Esto ocurrió, hace no demasiado tiempo, en uno de estos barrios castizos típicos de Madrid.
Una señora, con bata de boatiné y con rulos, se dispone a irse a dormir a su cama. Y entones, para su sorpresa, se encuentra a un lagarto, de medio metro de envergadura, de color verde, tumbado sobre su cama, con los ojos fijos sobre ella, como preguntándole, “¿Qué, te metes por fin, o tengo que esperar mucho más? Que ya tengo sueño”.
La señora, completamente alucinada, no sabía lo que hacer. Recurrió entonces al único método que se le ocurrió en este momento: cogió el primer spray que tenía a mano (ella le llamaba “flu-flu”: el problema es que no se trataba de insecticida, sino de limpiador para el polvo) y lo roció, como si se tratara de nieve, encima del lagarto; eso sí, manteniendo las distancias. Flu-flu la primera vez, flu-flu la segunda, y el lagarto, nada, ni inmutarse, no se iba ni se movía, tan sólo sacaba la lengua, como volviendo a preguntar: “¿Pero te dejas de chorradas o qué? Métete de una vez en la cama”.
Así que la señora, agotada de recursos, asió con una mano el teléfono, y llamó, efectivamente...
No, no a la policía ni a los bomberos ni a la perrera. Tampoco a hijos, sobrinos, familiares o vecinos.
A Telemadrid.
La combinación de España profunda y mundo globalizado, es tan peligrosa como la de fundamentalismo islámico y alta tecnología armamentística.
(Al final, resultó y todo que el
lagarto era especie protegida).
(Otra versión de la historia dice
que en realidad, la señora estaba acojonada, y lo que pasa es que les había
llamado porque no tenía el número ni de la policía ni de los bomberos, sólo el
de Madrid Directo).
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