El invitado
El
grito llegó abrupto desde el dormitorio.
-¿Qué
ocurre?-pregunté.
-Fran
-escuché un tono de indudable pánico-… Corre… Tienes que ver esto.
En
aquel instante miré la hora. Cómo no, tenía que ser así: faltaba poco para las
once. Una de las cosas que más he temido siempre son las urgencias de noche o
de madrugada. Siempre he tenido miedo a que me sorprenda una situación
angustiante, de ésas que no puedes eludir (un conato de muerte, una emergencia,
una circunstancia que te obliga a segregar adrenalina), a ese tipo de horas. No
hay nada que me agarrote más que llegar a casa agotado del trabajo y pensar:
“justo como surja una emergencia ahora…”. La gente que ha vivido esa clase de
situaciones, para tranquilizarme, suele decirme que, cuando éstas aterrizan de
verdad en tu vida, te da igual qué hora es, porque a lo único que le pones
atención en aquel momento es a tratar de solucionarlas. No obstante, en mis
ensoñaciones diurnas, le rezo a un Dios en el que no creo por que, el día que
me tenga que llegar una de éstas, sea a primera hora de la mañana, con el cuerpo
fresco y los sentidos alerta, a ser posible después de un buen café. Puede
parecer una visión un poco frívola, pero ya me lo diréis cuando os toque una de
ésas, y aparte del estrés y la urgencia te encuentres encima dormido y hecho
polvo (y, en este caso, al final de un largo día de mudanza). La cuestión es
que en aquel momento me temí que fuera alguna de aquellas. Aunque lo que me
esperaba allí, en realidad, fue bastante más impactante.
Cuando
Sheila señaló debajo de la cama, lo primero que temí fue que se tratara de un
ladrón (¿quién no lo hubiera pensado en esas circunstancias?), y tras agarrar
un paraguas que se encontraba por allí cerca, volteé el somier y me dispuse a
atacarle. Aunque lo cierto es que apenas fueron un par de bastonazos mal dados,
porque la impresión general que producía aquel ¿ser?¿individuo?¿muchacho?, distaba
mucho de una figura amenazante, y me daba más la sensación -a pesar de haber
aparecido debajo de mi cama- de que era yo quien le estaba maltratando. Su edad
era bastante indefinida: oscilaría entre cuarenta muy juveniles o diecisiete
muy mal llevados; el rostro ceniciento, las ojeras pronunciadas, las ropas
ajadas, y un pelo pajizo que asemejaba que en cualquier momento se le iba a
caer a jirones. Tenía las manos elevadas en un gesto que solicitaba a la vez
comprensión y auxilio, y las palabras con las que nos abordó, mientras se
defendía del ataque del paraguas con mango de cabeza de loro, nos dejaron
paralizados:
-¡Ellos me dejaron!¡Ellos
me dejaron aquí!
Sin embargo,
fueron sus siguientes palabras –proferidas ante la pregunta de qué diablos hacía
allí- las que nos descolocaron:
-Soy
el espíritu de la relación de la pareja que vivía aquí antes. Ellos me dejaron
abandonado en esta casa.
No
puedo transcribir con palabras lo que aquel sorprendente desconocido nos
explicó a lo largo de la siguiente hora. Porque estoy seguro de que si lo
hiciera, no sonaría verosímil, y eso no haría justicia a la impresión que nos
causó. Al contrario, lo que nos contó aquella noche, absurdo y desquiciante
como suena (y más procedente de aquel tipo con pinta de yonki), en aquel
momento nos pareció tremendamente veraz, incluso aunque una opción como ésa,
dentro de una mente racional, no sea en absoluto posible. Con una forma de
expresarse tan desmañada como desarreglado era aquel individuo, el recién
llegado (en realidad, nos enteramos de que llevaba un día entero en la casa,
manteniéndose oculto durante todo el tiempo que había durado nuestra mudanza)
nos confesó que, al darse cuenta de que sus ¿dueños?¿padres?¿anfitriones? se
habían marchado, primero pensó que les había pasado algo; estuvo por llamar a
la policía, al 112, a los hospitales. Sin embargo, luego se dio cuenta de que
su mayor temor se había cumplido: de que -así de francamente- le habían
abandonado. Como quien arroja a la basura un peluche viejo cuando se hace mayor,
o deja tirado el despertador roto en una esquina porque no le cabe en las maletas.
Y aunque aquel “espíritu de relación” sentía el mismo desamparo que a un hijo
al que han dejado solo jugando en una gasolinera (pensando, en su ingenuidad
mental, no sólo que volverán sus padres, sino que quizá siga todavía por los
alrededores el abuelito que dejamos allí el año anterior), era consciente aún
así que su presencia en la casa era un hecho difícil de justificar ante las
autoridades. Por ello, cuando escuchó el sonido de nuestras llaves girando y
abriendo la puerta, había corrido a esconderse debajo de la cama, y llevaba
allí veinticuatro horas, contemplando nuestros tobillos entrar y salir mientras
vigilaba todos nuestros pasos. A pesar del susto de muerte que le había dado a
Sheila, y de lo intrusivo que había sido descubrir aquellos detalles sobre su
ubicación (“¿Qué hubiera pasado si nos hubiéramos puesto a follar?”, interrogué
a mi novia cuando más tarde nos fuimos a la cama), a mi chica le dio pena e insistió
en que cenase las croquetas que habían sobrado y durmiera en la cama de
invitados. Creo recordar que yo protesté un poco (Sheila creía recordar que yo
protesté bastante), pero quizás la pereza de pensar en llamar a la policía o
los servicios sociales -¿os he mencionado ya lo mal que me sientan las
urgencias a las once de la noche?- me hizo plegar las alas y consentir en que
durmiera allí, “pero sólo una noche”, afirmé rotundo. Aún así, pese a las palabras
tranquilizadoras de mi compañera durante la discusión que tuvo lugar en mi
dormitorio el rato siguiente, no me quedé muy a gusto. De hecho, tardé mucho en
conciliar el sueño, y creo que permanecí con el ojo abierto buena parte de la
noche.
Al
día siguiente, no obstante, las cosas se presentaron bajo una luz muy distinta.
Sobre todo, porque esa misma luz del amanecer alumbraba el rostro prístino de
aquel zagalín con cara de ángel y melena rubia como la de un joven aprendiz de
futbolista, que no podía aparentar más allá de siete años. Si me había
levantado con ganas de pensar que lo que habíamos vivido el día anterior era un
sueño o un manifiesto timo, aquella imagen me desarmó por completo. Dadas las
circunstancias, era mucho más difícil tanto echarle de casa como llamar a
cualquier clase de funcionario municipal para explicarle lo que había ocurrido.
Supongo que entonces Sheila vio cómo se materializaba un largo anhelo: “¿Y si
lo adoptamos?”. Yo empecé a elaborar en mi mente una larga lista de obstáculos
burocráticos. Pero entre que, pensándolo con frialdad, ésta asemejaba a priori
la solución, más sencilla, además de los ojos de gacela ilusionada con que mi
chica me miró, no quise ser el león que devorara su sueño; así que consentí, en
espera de que con el tiempo, se nos ocurriera una solución mejor. La cual, por
supuesto, nunca llegó. O al menos, no acudió a tiempo de evitar que se
precipitasen los acontecimientos.
Hay
que decir que el chaval era encantador. Tenía ese aire ingenuo y brillante de
las personas que no han vivido lo suficiente, ese fulgor de inocencia y pureza
que muchos mataríamos por recuperar. Esa confianza en la vida que proporciona
el hecho de que nadie te haya traicionado nunca. Parecía que todo era fresco y
nuevo para él. Daba gusto hasta verle sorber la leche. Sheila le acariciaba
maternal su melena y le limpiaba con mimo los berretes de lo que sobre los labios
del pequeño Cupido tenía apariencia de restos de divina ambrosía, al menos tal
y como la degustaba y sonreía inmediatamente después. Durante esos primeros
días, todo era maravilloso, pues era como haber tenido un hijo de pronto (un
niño ideal, un querubín de los que desearía cualquier padre) sin tener que
haber pasado por la fase de los pañales ni haber llegado a la época de
contestación adolescente, con la doble satisfacción de que cada mirada de
felicidad del muchacho reflejaba la salud de nuestra propia situación. En
aquellos días podríamos haber pasado por la típica familia de anuncio de
agencia inmobiliaria, y hasta a mí, que soy poco dado a ese tipo de poses, me
salía una sonrisa por la que hubiera matado un publicista de clínicas dentales.
Por supuesto, si hubiera sabido lo que me esperaba, firmado porque el cuadro se
hubiera quedado fijado allí.
Obviamente,
sin embargo, hasta el contrato de alquiler de Adán y Eva tenía fecha de
desistimiento; y algún día habría de cesar de comerle el hígado a Prometeo el
águila. Primero fueron detalles sencillos, sin importancia. Un corte aquí. Una
espinilla acá. Las cosas típicas de los niños. El problema es cuando, sin
previo aviso, le aparece una verruga. ¿Eso qué quiere decir?¿Es que hay algo que
no va bien?¿Y es por parte suya o por la mía? Supongo que Sheila se está
preguntando lo mismo. Al fin y al cabo, los problemas son siempre de dos,
aunque sólo pasen por la cabeza de uno. Aquella preocupación te reconcome, y
puede que a causa de eso la verruga se haga más grande, y comience a brotar algo
de acné. El día que se levantó con ojeras, ambos nos contemplamos con mirada
culpable, y al mismo tiempo culpabilizadora. Cuando apareció la primera cana, tuvimos
una gran discusión.
Ahora
sé lo que sentía Dorian Gray, pero por partida doble. Veías en el rostro del
niño la mala leche de tu pareja, sus momentos flacos, sus defectos y miedos, pero
sobre todo, también los tuyos. Contemplas en una cara humana, dibujada como si
lo hubiera hecho Velázquez, tu propia maledicencia, egoísmo y mezquindad. Los
dos nos reprochábamos la fealdad hiriente que se le estaba quedando dibujada y,
en nuestras violentas discusiones, el chico no sabía dónde meterse, acabando
siempre por refugiarse en los brazos de Sheila, quien me reprochaba mi escasa
comprensión. En aquellos momentos, yo rememoraba aquellos debates estériles que
tuvimos en su día acerca de si debíamos escolarizarlo o no, y me decía a mí
mismo que aquella alteración en sus facciones nos había hecho ser conscientes
por fin de que no se trataba de un niño, sino de una criatura fantasmal surgida
de algún inextricable infierno. “Como nuestra propia relación”, pensé en un
destello fugaz e involuntario. Y entonces le salió, de golpe, en su otrora
perfecto rostro, una arisca arruga más.
Así
fue como el muchacho volvió a parecerse, de manera paulatina, de nuevo a aquel
vagabundo desmañado que nos hallamos en un principio. “No me extraña que lo
abandonaran”, pensé, aunque supe que Sheila me hubiera reprendido por pensar
eso –y seguramente lo hiciera, ahora que podía leer mi mente tan fácilmente a
través del rostro del chico, que con el tiempo se iba haciendo menos joven-. Lo
que empezó con comentarios irónicos siguió con pullas, más tarde con gritos,
finalmente con platos volando hacia la cabeza. En medio de aquel desbarajuste,
la cabeza piensa en alguna manera de huir de casa, de escapar de las
preocupaciones, de largarse de allí. Quizás cometes algún desliz que no debías.
Fue entonces cuando un día llegué a casa tarde, a las diez de la noche, y me
encontré lo que más temía: una situación que no podía rehuir. Una pelea
monumental de ésas que te obligan a hacer la maleta y buscar un hotel o llamar
a un amigo que te acoja en casa de manera imprevista. Una emergencia del tipo
del fin del mundo: el fin del mío, de mi mundo. En pleno centro del torbellino,
con tantas voces arrojadas de un lado a otro como olas que zarandean a un barco
que no tiene más opción que zozobrar, no nos acordamos de dónde estaba el
muchacho, y sólo nos dimos cuenta cuando escuchamos el crujido de apertura de
una ventana, ésa que nunca abrimos. Sheila y yo nos miramos a los ojos y
salimos corriendo. Nos dio tiempo a verle, volviendo un segundo la cabeza con
aquel rostro pálido y demacrado, contemplándonos con una mezcla de esperanza y
desesperación, antes de arrojarse al vacío. Durante un segundo, permanecimos
paralizados, esperando un sonido que no nos atrevíamos a escuchar.
Cuando sacamos
la cabeza por la ventana, sin embargo, no encontramos los morbosos restos humanos
despanzurrados que temíamos y al mismo tiempo no queríamos hallar. La calle
estaba desierta, fría, mojada. Era como si aquel ser humano, que había entrado
en nuestras vidas como surgido de un sortilegio mágico, se hubiera volatilizado
en el aire…
Nos quedamos
un rato en silencio. A retazos, nos contemplábamos de vez en cuando, sin
atrevernos del todo a mirarnos. Tras ese tiempo, nos abrazamos.
Nos fuimos a
la cama sin decir nada más.
* * *
A la mañana
siguiente, habíamos acumulado el valor suficiente para hablar de ello. Y para
darnos cuenta de que todo aquello –por mucho que no quisiéramos reconocerlo- lo
habíamos hecho nosotros. Que, a pesar de no haberle puesto la mano encima a
aquel extraño ser con el que habíamos convivido, era como si le hubiéramos
matado con nuestras propias manos. Que nosotros, personas civilizadas, cultas,
de ésos que nos creemos “buenas personas”, le habíamos convertido en todo
aquello.
Sheila
y yo estuvimos hablando durante un rato. Al final, nos besamos. Decidimos que
nos daríamos otra oportunidad. Y que luego lo dejaríamos o no, pero en todo
caso, si fuera así, sería distinto, de otra manera. Sheila encontró en el baño
uno de los mechones de pelo de nuestro ¿invitado?¿amigo? que se le habían caído
cuando le empezó a entrar alopecia. Lo plantó en una maceta de cristal que
teníamos hasta entonces vacía, sin saber muy bien qué esperar.
Han
pasado seis meses desde aquello. Ahora estamos mejor. Más felices. Dicen que al
primer amor se le quiere más, y al segundo mejor. Quizás hayamos aprendido a
hacer lo segundo con el primero. Del mechón de pelo plantado en la maceta ha
empezado a crecer una planta. Pero lo más sorprendente es que dentro de la
tierra, por debajo, a través de las paredes transparentes de la maceta, y
oculto por una capa de tierra muy tenue, empieza a vislumbrarse un huevo.
Dentro de él, algo parecido a un pequeño homúnculo parece atisbarse, aunque es
difícil distinguirle el rostro, oculto por una gran mata de pelo.
Quién sabe lo
que puede pasar. Hemos preparado, por si acaso, una maceta más grande. Pero,
por si acaso también, ahora duermo con una pala muy cerca de la cama. No quiero
que a las doce de la noche de cualquier día, un invitado desnudo de pelo pajizo
salga cubierto de tierra y me diga que hay una emergencia porque algo está
realmente mal.
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