lunes, 21 de abril de 2025

La historia real de abril: Sobre los sentimientos.

 Sobre los sentimientos

(Reflexión escrita hace unos cuantos años)

                La Semana Santa ha dado para mucho. Entre otras cosas, para observar detenidamente a la gata de mi madre. Es súperentretenido. Se te queda mirando expectante, curiosa. Si te ocurre hacer algo estrafalario (un número musical, por ejemplo, ejecutado únicamente con fines sociológicos) primero te mira sorprendida, luego rehúye la mirada como si estuviera tratando con un loco peligroso, y al final escapa subrepticiamente, mirando de refilón para ver si le sigues. Supongo que la gata se escama porque no comprende por qué haces esas cosas (los animales tienen, por lo visto, un instinto muy arraigado para no meterse en lo que no entienden. Es lo que favorece, entre otras cosas, que no se coman a los insensatos a quienes se les ocurre poner una tienda de campaña en medio de África. Dicen aquello de que la curiosidad mató al gato, pero más bien da la impresión que es precisamente la falta de curiosidad, ese sentimiento tan humano, que nos ha dado entre otras cosas la ciencia y la filosofía, el que al gato le mantiene vivo). Y, en mi reproche mental hacia el minino –todavía no estoy tan loco como para hablarle en voz alta a un gato, como de hecho hacemos casi todos los que hemos interaccionado con un animal en algún momento-, aduzco que no se me ocurre una manera mejor de llenar del tiempo que hacer esa clase de gansadas en uno de esos impass que se generan con cierta frecuencia en nuestras vidas. De hecho, hasta le recrimino al felino esa suficiencia de la que alardea por la vida, ese no necesitar nada más que lo que tiene. La verdad es que la existencia de un Felix silvestris doméstico es muy simple. Cuando tiene que comer, comer, cuando tiene que dormir, duerme, y cuando tiene que cagar, pues lo hace, y el resto del tiempo se pasea de manera más o menos perezosa por la casa. De hecho, sus únicos conflictos con la vida han sido con mi madre a la hora de ver dónde caga, pero como mi progenitora se ha rendido con bastante rapidez, ni siquiera tiene ahí la gata donde rascar. Por lo demás, el animal parece no alterarse. Yo, la verdad, creo que viviría bastante oprimido así, sin ver ninguna serie de televisión ni leer un libro, pero la gata parece insensible al aburrimiento. Y se me ocurre que, aparte de este último, pocos sentimientos hay más genuinamente humanos. Decía el genial Terry Pratchett que el ser humano es tan estúpido que, en un mundo lleno de maravillas insondables y hechos sorprendentes, ha inventado el aburrimiento. Y tal vez sea verdad eso de que ese sentimiento lo hayamos creado nosotros, pues se me ocurre que en la Prehistoria (ocupados constantemente de qué íbamos a comer, adónde íbamos, en qué cueva podríamos dormir) aburrirse no era una de las opciones disponibles. Y, para cuando surgía un escaso rato de tiempo libre, para eso estaba la curiosidad.

                Cambiando de tercio (o quizás no tanto) en esta Semana Santa no me ha dado tiempo a aburrirme mucho, entre otras cosas, porque alguien muy cercano a mí había perdido a un miembro de su familia. Yo la consolaba, aportándole argumentos que a mí me sonaban tremendamente potentes: como que lo mejor que se podía sacar de este capítulo de su vida era la inmensa cantidad de recuerdos buenos que albergaba de esa persona; y, también, que el último episodio vivido con el fallecido había sido reciente, y muy positivo muy para los dos. Desde ese punto de vista, era la menos mala de las situaciones posibles. Claro que, conforme lo decía, una de las cosas que me pasaban por la mente es que lo que le pasaba por la cabeza a mi interlocutor no era tanto pena por la desaparición de alguien relacionado con momentos pasados, sino el lamento de que, con esa persona, ya no podrían generarse recuerdos nuevos: una especie de nostalgia por sucesos que nunca habrían de ocurrir. En cierto sentido, ahora que lo pienso, tal vez sea eso lo que más lamentamos de la muerte de un conocido: no tanto la añoranza de los buenos instantes que compartimos, sino, más bien, tristeza por todos aquellos que no podremos de ninguna manera vivir.

                Y a lo mejor, ahora que lo medito, ambas cuestiones se encuentren relacionadas. Puede que en nuestra lucha contra el tedio tan sólo nos tengamos los unos a los otros, como una manera de llenar la vida hasta la muerte. Quizá la desaparición de uno no nos recuerde tanto que algún día feneceremos como lo poco interesante que se volverá nuestra vida hasta que llegue el momento de morir. Tal vez cada conocido sea una forma de curiosidad, de abrirnos al abismo del otro; que la empatía no sea sino otra forma de ocupar nuestras vidas, tan necesaria y vital como el cine, la literatura, la mitología, todas esas cuestiones que hemos inventado para no aburrirnos. A alguno este pensamiento le puede parecer frívolo: comparar a las personas con un entretenimiento. Pero probablemente no haya nada más importante en la vida que llenar ese hueco, y es posible que no haya forma mejor de completar ese vacío tan grande que "los otros", ese concepto que necesitamos para mantener íntegro y cuerdo nuestro yo. Por eso, por escéptica que me mire la gata de mi madre como si me hubiera dado un arranque esquizofrénico, necesitamos montar esos números musicales. De hecho, cuando llegue la hora de mi muerte, no quiero que os pongáis tristes: no quiero ropas de luto ni duelo. Al revés; después de tirarme en un sitio que no requiera mucho gasto y no contamine demasiado, salid a divertiros: viajad, creced, vivid, iros de juerga, follad, follad muchísimo, follad con dos o tres personas, haced un cuarteto o un trío, y decid que se lo dedicáis a un amigo, que hacéis todas las cosas que os apetece llevar a cabo porque esa persona no puede hacer lo que le plazca nunca más. Que la pérdida de cada individuo debería celebrarse como una demostración de amor a la vida, y también a la humanidad, pues perder a alguien significa perder un poco todos de nosotros, y todos merecemos ser consolados. En fin, se me ocurre que, hace poco, un veterinario aconsejó a los dueños de animales que, cuando no les quede otro remedio que sacrificar a estos últimos, permanezcan junto a ellos para que no se sientan extraños, para tranquilizarlos, para darles amor. ¿Ves como tenía razón?, le replico mentalmente a la gata de mi madre, de momento (y esperemos que por mucho tiempo) tan ufana, mientras repaso la evolución de las especies y me doy cuenta de que las criaturas que llamamos superiores no han avanzado para tener escamas más duras o aguijones, sino en cambio pelos, calor, empatía, amor compartido, interacción social, fuerza del grupo, todas esas cosas que muchas veces desdeñamos y hasta que no llega el momento postrero no apreciamos. Y creo sinceramente que esa forma de hacer las cosas que escogimos los mamíferos (apostar por sentimientos tan poco prácticos como la curiosidad o el cariño) nos hacen más fuertes que el tiburón o los dinosaurios. Y ahora dejo de escribir porque me parece que la gata sabe que estoy escribiendo sobre ella, y creo que de un momento u otro se va a intentar vengar.

Post-scriptum: al revisar este texto, recuerdo que recientemente ha fallecido la gata de mi madre y, a pesar de que nunca se llevó demasiado bien conmigo, reconozco que la echo de menos. Adiós, Pippa: donde quiera que estés, espero que ejerzas de gato a gusto.

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