasta el pequeño placer de la lectura en el baño durante mis evacuaciones matutinas. Todos esos pequeños placeres te suenan, cada uno, cuando piensas en abandonarlos, como algo tan fenomenal... Además, no era así como esperaba acabar: no era eso lo que se había imaginado mi madre para mí cuando me vistió de marinerito en la primera comunión, ni tampoco es lo que creo que me merezca. En el fondo, no he sido una mala persona: he dado limosna en la iglesia, he ayudado a viejecitas a cruzar la calle, procuro no arrojar papeles al suelo... Lo de la mujer del panadero no cuenta.

            Además, siempre existe un pequeño detalle el cual, por muy insignificante que se antoje, no puedo del todo obviar. Y es que, a pesar de todas las ventajas evolutivas que nos otorgó Dios, éste nos entregó a cambio un pesado lastre que nos impide avanzar por completo como especie: los escrúpulos. Sí, ya lo sé, es una tontería, pero no soy capaz evitarlos. Y, al fin y al cabo, eso de negarte a donar a alguien tu médula, incluso aunque ese alguien se haya cargado a cientos de personas, implica un dilema ético. Y los dilemas, ya se sabe, casi nunca permiten desenlaces felices. Pregúntenselo si no a Hamlet.

            Tal y como me encontraba, sólo podía pensar en alguien a quien consultarle mi duda shakespiriana: y por eso me fui a la cárcel, a visitar a un tercer amigo, uno de los disidentes. Le conté toda la historia, le desgrané mis cuitas; describí las alternativas; le pregunté qué era lo que se suponía que tenía que hacer... Si había de ser un traidor a la causa de la vida, o concederle un cheque en blanco de diez, veinte años, a alguien de cuya existencia dependía la libertad de tantísima gente...

            Pero mi amigo no dijo nada; mientras yo tapaba mi cara con las manos, y trataba de que no me embargase la emoción, él simplemente pasó el brazo por mis hombros y me instó con un cálido: “ánimo”. Aquel intento de consolarme no hizo sino provocar que me sintiera más culpable todavía; y que me pareciera, cada vez más, que, con el gesto que me veía obligado a realizar, iba a ser yo, personalmente, quien firmara la sentencia de muerte de la misma persona que en aquellos momentos intentaba, a pesar de los barrotes, darme un abrazo...

            Ya estaba completamente resignado: no había otra solución. Me entregaría, y dejaría que me extrajeran hasta el tuétano, para consumar por fin mi traición definitiva. Aunque, bien mirado, pensé, siempre me puedo tomar una pequeña revancha.

            Aquella noche, visité los barrios de fiesta de mi ciudad. Me moví entre los juegos malabares y los vendedores de frutas exóticas. Y penetré en un local (Santería, Adivinación) que seguro que a los espías que me vigilaban no les inquietó especialmente: no sabían lo que les esperaba. Por fin pude consumar mi venganza.

            Pasaron los días: me extrajeron la médula. Esperaba contemplar de un momento a otro las imágenes por televisión del dictador, claramente restablecido. Y en efecto, las vi, pero no de la forma en que esperaba. Resulta que al final, el rumor que había escuchado no tenía fundamento: el dictador estaba enfermo, sí, pero de otra cosa, nada que ver con las donaciones. Pero entonces, ¿a quién puñetas había regalado yo mis células?

            Eso nunca lo sabré: lo que sí sé, es que aquel que la haya recibido, tiene un problema. Porque, después de mi visita a aquel local de vudú, mi sangre ya no es la misma.

            A ver la cara que ponen los médicos del receptor cuando comprueben que, al auscultar el corazón de su paciente, el sonido que sus latidos provocan, con mi sangre deslizándose entusiasta, bañando danzante sus cámaras, sigue un ritmo que es el mismo, con diáfana musicalidad,  que el del Himno a la Alegría.

                                    *                                 *                                  *

            ¿Verdad que hubiera sido bonito que el final de esta historia hubiera acabado así?

Sin embargo, por desgracia, las cosas no siempre suceden de la manera que uno desea. Que más me hubiera gustado a mí me que hubiera sido éste el “The end”, en plan realismo mágico, o incluso que yo, en un acto supremo de valor, hubiera iniciado una revolución, derrocado al dictador, instaurado la libertad, y conseguido una pequeña mención en la parte inferior derecha de una página interior de algún periódico. O, al menos, y ya en busca de objetivos más modestos, que yo me hubiera negado, con toda la valentía del mundo, a servir de donante, y hubiera desafiado al régimen y a toda su maquinaria, sirviendo de gallardo ejemplo para todos los rebeldes del mundo.

Sin embargo, yo nunca he asumido el papel del héroe: me he sentido mucho más a gusto representando al gracioso de la farsa, el patoso del baile, o el payaso en las fiestas de los niños. Nunca he sido un hombre valiente, ni mucho menos: en la comedia de la vida, fue a otros a quienes les tocó representar al joven apuesto que salva la vida a la doncella, mientras que a mí me correspondía ser el juglar que amenizaba la obra, el secundario al que todo el mundo aplaudía, pero que nunca se llevaba a la chica. El que, cada vez que tocaban a batalla, se las ingeniaba para escapar furtivamente por la puerta de atrás. Para bien o para mal, ése ha sido mi rol, el de la sonrisa irónica y el reírse de uno mismo, antes del de invocar a los padres de la patria. Y en esta ocasión, por supuesto, tenía que seguir siendo así.

Ahora bien, hubo una cosa que tenía muy clara: no le daría mi médula al dictador. Dos de mis tíos y mi hermana murieron a causa de él; y por muy deleznables que parecieran mis actos para cualquier ser humano, ésa era mi opción, la que debía mantenerse. Pero también sabía que los hombres del dictador me impedirían cualquier paso que pusiera en peligro esa promesa de años de vida, en forma de reservorio sanguíneo andante (me sentía un poco como una morcilla), en que yo me había convertido para su jefe.

Por eso, aquella noche, telefoneé a Olga.

Mi relación con Olga siempre fue extraña: mientras estuvo cerca de mi área de influencia, no la toqué ni una sola vez. La contemplaba, humildemente, poniéndose las medias con el pie apoyado en el alféizar de la ventana, exhibiendo un atrevido escote mientras me comentaba el último cotilleo que había escuchado en la calle sobre cualquier vecino. Era una mujer atractivísima, tropical, con unos andares sensuales que harían que el típico tipo al que los mafiosos encierran en una cámara frigorífica solicitara más hielo: algunos incluso afirmaban que las bananas se salían disparadas de sus cáscaras, desde lo alto de los árboles, a su paso, y que los perros la perseguían en tromba, agrupados en cuadrilla, durante varias manzanas a lo largo del barrio. El niño de la beata señora Julia rezaba por ser cura hasta que la vio pasar a su lado, y ella, mientras tanto, respondía a todos los piropos de los hombres con la misma enigmática sonrisa que hubiera sostenido la mismísima Nefertiti; claro que habría que ver si Nefertiti se hubiera comportado de la misma manera si hubiera cobrado a veinte dólares la hora.

En todo caso, y como mencioné antes, yo no tuve la ocasión de disfrutar de sus encantos. Como ya les he explicado, en las obras de teatro yo soy de los que no se llevan a la chica. Nuestra relación era más de amistad, de mutua confianza, de revelarme sus problemas, e incluso alguna anécdota interesante que le hubiera ocurrido en el trabajo (confidencias no; para eso, Olga era muy discreta; secreto de confesión, solía denominarlo ella). Todo prosiguió más o menos de esa manera, hasta que a Olga le diagnosticaron de SIDA.

Como se pueden imaginar, aquello fue el fin de todo. La gente se apartaba a su paso; los que más la habían deseado se horrorizaban al pensar que les pudiera siquiera rozar. Lo que otrora fueron alabanzas se convirtieron en condenas. Esto le ha ocurrido por ser como es, afirmaban unas, Esa golfa, añadían otras, se lo tiene merecido. Y yo (que, antes de que todo esto sucediera, supe ver que también había un ser con alma propia, detrás de aquellas hermosas curvas) me sumergí sombrío en la melancolía cuando comprobé que, un día cualquiera, ella, simplemente, se había marchado de su casa sin tan siquiera decir adiós; y, desde el alféizar de mis ventanas, ya sólo se veían los pájaros.

Pero ahora, en estas circunstancias, la llamé; los espías, en su inocencia, no pudieron sospechar quién era. Había quedado tan demacrada, tan afectada a causa de la enfermedad, que, conforme caminaba por la calle con un bastón, temblándole las piernas, pasaba perfectamente por una anciana de ochenta años. Y por ello, la dejaron seguir andando, y que subiera hasta mi habitación.

 El reencuentro fue  triste: yo la había conocido en todo su esplendor, y ahora la contemplaba en su cénit. Hablamos un poco de los viejos tiempos; de momentos más felices; de días probablemente más brillantes. Le conté lo que me pasaba. Le comenté lo que había ideado, y el papel que jugaba ella en todo aquello. Olga, sin embargo, no quiso hacerlo; me decía que no podía, que no era capaz de hacerme esto a mí. Entonces yo le expliqué que no se lo pedía porque fuera la única manera de salir de este atolladero: sino que el hecho de encontrarme en este lío me daba la única oportunidad que tenía de llevar a cabo algo que, desde hacía mucho tiempo, estaba deseando poder hacer...

Cuando Olga salió de mi casa, ella era ligeramente distinta; no cambiaron ni su rostro con arrugas ni su delgadez hasta los huesos; siguió caminando con temblor sobre unas piernas tan, tan finitas, que parecían estar a punto de quebrársele; pero sí que se alteró una cosa. Y es que, cuando entró en mi casa, ella era tan sólo un resto de lo que había sido. En cambio, cuando salió por la puerta, Olga se sentía, para todos los efectos, con todo el orgullo, y con todas las lágrimas, por primera vez en muchos años, una mujer....

Al día siguiente, los espías, junto con los enfermeros, vinieron a recogerme para llevarme al hospital. Y yo, que, como he dicho antes, no estoy muy acostumbrado a hacer de héroe, no esbocé ningún gesto grandioso: sólo abrí los brazos, con una sonrisa melancólica, de bufón triste, y confesé:

-De nada servirá que lo hagáis: me acabo de contagiar de SIDA.

Los enfermeros se contemplaron entre sí. Los espías también. En busca de comprobaciones, y ante la convicción que puse en mis palabras, como toda conclusión, con una mirada confusa –y el temor reverencial a la enfermedad reflejado en sus ojos-, se marcharon.

 Después de varios días, al fin, y después de tanta gente dando vueltas alrededor de mi persona, de nuevo, me quedé solo.

Habrá mucha gente que condene mi acción; habrá mucha gente que me acusará de haber provocado la muerte de un hombre, e, incluso, refiriéndose a mí mismo, de inducir la de otro... y todo eso es cierto...

Pero también es verdad que, al mismo tiempo que he hecho esto, le he devuelto a una mujer la sensación de que tenía un cuerpo -el cual un hombre podía acariciar con deseo-, de que era hermosa, y de que había alguien que la amaba...

He dañado la existencia de una persona, sí... pero también es verdad, si queremos verlo, que le he devuelto la vida a otra...

¿Habrá quien no sea capaz de perdonarme?

No lo sé; yo  esta noche, por si acaso, he vuelto a llamar a Olga...

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