Al hombre se le vio llegar (y se le adivinó la identidad) ya desde lejos. Entre otras cosas, por su bastón. También, porque le acompañaba un soldado, guiándole con cuidado mientras le asía delicadamente del brazo. Por otra parte, era cierto que no había mucha gente de silueta desconocida que se acercara por allí. Así que cuando la mujer lo vio, no tuvo dudas acerca de que él era el hombre sobre el cual le habían hablado.
Cuando
llegó, el soldado rehusó entrar en la casa (aunque no rechazó un poco de queso
y unas aceitunas, que comió de cualquier manera en el soleado entorno). En
cambio, el ciego aceptó el ofrecimiento, y también un banquete más sustancioso.
Sólo cuando ya había comido y bebido lo bastante se aproximó la madre, con un chico
joven al lado:
-Aquí
está mi hijo -declaró-. Ahora veréis por qué le comparan con una sirena de las
que cautivan a los marinos.
A
un leve gesto de la mujer, el ya más que adolescente (aunque aún lo pareciera) empezó
a entonar una melodía. El hombre ciego escuchó con delicada complacencia aquel
armonioso canto, que embriagaba y le llevaba, como en volandas, a parajes
bellos y exóticos…
Unos
cuantos minutos después, el hombre asintió satisfecho, y la madre envió a su
hijo a otra parte de la casa. De hecho, se aseguró de que estuviera bien lejos
antes de empezar a hablar en voz baja:
-¿Qué
os ha parecido?
El
invidente se encogió de hombros.
-Canta
muy bien, en efecto. Pero le faltan algunos atributos necesarios para ser un
buen cantor de poemas. Para empezar, no es ciego. Es difícil que le acepten sin
serlo, aunque sea por pura tradición. Y luego está otra cuestión…
La
madre enarcó una ceja, preocupada.
-En
la aldea me han dicho -indicó el hombre- que no le llaman “sirena” sólo por su
hermosa voz.
El
ciego no podía verlo, pero el rostro de la mujer transparentó con total
claridad cómo el alma se le había caído a los pies:
-¿Puedo
hablar en confianza?
-Por
supuesto.
-¿Y
en confidencia?
El
ciego asintió de nuevo con la cabeza:
-Los
invidentes no podemos ver, pero en ocasiones podemos también no oír, y hasta
callar.
La
madre suspiró, como si llevara conteniendo el aliento muchos años:
-Hace
poco me dijo lo que todos sospechábamos. Que él no se siente un hombre, dice.
Que le gustaría haber nacido mujer, como sus hermanas. Comprendedme, ¿qué
futuro le espera? En esas circunstancias, no puede enrolarse en un ejército. En
el pueblo nunca le van a mirar bien. He perdido toda esperanza de que se case
-a pesar de que procuraba mantener un volumen bajo, en este punto no pudo
evitar un deje de angustia bajo el cual su tono se elevó-. He invertido mucho
tiempo y dinero en su educación, porque sé que es lo único que puede sacarle de
este sitio. Yo sé que a los cantores se les suele ver como seres distintos,
tocados por los dioses, a los que se les permiten… ciertas excentricidades. ¿Hago
mal en querer buscarle un destino distinto al final aciago que mis sueños
intuyen?
El
ciego negó con la cabeza:
-No.
Hacéis bien -y tras unos segundos, agregó-. Dejadle bajo mi cuidado. Seguro que
hallamos una manera de lograr que este chico encuentre su hueco en el mundo. Al
fin y al cabo, éste es enorme: si existe un lugar para los ciegos, ¿por qué no
lo va a haber para él?
*
Cuando
el chico viajó con el invidente y el soldado adonde se encontraban acampadas
las tropas, el comandante supremo de aquel ejército griego lo tuvo clarísimo:
-No,
de eso nada; alguien que tenga vista no puede declamar poemas para mis hombres.
Ellos no lo aceptarían. Creen que Apolo habla a través de los ciegos; y es
cierto que a nadie que posea ojos que funcionen le he visto almacenar tantos
versos en la memoria. Pero puede ayudarte a buscar un sustituto -sugirió el
militar al rapsoda-. Y así dejas de llevarte a uno de mis soldados cada vez que
hagas una excursión a un villorrio olvidado por los dioses.
Desde
los primeros días, se habituaron a la rutina: por la noche, el joven oía al
maestro ciego declamar sus versos delante del pelotón de soldados, quienes, a
la luz de la hoguera, escuchaban embelesados la historia de cómo Aquiles se
pelea con Agamenón, iniciando una secuencia de acontecimientos que acaba por conducir
a la muerte de Patroclo, amante de Aquiles, quien a su vez se venga matando a
Héctor, príncipe de Troya. Desde su posición elevada, el poeta recitaba la
historia, acompañándose, en los momentos más trascendentales, de la lira,
cambiando la entonación de la voz para imitar a los personajes, realizando
gestos, interaccionando con el público, al que hacía gemir, reír, llorar, y por
supuesto participar, como si cada soldado fuera un héroe más del poema. Luego,
por el día, mientras el ejército marchaba, el maestro y su alumno se desviaban
a un lugar donde habían oído referencias (a través de los lugareños) de alguien
que podría aspirar a ser el siguiente cantor. Mientras tanto, en sus largas
caminatas, el ciego recitaba el poema para que el joven lo fuera memorizando.
Por supuesto, en lugar de declamar sólo un trozo, como hacía noche tras noche
con los soldados, le iba descubriendo fragmentos mucho más largos. El chico no
tenía problema en seguirlos, pues había escuchado otros poemas sobre la guerra
de Troya, en los que se detallaban distintos episodios y salían a colación los
mismos personajes. Lo que sí se dio cuenta, a lo largo de la narración, es de que
el maestro nunca contaba de la misma manera dos veces la historia:
-Claro
que no -le explicó el maestro, entre risas-. Aunque mi memoria se ha empeñado
en compensar mi visión, todavía no tengo poderes infinitos, como los seres
sobrenaturales. Tienes que encontrar un equilibrio: si el poema es muy corto,
te lo sabes muy bien, pero no puedes mantener entretenidos a los soldados mucho
tiempo, y bien se sabe que las caminatas hasta el lugar de la batalla son largas.
Pero si es muy largo, no puedes memorizarlo correctamente y acabas soltando
cualquier tontería. Hallas la dosis justa entre lo que dejas a la cabeza y lo
que le permites a la improvisación.
-¿Y
por qué no cantarles otros poemas distintos?-planteó el joven.
-Bueno,
a veces lo hago, cuando me quedo corto y todavía no nos hemos topado con el
ejército enemigo. Pero no funciona igual: los soldados saben apreciar la
diferencia entre un poema trabajado y una simple historia. Además, al
comandante le gusta el relato de Aquiles y Patroclo: dice que enseña a los
soldados que renunciar a la lucha por egoísmo personal solo trae consecuencias
peores. Por culpa del desmedido orgullo de Aquiles, su amante Patroclo muere, y
al final Aquiles, el de los pies ligeros, tiene que volver a la lucha. Cuando el
héroe griego mata a Héctor, ha sellado su destino, ése que le debía llevar a
decidir entre tener una vida larga pero anodina, o una breve pero heroica. Lo
dicho, al comandante le gusta que esa historia se recalque bien a lo largo del
viaje. De hecho, prefiere que la repita dos veces a que nos enredemos con los
otros muchos episodios de la epopeya que suceden antes o después. Y eso que la
guerra de Troya da para… mil vidas, amigo mío, mil vidas, como mil fueron los
barcos que zarparon por Helena una vez.
La
primera casa que visitaron tenía a un aspirante que era casi un niño. El chico
no declamaba mal; el problema era su nefasta memoria. Se olvidaba de lo que
tenía que decir, se adelantaba, se enredaba con lo que iba después… Si la
ceguera conllevaba que se le agudizasen los otros sentidos y capacidades,
estaba claro que eso aún no había sucedido. El maestro lo daba por imposible
cuando una muchacha de aproximadamente su misma edad (evidentemente, su
hermana) salió fuera de la casa a impedirles que marcharan:
-Mi
hermano sólo necesita tiempo para memorizar los versos. Si le dais unos años…
-Por
desgracia, tiempo es lo que no tenemos, muchacha -sonrió con dolor el anciano-.
¿Por qué te crees que buscamos un sustituto? Mii corazón no resistirá mucho
tiempo más estos viajes. Necesito un sucesor que tenga las capacidades que estoy
buscando, y lo necesito ya.
-Yo
podría hacerlo -dijo la muchacha, que levantó la vista orgullosa-. Yo sí tengo
la memoria que le falta a mi hermano.
Al
ciego le faltó tiempo para echarse a reír.
-No
te ofendas, jovencita, pero los soldados nunca aceptarán a una poetisa. Eso,
por no decir que me parece una idea atroz que quieras pasarte la vida entre
campamentos de soldados.
-Pero
hago versos muy buenos -protestó airada la muchacha-. Yo he sido quien se los
ha escrito a mi hermano: llevamos días ensayándolos. Podría recitarlos;
incluso, podría redactarlos, y que fuera otro quien los leyera -enunció,
mirando en tono de súplica al joven.
-Querida,
todas esas ideas me parecerían maravillosas… en un mundo ideal -contestó el
ciego-: pero ni con los mejores versos del mundo te aceptarían. Y dudo que mi
comandante quiera pagar a una poetisa y a un recitador: ya es bastante poco lo
que me pagan a mí, y si aceptan a este muchacho es sólo porque saben que
necesito un remiendo.
La
muchacha se hallaba visiblemente decepcionada. Incluso el ciego lo notó, a
través de los silencios:
-Seguro
que una joven lista como tú sabe encontrar su camino. Y sí, he de reconocerte
que los versos eran muy buenos: al menos, los que recordaba tu hermano.
Cuando
ya se marchaban, la chica volvió a salir, después de un breve intervalo que
había aprovechado para entrar de nuevo en la casa:
-Como
mínimo, leed la historia -les instó ella, y echó otra mirada solícita sobre el
muchacho-. O que os la lean. Quizá si el comandante ve que los versos son
buenos, se lo piense.
El
ciego permitió que el joven cogiera el papiro que le tendían, y lo guardase. El
chico palpó, en esa hoja, todo el trabajo que la niña había puesto, y que la
familia también había invertido, pues aquel material de escritura era sin duda caro
para lo que esos campesinos ganaban. Mientras caminaban de vuelta al campamento,
a una necesariamente baja velocidad, el muchacho iba leyendo el papiro, al
tiempo que el invidente agitaba la cabeza:
-De
verdad que es una pena, porque no están nada mal. Si los hombres fueran
distintos…
-De
todas maneras, no es mala idea que dice la niña, ¿no? -inquirió el muchacho-.
Si no encontramos a un buen ciego, siempre puede leerse el poema en voz alta.
Eso permitiría que fuera más largo.
El
rapsoda adquirió gesto dubitativo:
-Mira,
chico… O chica, no sé cómo prefieres que te llame -ahí se produjo una honda
pausa, en la que al muchacho se le notó, a través de sus brazos, atenazado por
la tensión, la esperanza, las dudas. El ciego resopló tras unos segundos-… Bah,
seguiré usando el masculino. No es nada personal, ¿sabes? Cómo te sientas por
dentro sólo te incumbe a ti… pero si un soldado me escucha llamarte de una
manera extraña, es probable que lo paguemos los dos muy caro… En fin, lo que
quería decirte es que te podría soltar un sermón sobre cómo la palabra oral es
superior a la escrita, y en parte pensarás que lo digo porque soy ciego, y en
parte tendrás razón. Pero me quedan cuatro días sobre esta miserable tierra, y
ya no estoy para subterfugios: muchísimos sabios defienden que la narración
oral tiene sus ventajas sobre lo que está escrito sobre un soporte físico, y yo
estoy de acuerdo. A un papiro no le puedes preguntar, una tablilla de arcilla
no va a corregir el error que se ha plasmado sobre su superficie. Pero no se
puede ser dogmático con estas cosas -afirmó-. Puede que algún día te encuentres
un comandante menos inflexible, y aunque todo narrador ha de tener una buena
memoria, ¿quién soy yo para decir qué nos deparará el futuro? Soy ciego, no
oráculo. Así que, mira, quédate con ese texto y… quizá, a partir de ahora,
podamos comenzar a escribir el poema. Sólo por si acaso, ¿eh? No querría
morirme, y que mi narración perezca conmigo, antes de que encontremos a mi
sucesor.
CONTINUARÁ...
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