lunes, 6 de marzo de 2023

El relato de marzo: "Un mensaje en una botella"

Un mensaje en una botella

Paca es una mujer de costumbres. En cuanto su marido Luis sale por la puerta para trabajar (dos de besos despedida, mua, mua), practica una rutina invariable, algunos la tacharían de monótona. Ejercitan una serie de rituales de limpieza de cutis y adecentamiento del rostro que, si hubieran estado bajo el conocimiento de Channel o Paco Rabanne, estos últimos habrían pagado millones por examinar sus secretos; pero como Paca es una simple ama de casa del distrito de San Blas, no creemos que vaya a llegar ningún alto ejecutivo con una maleta cargada de billetes para entregársela y sacarla de pobre. Más bien al contrario, Paca es bien consciente de su destino, aunque también es feliz con él. Le vale con adecentarse, realizar unas pocas tareas domésticas -las mínimas e imprescindibles para que su casa se mantenga en pie-, y luego sentarse el resto del día a devorar una serie tras otra. No puede evitarlo: le encantan, le apasionan, las ama, las adora. Se las traga todas: comedias, románticas, de ciencia ficción, de autor, aunque la cautivan especialmente los más desconsolados y perturbadores dramas. Paca no se autoengaña: dice que ella es adicta a las series como su madre lo era a los culebrones venezolanos. No es una diferencia de filosofía, confiesa; si acaso, argumenta, hemos mejorado en calidad. Por eso, esa mañana, mientras espera que hagan efecto los rulos sobre sus cabellos, se enfunda la bata de boatiné, tan vieja como cómoda, y se sienta en su mullido sofá, delante del televisor, para disfrutar de la maratón que su cadena favorita le ha prometido de uno de sus programas favoritos. La primera media hora es maravillosa; el capítulo, espectacular, como casi todos. El problema viene cuando llega el siguiente. La mujer parpadea, patidifusa, aunque no debería estarlo: lo han vuelto a hacer. Lo han vuelto a hacer, una vez más. A pesar de sus quejas reiteradas. A pesar de que les mandó un e-mail a los de la cadena (bueno, su sobrino les mandó un mail; menos mal que el chaval le echa una mano con las cuestiones informáticas). Pese a que llamó por teléfono y una amable señorita le aseguró personalmente que no iba a volver a ocurrir. Pues allí estaba: los peinados cambiados de sitio, las tramas desarboladas. "Ya está bien", se dice a sí misma, levantándose en un arranque de ira. "Esto es ya es pasarse de castaño oscuro. Pero de hoy no pasa. Se van a enterar", farfulla para sus adentros mientras se dirige al cuarto para vestirse. Se pone sus mejores prendas, las de ir elegante, las de acudir para pedir favores. Pero esta vez no va a solicitar: va a ordenar. Va a exigir. Se van a enterar de quién es Paca.

 

Coge el metro (Dios mío, ¿hacía cuánto que no se subía a uno?¿La gente olía antes así? Qué asco, le dan ganas de echar un poco de ambientador para clarificar el ambiente). Se dirige al centro de la ciudad, a la dirección adonde remitió las cartas que envió originariamente. Una vez sale del subterráneo, tarda un rato en orientarse hasta llegar al edificio, pero, una vez lo hace, reconoce de manera inconfundible la silueta que muestran al inicio de todos los programas. Entrar, en circunstancias normales, no hubiera resultado fácil, pero resulta que hoy acude un grupo de individuos anónimos como público invitado para la grabación de un programa de telerrealidad, así que, en medio de la confusión, consigue acceder a la recepción. Una vez allí, se dirige a un mostrador, donde una bella señorita de ésas que parece que fabrican por lotes en un laboratorio la atiende:

-¿Sí?¿En qué podemos ayudarla?

Paca toma aire antes de soltar parrafada.

-Mire, yo me pongo a ver todos los capítulos que echan de "Darwin se acuesta con Copérnico". Ya sabe, la serie ésa de los científicos tan simpáticos que se acuestan todos con todos. Es una serie estupenda...

-Ah, sí, es uno de nuestros productos estrella. Gracias por el cumplido.

-De nada. Pero vengo a quejarme. No puede ser que, cada vez que ponen varios capítulos seguidos, los coloquen en un orden completamente aleatorio y absurdo. De repente, los personajes que están juntos se separan y es como si nunca se hubieran arrejuntado; los peinados y cambios de estilo se alteran de una manera caótica; no hay ningún control, pasamos de la temporada 4 a la 8, y luego a la 1, sin la menor transición. Quiero hablar con quien hace eso. ¡Es una falta de respeto a los telespectadores!

La mujer de recepción se queda sorprendida. Es la primera vez que le realizan una petición como ésta. Normalmente, es cierto, la gente se queja; de hecho, hasta sus propios familiares le reprochan que parece que la programación la organiza un mono borracho. Pero eso de dirigirse personalmente a la sede de la cadena a quejarse... bueno, es otro nivel. A lo mejor su novio anarquista tiene razón y la revolución se está aproximando.

-Creo que debería formular usted su sugerencia al Área de Programación. Está en la segunda planta, a la izquierda. Pregunte por el Señor Carvajal.

Paca da la gracias -educación ante todo- y se dirige, con el bolso agarrado al pecho, hacia el lugar indicado por la amable recepcionista. Sin embargo, hay algo que la recepcionista no le ha advertido y que le va a resultar enormemente ventajoso: resulta que, a consecuencia de la última crisis a raíz de los ratios de audiencia, varios departamentos se encuentran congregados en una de las salas más recónditas, en una reunión de ésas en la que ruedan cabezas y de las que suelen salir becarios envueltos en lágrimas, así como profesionales de muchos años cargando con cajas en las que guardan plantitas y fotos personales. Quizá por eso, cuando llega, en el departamento de Programación no hay casi nadie. Paca es consciente de que lo suyo es abordar a uno de los pocos trabajadores que se hallan pululando por allí y preguntarles. Pero entre que les ve cara de angustiados (normal: su único pensamiento ahora mismo es si van a perder su trabajo), y que tiene cierta curiosidad malsana por ver cómo es un edificio de la televisión por dentro, decide que es mejor husmear por todos los rincones, a ver qué encuentra. Lo cierto es que, lejos del glamour que cabría esperar, aquello es como una oficina cutre con el personal particularmente ansioso. En puridad, se respiran malas vibraciones. La sensación se acrecienta cuando encuentra una puerta de metal cerrada con un candado oxidado, al lado de uno de esos viejos montacargas que dan la impresión de que sirven para desplazar bolsas de lavandería al fondo de un túnel mugroso en medio de un apocalipsis zombi. Paca le echa un vistazo distraído al candado. Y, como es una mujer de mundo, a pesar de que por su profesión no lo aparente, coge una horquilla de entre sus cabellos, juguetea un poco en la cerradura y consigue que el desvencijado candado se abra. Paca pasa a través de la puerta, desde donde se abren unas escaleras. Desciende muy lentamente hacia una especie de húmedo sótano.


El lugar con el que se topa parece sacado de una pesadilla de alguien que se ha pasado con su ración de películas expresionistas alemanas. Faltan tan sólo los tubos de ensayo con líquidos de un verde fluorescente, y los derrames de líquido radiactivo por las esquinas. Aunque, para compensar, ciertas secciones del suelo se muestran pegajosas a cada paso. Hacia ambos lados se abren monitores, pantallas de ordenador y de televisor, tablones con gráficas de audiencias, teletipos. La luz parpadea en las bombillas, que titilan temblorosas, cual sobrecogidas por su propio fulgor. Todo aquello da sensación de irrealidad, de film de ciencia ficción de sobremesa... hasta que, de repente, lo que surge parece salido de las peores fantasías de la Edad Media.


Hay varias mesas, sobre las cuales se asientan ordenadores, teclados, reproductores de CD y de DVD, viejas máquinas de vídeo doméstico, y por supuesto pantallas planas. También se acumulan, desordenados, diagramas y esquemas de parrillas televisivas. En el centro, un muchacho: joven, de unos treinta años, con grandes gafas redondas, con cara de "apamplao", como diría Paca; pero, sobre todo, con un color de la tez macilento, como la gente que lleva mucho tiempo sin ver el sol, y del pálido ya han pasado directamente al verde. Y lo más extravagante de todo: se encuentra atado a la pata de una sólida y pesada mediante una gruesa cadena de metal. Es difícil expresar cuál de los dos se queda más ojiplático al contemplar al otro, si Paca al observar esta aparición propia de una película de serie B, o el chico al observar a una señora a la que sólo le falta el traje regional de su aldea para desentonar más en los sótanos de una importante cadena de televisión.


Sin embargo, la cara del chico, unos segundos después, muta en una expresión de alegría extraordinaria:

-¡Por fin!¡Alguien ha venido!¡Por fin han venido a buscarme!

Paca parpadea un par de veces.

-¿Qué os ha dado la pista?-la verborrea del chico se acelera hasta tal punto que cuesta entenderle-. ¿Ha sido la serie de "Darwin se acuesta con Copérnico", verdad?¿O la de “Todos están con Lola”?¡Habéis entendido el mensaje!

-¿Qué mensaje? -las facciones de Paca se tornan en un grito de indignación-. ¡Si la programación es un caos!¡De eso venía a quejarme!¡El orden de los capítulos de la serie de los científicos no tiene ni pies ni cabeza!

-¡Por supuesto que sí!-el chico, a pesar de las dificultades de movilidad debidas a la cadena, es capaz de deslizarse hasta unos papeles que acercó a Paca, y que hasta ahora se encontraban desparramados sobre la mesa que hace las veces de los presidios-. ¿Lo ves?¡El orden de los capítulos contiene un código oculto a través del cual podíais encontrarme!¡Si uno sigue los indicios, puede averiguar mi situación y cómo llegar hasta aquí! Lo inserté de manera diferente en otras diez series, pero éste -dijo apuntando a un esquema referido a “Darwin se acuesta con Copérnico”- fue el que me salió más diáfano, y por tanto más fácil de descifrar...

De repente, un par de neuronas conectan en su interior:

-Tú no has venido a sacarme de aquí, ¿verdad?

Pero entonces, en tan sólo unos pocos segundos, del rictus de sorpresa pasa a uno de terror absoluto:

-¡No!¡Por favor!¡Por favor, no os la llevéis!¡Tenéis que liberarme!¡Necesito salir de este sitio!

El guardia de seguridad que acaba de aparecer toma a Paca (delicada, pero firmemente) por el brazo, y la desplaza con suavidad:

-Vamos, señora. Usted no debe estar aquí.

Paca protesta débilmente, dándose la vuelta para contemplar al pobre chico, que aúlla enfermo de llanto e ira, tratando de desplazarse y enredándose con la cadena mientras lo intenta. Sin embargo, el guardia de seguridad no atiende a sus protestas: la saca de vuelta a la puerta del candado, el cual cierra con economía de movimientos para a continuación plantarse delante de la entrada.

-Puede usted marcharse -indica con una solidez que no dejaba lugar a dudas. Paca alza un dedo, como si fuera a reprenderle o a decir algo, pero la actitud del segurata la convence de que aquello no serviría de nada. Lenta, muy lentamente, se da la vuelta y se dirige con pasos cortos de vuelta a la recepción.

Una vez allí, todavía traumatizada por lo que acababa de contemplar, camina a pasos muy cortos en dirección al mostrador de entrada, donde divisa a la misma chica con la que había hablado antes:

-Creo... creo que tienen a un hombre encerrado en el sótano -decide soltar así, de sopetón.

La chica le dedica una amplia sonrisa de anuncio de dentífricos (está claro que la han seleccionado por su buena presencia), aunque no puede evitar enarcar de manera demasiado evidente una ceja:

-¿Cómo dice?

-Sí, un chiquito, joven. Lo tienen allí... atrapado con una cadena.

La muchacha, sin desarmar del todo su sonrisa (aunque esta vez parece más forzada), niega sutilmente con la cabeza:

-No es política habitual de la empresa tener empleados encadenados en su sótano.

Paca ve que por allí no hay nada más que rascar. De todas maneras, mientras se aleja a su ritmo pausado habitual, la recepcionista alza el teléfono situado sobre el mostrador. Paca puede escuchar, mientras se aleja, cómo la bella Venus post-capitalista solicita a través del auricular: "¿Seguridad?".

Paca vuelve a su casa, entre aún estupefacta y mohína. Va a su casa. Se pone a hacer sus labores domésticas. Su marido vuelve un rato más tarde. Paca sirve la mesa y le pone unas cervezas. El esposo departe animadamente sobre lo que le ha ocurrido en el trabajo. En uno de sus (breves) momentos de silencio, mientras bebe de su cerveza, Paca espeta:

-Yo hoy he ido a la sede de mi cadena preferida. Y allí... he visto a un pobre chico... lo tenían encadenado en el sótano... Trabaja programando los capítulos de las series.

El marido se queda un momento con la cerveza en la mano, perplejo. Luego, agitó la mano, despreocupado:

-¿Qué es eso que has visto?¿Una película de esos telefilms cutres que ponen a media mañana? Por un momento me has asustado. Un chico encadenado en un sótano... Ja, ja, qué gracioso.

Paca sigue con la comida, quita más tarde los platos, y no vuelve a mencionar el asunto.


Al día siguiente, Paca se planta delante del televisor con un bolígrafo y un cuaderno de anillas. Enciende la televisión, y maneja el mando hasta localizar la cadena que ha visitado el día anterior. Con sus cinco sentidos clavados como dagas en la pantalla, trata de dilucidar cada gesto, cada señal, cada posible mensaje; pensando en quién puede hallarse al otro lado, se dispone a anotar todo aquello que pueda encontrar...

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