El otro día leí un artículo que me llamó mucho la atención, sobre uno de los inmigrantes que consiguió (lo logré, lo logré), logró pasar al otro lado, cruzar aquel abismo insuperable que suponen los tres metros de la valla de Melilla: en medio de la conflagración, despiadada, había perdido un ojo. Pero lo sorprendente es el motivo por el que pasó.
Quería casarse. Se había enamorado de una chica de su poblado, por cuyo consentimiento (o mejor dicho, por el de sus padres), tenía que pagar una dote. Ella, además, estudiaba para maestra, con lo cual, argumentaba él con una lógica aplastante, “vale más”. Y por eso, corría al norte, no para quedarse, como prentenden casi todos, sino para conseguir dinero para poder casarse con su chica.
Y fíjate por dónde, esta historia me recordó a aquellos cuentos tan perversos, de ésos que nosotros leíamos anonadados de niños, en los cuales un príncipe era obligado a pasar infortunios diversos, y a superar miles de enrevesadas pruebas, para poder acceder por fin a la mano de su amada. Y pensé en qué dirían los griegos antiguos, si vieran a su Hércules, su Teseo, su Ulises (que al fin y al cabo, también llegó en patera), con un ojo partido, la tez renegrida de tantos disgustos, y una sonrisa pícara que muestra al enterarse que, por mucho que proclame que le entusiasman Ronaldinho y Raúl, en este país no se puede ser del Madrid y del Barcelona a la vez. Me pregunto, la verdad, qué es lo que pensarían los antiguos, o qué es lo que opinan ahora los modernos.
Es lo que tiene Madrid: en mitad de
la calle, puedes contemplar a un príncipe de cuento de hadas, limpiándote las
botas como parte de su odisea. La única diferencia es que el color de este
príncipe no es azul: pero poco importa, la sonrisa de los dientes sigue siendo
tan blanca como siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario