Una versión primigenia de este relato (sensiblemente más corta, para adaptarla a las necesidades editoriales del momento) fue publicada en el segundo ejemplar del fanzine Fragmentos de tinta. Ahora os lo presento tal y como estaba concebido en su génesis original. Por cierto, como muchos sabéis, ya no sacamos nuevas entregas del fanzine, pero podéis consultar los viejos ejemplares en este enlace, así como algunas narraciones, críticas y ensayos sueltos en el formato blog que adquirió en los últimos tiempos. Mis relatos (más cortos o más largos), por otra parte, he ido incorporándolos al blog a lo largo de los últimos meses, para que tengáis a mano todas las opciones. El lugar físico o virtual que ocupen las historias, como suele decirse, es lo de menos: el hueco que ocupan en nuestra mente, por el contrario, ya es otro cantar.
Cambio de tono
Para explicar esta anécdota tengo que aclarar un poco el contexto: hace bastantes años tuve un accidente y, aunque ahora prácticamente no se me nota, me quedan aún algunas secuelas. Una de ellas es que tengo una oreja de plástico. A decir verdad, tengo varias orejas de repuesto, y voy cambiándolas según la época del año, para así ajustarlas a la coloración del resto de mi piel. Esta historia ocurrió precisamente durante una época en la que estaba pasando unos días en casa de mi hermana en la playa, y percibí que mi tez había quedado tostada por el sol. En ese momento, quise sustituir mi oreja de aquel entonces por un repuesto de un tono algo más moreno, y me metí en mi cuarto para llevar a cabo esta acción con cierta privacidad. Pero hete aquí que mi sobrino, que es un terremoto, quiso darme una sorpresa y entró de improviso en mi cuarto, sin avisar. Del susto (a causa del grito que el niño me soltó casi al lado de mi cabeza) solté un respingo y entonces constaté su cara de terror. No me di cuenta hasta unos segundos más tarde: en medio del caos, mi oreja se había caído delante del tierno infante, y ahora hallaba en el suelo, allí plantada, como si nos estuviera contemplando amenazadoramente.
Yo
no sabía muy bien cómo explicárselo a mi sobrino, quien no conocía nada acerca del
accidente, pero la actitud que adoptó me facilitó mucho las cosas: salió
corriendo como alma que lleva el diablo, y durante el resto de la tarde no tuve
ocasión de verle ni un solo segundo.
Con
el paso de los días, sin embargo, el contacto fue inevitable, aunque yo me di
cuenta de que mi sobrino me rehuía, contemplándome desde lejos con una mezcla
de recelo y temor. Comprendí qué era lo que ocurría cuando sorprendí al niño un
día, revelándole a su madre una confidencia: “Mamá, creo que le he roto la
oreja al tío Javi”, se atrevió a confesar, en tono de disculpa, muy
apesadumbrado. Intenté aplacar su angustia al cabo de unos minutos.
-Miguelín,
he de contarte una cosa: en realidad, soy un espía. Por eso, tengo una oreja
electrónica, que permite escuchar las conversaciones a distancia. Es una oreja
muy útil. De hecho, creo que voy a ponerla de vez en cuando en tu cuarto, para
saber si estás haciendo alguna maldad.
Claro
que no estoy muy seguro de haberlo arreglado. Mi hermana me dice ahora que,
cada vez que va a darle su beso de buenas noches, nota a su hijo intranquilo:
-Me parece que se pasa un rato con los ojos abiertos después de apagar las luces -confesó-. Como si en su cuarto se hubiera metido alguien y quisiera averiguar dónde está…
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