lunes, 12 de mayo de 2014

El libro de mayo: "El jugador", de Fiodor Dostoievski


Cuando escuchamos el nombre de Fiodor Dostoievski, las primeras palabras que nos vienen a la mente son "Crimen y Castigo". Y hay lógica para esa afirmación. Sin embargo, hay otro par de obras que creo necesarias destacarse. Quizás el título "El doble" no nos llame la atención, pero tal vez lo haga algo más si escuchamos que sirvió de base para la película "Cisne negro", de Daren Aronosfky. Y si indagamos  un poco en la intrincada biografía de Dostoievski (su propia historia daría para una novela, muy rusa, por supuesto), nos llegue a los oídos el hecho de que, acosado por los acreedores, el autor se vio forzado a escribir a escribir dos obras a la vez: "Crimen y Castigo" por la mañana, y "El jugador" por la tarde (por otro lado, la ventaja de todo esto es que se las dictaba a su secretaria, una simpática muchacha que acabó convirtiéndose en su esposa). Y "El jugador" era por muchas razones la historia adecuada para Dostoievski, una de aquellas que ciertos escritores se ven aparentemente predestinados a escribir, en gran medida porque Dostoievski era un adicto al juego y había conocido esa vertiginosa sensación que llega a gobernarte por entero delante de una mesa de ruleta. "El jugador" es una novela cortita y que, cuando uno la lee, da la sensación de aparentemente incompleta. Quizás porque, como en tantas otras obras dedicadas a los vicios y drogas (desde las legendarias "Días sin huella" o "Días de vino y rosas" hasta la más reciente "El vuelo"), el protagonista empieza siendo un personaje común y corriente -con sus sueños, aspiraciones y esperanzas-, y acaba convirtiéndose tan en sólo el objeto de una adicción que llega absorberlo todo, y le impide definirse como nada más. O tal vez, como dice la canción de Billy Joel acerca del "Piano Man" , todos podríamos ser una estrella de Hollywood, si alguna vez consiguiéramos salir de nuestro bar. Pero como no salimos, nos dedicamos a observar el mundo desde nuestra lúcida y sin embargo siempre opaca jarra de cerveza. Dostoievski la toma, apura hasta el último vaso y nos ofrece un trago. Y a pesar de los riesgos que plantea, y de que conozcamos lo irreversible que puede volverse el camino, quizás no nos podamos negar.

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