Sobre esta historia se han escrito libros, se han hecho películas y, si las plataformas digitales son un poco listas, harán una serie de televisión, porque hay material para contar largo y tendido. Pero digamos que me he ido a tropezar con ella en mi visita a Trieste, y tenía que compartirlo con vosotros. Así que, aunque seguramente la mía no es la versión mejor elaborada ni más completa, aquí os dejo mi visión de lo que les aconteció a Maximiliano de México y su esposa Carlota.
Pero, sin duda, la peor fama de gafe le viene a Trieste de su habitante más ilustre, Maximiliano de Habsburgo. Maximiliano estaba destinado a ser uno más de los herederos de la casa de Hagsburgo que pululaban parasitando del Imperio Austro-Húngaro, una amalgama de naciones mezcladas a disgusto, que reventó del todo tras la Primera Guerra Mundial. De hecho, Maximiliano era el hermano menor de Francisco José (sí, el simpático emperador de las patillas que todo el mundo asocia con los últimos días de esplendor del Impero en Viena; sí, el marido de Sissí, quien se lo robó a su hermana, por cierto), y le tocó ser virrey del reino de Lombardía-Véneto. Pero como los italianos (qué raro) no estaban conformes con formar parte del Imperio Austro-Húngaro, se rebelaron, y al ser considerado Maximiliano muy blando frente a sus súbditos, se vio obligado a dimitir, después de haber comprobado cómo, a pesar de sus esfuerzos por mejorar la vida de los habitantes de su reino, ni estos últimos le apreciaban, ni tampoco su familia, que básicamente le permitió únicamente ejercer un ingrato papel de rey-títere.
Fue entonces cuando Maximiliano se refugió en los viajes, en Carlota y en el palacio de Miramar, donde residía. Con Carlota se había casado un tiempo antes, y ella -mujer de múltiples intereses, incluyendo bastante habilidad con la pintura- le había intentado ayudar en las tareas de gobierno (como toda una primera dama, se había vestido de campesina tirolesa como iniciativa para congraciarse con la región de Lombardía-Véneto). El príncipe austríaco compartía con su esposa la pasión por la botánica, que ambos cultivaron en su inmenso jardín en la finca de Miramar, palacio perennemente en construcción. De hecho, si a Maximiliano le hubieran dejado, probablemente hubiera sido feliz desarrollando su biblioteca sobre plantas, una de las mejor surtidas de la época. Hasta viajó a Brasil en expediciones que tenían como función ampliar su conocimiento y conocer nuevos ejemplares exóticos. Sin embargo, Maximiliano y su mujer ambicionaban un papel más activo en la política y, como suele decirse, cuando los dioses quieren reírse de ti, se dedican a atender tus peticiones.
En México, las cosas andaban revueltas desde que habían decidido independizarse de los españoles. El país se hallaba sometido a constantes guerras civiles. En medio de todo esto, Napoleón III, emperador de Francia (por si os lo preguntáis, era heredero de Napoleón Bonaparte, aunque en realidad sólo eran familia política; cómo llegó a tener trono en el país galo es una larga historia), ve que México acumula demasiada deuda con Francia y decide que la mejor manera de cobrársela es intervenir militarmente y apropiarse del país. En medio de los enfrentamientos intestinos entre facciones, los conservadores mexicanos se alían con él (no así los liberales, centrados alrededor de la figura de Benito Juárez). Así que, aunque Napoleón III tiene un país en guerra, decide que al frente tiene que poner un rey. Y no se le ocurre mejor candidato que Maximiliano, al que ha conocido personalmente y del cual admira sus cualidades.
Para la pareja, es el destino que han estado buscando. No tienen en cuenta su experiencia previa con súbditos que no se sienten representados por gobernantes extranjeros, ni con lo difícil que es controlar un país cuando tu poder depende completamente de lo que te proporcionen otros. Desdeñan los posibles inconvenientes que se van a encontrar. Cuando llega la embajada mexicana, ésta les explica que la nación está entusiasmada con la posibilidad de que Maximiliano sea su rey, y que le aclamarán sin duda al llegar al país (sin revelar que la figura de Maximiliano apenas la conocen unos pocos mexicanos), así que el matrimonio se deja seducir por los cantos de sirena. Maximiliano exige que, en algún momento, su posición se respalde con un referéndum popular, aparte de garantías financieras y militares; la embajada, por supuesto, se pliega y dice a todo que sí, con esa doblez característica del lenguaje de los embajadores. Así, los nuevos consortes reales parten del castillo de Miramar, que como pareja nunca llegarán a ver terminado del todo, y se embarcan hacia la aventura. Atrás quedarán las paredes del palacio, tapizadas con el lema "Equidad en la Justicia", el emblema de Maximiliano como emperador de México, y con varios cuadros que representan la historia de la embajada y la partida de Maximiliano a tierras lejanas.
Una vez en México, el matrimonio de verdad lo intenta. A pesar de que las cosas no son tan bonitas como se las pintaron (el palacio donde querían instalarles estaba infestado de chinches, y deciden cambiar de residencia), Maximiliano acomete cambios que pretenden convertir a su nuevo imperio en un país más justo y próspero. Restringe el tiempo de la jornada laboral, abole el trabajo infantil y los castigos corporales, cancela las deudas de los campesinos si son mayores de diez pesos, promueve reformas agrarias (aún en contra de lo que desean los aliados que le han puesto en el trono), promueve la libertad religiosa y que el derecho a voto le sea otorgado a mucha más gente... Carlota, mientras tanto, le auxilia en todo. Hasta cuando su marido marcha de viaje por tierras mexicanas, ella queda como regente, de tal modo que, hoy en día, se la reconoce como la primera mujer gobernante de México. Si bien las relaciones entre la pareja, para entonces, ya eran distantes (se habían alejado desde los tiempos en que vivían en Italia; además, por lo visto, Maximiliano quedó demasiado seducido por la hermosura de las mujeres mexicanas), a nivel político siguieron siendo estrechos colaboradores. Quizá el problema público más notorio fue cuando Maximiliano, visto que no tenían hijos, decidió adoptar como heredero a un descendiente del primer intento de casa real mexicana, para gran disgusto de Carlota. Sin embargo, problemas más acuciantes les aguardan.
Porque las bienintencionadas reformas de Maximiliano no pasan de la escasa cuadrícula de terreno que han conseguido conquistar las tropas francesas (mandadas por Napoleón III), belgas (gracias a el apoyo de la familia de Carlota) y austríacas (también la familia de Maximiliano desea echar una mano), junto con unos pocos soldados nativos. Y, poco a poco, esa entente militar empieza a desvanecerse. La aventura mexicana gasta mucho dinero, obtiene muy pocos resultados, y tiene a la opinión pública de todos los países implicados en contra. Poco a poco, los gobernantes europeos dejan de interesarse por el proyecto, y dejan a Maximiliano abandonado a su suerte. Éste se da cuenta de que el suelo se sostiene frágil bajo sus pies, y sopesa seriamente la posibilidad de abdicar. No obstante, se impone el sentido que Maximiliano tiene de la responsabilidad que ha contraído; mientras, Carlota marcha a los países europeos a recabar ayuda para su proyecto y, en último término, para salvar a su marido. Durante su periplo, ejerce de diplomática en Viena, en París, y también en el Vaticano, donde (aún hoy) es la única mujer que ha dormido en la Santa Sede.
Por desgracia, todas las gestiones son infructuosas. Maximiliano cuenta con un raquítico ejército que nada puede hacer frente a las tropas de Juárez. Finalmente es capturado, juzgado y condenado a muerte. A pesar de las múltiples peticiones de clemencia que llegan del otro lado del Atlántico (por ejemplo, por parte del escritor Víctor Hugo), la sentencia se ejecuta en forma de fusilamiento, retratado de manera muy conocida por Manet en una serie de pinturas. Es curiosa la colección de reliquias que hay alrededor de Maximiliano: el sombrero con el que murió se conserva en un museo en Padua, gracias a la donación de un amigo cercano; un tesoro azteca que había acabado en Austria fue devuelto a México, a petición del nuevo emperador, y hoy se exhibe en un museo; y, por otra parte, muchos de los presentes en el fusilamiento bañaron sus pañuelos en sangre de su cuerpo recién acribillado, no se sabe si para tener un recuerdo o para venderlo al mejor postor. Lo cierto es que esa sangre, presuntamente, se ha utilizado para análisis de ADN en casos de duda sobre parentescos monárquicos.
En fin, he aquí la triste historia. Maximiliano trató de hacer lo que pudo por México, pero no se dio cuenta de que, por muy bien que quieras hacer las cosas, los pueblos han de gobernarse a sí mismos, y sólo podrán aceptar plenamente una administración que emane de su propio núcleo. Un concepto que su hermano Francisco José no aprendió nunca y que conduciría al desmembramiento de su imperio muy poco tiempo después. Maximiliano era sin duda, a pesar de sus numerosos defectos, un ingenuo soñador bienintencionado, un romántico, alguien que no fue educado para entender un mundo en plena transformación. Carlota fue una mujer sin duda extraordinaria, que buscó salirse del papel limitado a su sexo y participar activamente de la vida pública. A ambos les arrambló la historia, como al tiempo caduco que les vio nacer y que, por mucho que se resista, al final estaba condenado a morir.


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