El ladrón entró por la página.
No
puedo ser otra cosa más que literatura.
Frank
Kafka.
¿Sabes
cuando te has enganchado a un libro y no puedes parar?¿Cuando aprovechas
cualquier momento, en cualquier lugar, en un descanso del trabajo, en la
bañera, en la comida, literalmente, en cualquier parte? A mí me ha pasado un
par de veces en la vida. Al fin y al cabo, soy un ávido lector. Pero como
aquella vez, ninguna otra. Y eso que, extrañamente, el libro era un best-seller
de éstos que hacen que los cimientos de las editoriales se vuelvan aún más
sólidos, vamos, del tipo que no me suelen gustar. Por una vez, podía compartir
con la gente, en el metro, por la calle, en el trabajo, las intrigas y nuevas
aventuras del zorro de París, la serpiente de Venecia, el profanador del Cairo,
tantos y tantos nombres para una sola persona, cuya auténtica identidad todos
desconocíamos y que, para aquellos que nunca habían leído sus libros –que cada
vez eran menos-, se trataba, simplemente, del ladrón del Ojo Dorado, denominado
así por su primer y uno de los más espectaculares robos: un diamante de
perfección exquisita, y de valor prácticamente incalculable, ubicado en
Londres, hasta que una mano misteriosa, pero conocida por todos, lo arrebató de
su lugar para aparecer, sorprendentemente, en el Museo Egipcio del Cairo, de
donde, según el ladrón, nunca debería haber salido. Aquél era el enemigo al que
los más afamados investigadores parecían querer enfrentarse: el héroe a quien
todos idolatrábamos.
El
argumento de las, hasta ahora, siete novelas, era sencillo en principio: todo
gira alrededor de un escenario decimonónico, fijado previamente antes de la
partida por el Esbirro de Satán (como le llamaron los ofendidos heresiarcas de
la secta Sisna de Moscú), a través de una carta a las autoridades. La carta, ya
de inicio, ha aparecido de una manera misteriosa, que implica que el ladrón se
ha introducido en el seno mismo de aquel lugar que pretende atacar. A partir de
entonces, la policía, los responsables de museos, los coleccionistas privados,
se ponen en guardia para tratar de responder al ataque del ladrón del Ojo
Dorado, y proteger la valiosísima joya, diamante, colgante o corona que éste pretende
robar. Es entonces cuando comienza una de las partes más emocionantes de la
novela: entre el escepticismo, el temor, la arrogancia, la precaución, los
sentimientos encontrados que despierta la oscura -pero palpable- amenaza se
entrelazan con la vida de los auténticos protagonistas de la historia. Son los
personajes arquetípicos de la novela romántica por excelencia: la mujer fatal,
los enamorados, el detective implacable, el joven audaz, el millonario sin
escrúpulos, y, al mismo tiempo, personajes que nunca hubieran encajado en un
libro del siglo XIX: cómicos, pragmáticos, maquinantes, héroes sin sentido o
villanos con buen corazón, todos ellos en un entramado de intriga, amor,
misterios insondables del alma humana... La llegada del ladrón a sus vidas
enfrenta al rico con el pobre, al hombre ético con el amoral; consigue, a
través de extrañamente concatenadas –pero nunca casuales- aventuras, que el
amor finalmente triunfe, o se difumine entre la niebla... Toda una epopeya, con
dimensiones de tragedia griega, que finaliza con la llegada del ladrón, el cual,
con métodos cada vez más inverosímiles y sencillamente geniales, consigue
apoderarse del apreciado tesoro que anunció desde el prólogo que iba a robar.
Los ya mencionados apelativos -zorro, serpiente, águila, rata-, bien ofensivos,
bien admirativos, se referían en gran medida a los medios empleados por el
ladrón, ora anunciados previamente –y aun así ejecutados-, ora inopinados, con
sorprendentes hazañas y rocambolescas huidas. El ladrón nunca era atrapado,
apenas era intuido; su silueta era lo que más se había podido atisbar: sólo una
vez lo atraparon –y no era sino una parte más de su plan para escapar- y nadie
había avistado jamás su rostro, oculto tras una máscara veneciana o un sombrero
de ala ancha, embutido, además, en una oscura capa. El botín, mientras tanto,
era robado la mayor parte de las veces a millonarios y coleccionistas de éxito,
para los cuales dichos abalorios constituían mucho más que dinero; tesoros los
cuales desaparecían para siempre, en la inmensidad de los tiempos, a causa de
las artes del ladrón. A excepción, como dijimos, del primer libro, donde el Ojo
Dorado acabó en manos de los egipcios, a los cuales les fue arrebatado anteriormente
por los dominadores británicos. Aquel gesto de nobleza fue el que definitivamente
le encumbró a la fama.
Él éxito, como
pueden suponer ustedes, era rotundo. La salida del libro se veía precedida de ríos
de tinta en todos los periódicos; se publicaban hipótesis sobre su título, se
pretendía averiguar su final. La primera edición apenas duraba un par de días.
En cuanto al autor, la editorial guardaba un estricto secreto sobre su
identidad, según ellos, por ser una persona (ni tan siquiera revelaban el sexo)
celosa de su intimidad; según otros, porque el misterio de la pluma que había
detrás de las obras añadía aún más fuego al enigma, y aumentaba
exponencialmente las ventas. De hecho, se habían propuesto muchas hipótesis:
desde reconocidos autores hasta desconocidos que se habían proclamado como el
auténtico genio creativo, esperando que el embuste atrajera, al menos, alguno
de dinero a sus cuentas. A pesar de todas las teorías, el creador de tan
maravillosas páginas seguía siendo desconocido... e infinitamente admirado, al
mismo tiempo.
¿Qué
era lo que hacía que todos nosotros nos sintiéramos tan atraídos por los libros
de tan insólito personaje?¿Sería su misteriosa apariencia, el insondable drama
que se escondía detrás de su figura, el desconocimiento absoluto que teníamos
sobre él?¿Serían los personajes secundarios, que aparecían mucho más que el protagonista,
y que eran representativos de cómo lo que podía haber constituido un folletín
ligero y comercial se convertía en una novela profunda y significativa, de ésas
que te dejan un poso en el alma y desgarros en el corazón?¿O sería la propia
estructura de la obra, el argumento, los giros dramáticos, las sorpresas, los
falsos enemigos, los héroes sin nombre? No se sabía. Mucho se había escrito
sobre aquello. El caso era que a sus seguidores los veías por todas partes,
desde el estudiante en el metro hasta el ama de casa en su sofá. Comenzaban a
aparecer los primeros cursos universitarios sobre esta obra, la cual, a libro
por año, iba atesorando un cada vez mayor número de impacientes lectores. Se
decía que las sagas, a excepción de algún muy destacado caso infantil, habían
muerto. Sin embargo, “El Ladrón del Ojo Dorado” rompió todos los esquemas.
Surgieron miles de copias y plagios: pero sólo el original alcanzó una
resonancia tal.
A
mí, personalmente, lo que me atraía de estas novelas eran -más que ninguna otra
cosa- las sorprendentes maneras en que el ladrón, del que conocíamos tan poco,
conseguía escapar de sus perseguidores. Eran métodos factibles, pero que, de
puro sorprendentes e inesperados, se asemejaban imposibles para el lector, lo
cual te dejaba, en tu interior, la sensación de que habías caído en la trampa
de la misma forma que el resto de los personajes. Yo ya había comprado los
siete libros, y me sentía tentado incluso de adquirir alguna de las
prolongaciones que habían salido (tomando alguno de los personajes de los
anteriores libros, y desarrollando su propia historia), cuando surgió el rumor
acerca del octavo libro.
Éste
prometía ser la madre de todas las novelas. Se decía que rompería con todos los
tópicos. Que revolucionaría las mismas bases de la teoría literaria. Después de
leerlo, se suponía, nada volvería a ser igual. Exagerado o no, estaba claro que
había que comprárselo. Cuando por fin salió a la venta, esperé impaciente un
par de días, para intentar evitar las aglomeraciones del primer momento. Traté (todo
lo que pude) no escuchar nada sobre el libro, ni siquiera los más nimios
detalles. Finalmente, estaba allí, en mi casa. Y entonces, fue cuando los
fenómenos extraordinarios empezaron a suceder.
Yo
tengo una costumbre particular: siempre leo en el mismo sillón del salón de mi
casa, justo al lado de la mesa de cristal. No me gusta devorarme los libros del
tirón, incluso aunque me encanten; prefiero dejarlos, saborear el momento;
pensar en lo que ha sucedido en la narración, en lo que va a ocurrir; en los personajes,
en qué significan para mí y para ellos mismos... Y dejo siempre el libro encima
de la mesa de cristal, abierto por la última página, incluso aunque tenga que
dañar ligeramente la pasta de la cubierta para que esto sea posible: como si el
libro me invitara a seguir leyéndolo, como si me llamara, cual sirena tentando
a Ulises. Sé que son hábitos extraños, pero cada uno tiene sus pequeñas
rarezas. Quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. Y, además, hoy
en día, cuesta tanto definir lo que es una persona normal, que no habría rocas
suficientes para lapidarnos. En todo caso, esta costumbre podría haberme
costado un disgusto. Sólo que eso aún no lo sabía.
Como
digo, abrí el libro, y comencé a leer, desde el principio. Era buenísimo; apenas
pasadas unas páginas, ya supe que iba a ser el mejor de todos ellos; con
diferencia, la novela más alucinante que había leído jamás. Pero, como digo, y
a pesar de que las páginas me absorbían hacia el interior, decidí dejarlo.
Además, eran ya las dos de la madrugada. Así que lo dejé encima de la mesa,
abierto por la última página por la que me había quedado.
Al
día siguiente, me levanté. No me puse en marcha inmediatamente. Dejé que el
suave influjo del libro me atrajese. Me preparé un fuerte desayuno. Era una mañana
de domingo. Todo parecía estar dispuesto para una agradable lectura. Y
entonces, miré a la puerta del frigorífico. Y hubo algo que eché en falta.
Se
trataba de una fotografía... una fotografía que tiene un cierto recuerdo
especial para mí. De una chica que conocí hace mucho, con la que estuve durante
un tiempo, tres años. Luego lo tuvimos que dejar: ella se marchó a Nueva York,
yo me quedé aquí, en España. Pero, a pesar de la distancia, mantuvimos siempre
una buena amistad; nos llamábamos de vez en cuando, y nos manteníamos, aun a
miles de kilómetros, y con nuevas parejas de por medio, como una especie de
amor platónico el uno del otro. Esa fotografía era de una de las primeras veces
que fui a Nueva York a verla por vacaciones. Realizada con la Estatua de la
Libertad de fondo, y firmada por ella misma. Pues esa fotografía, que había
puesto en aquel sitio tan poco romántico, con el propósito de contemplarla cada
vez que me levantase por las mañanas, no estaba allí.
Y
eso sí que era un misterio.
Miré
en el suelo, corrí el frigorífico del sitio, en los cajones... No estaba.
Medité todas las posibilidades, por dónde podrían haberla dirigido al azar las
corrientes de aire... Pero, cuanto más lo pensaba, más me convencía de que la
fotografía no podía haber desaparecido sin una intervención humana. Así pues,
sólo me quedaba una conclusión: alguien había entrado y me había robado.
Revisé
la casa en busca de pruebas. Intenté hacer un inventario de lo que me habían sustraído...
pero no encontré nada sospechoso. Las tarjetas en su sitio, los objetos de más
valor intactos. Lo único que había desaparecido era la fotografía. Lo cual era
lo más extraño de todo: ¿por qué iba un ladrón a entrar en casa, y sólo
llevarse una foto, por muy guapa que fuera la chica? Y otra pregunta: ¿cómo
había entrado? Vivo en un sexto piso, tengo una puerta blindada, alarma
conectada a la policía, nadie más tenía la llave del apartamento... ¿Había el
ladrón evadido todas estas medidas de seguridad, como si fueran puertas
transparentes?
El
cómo -ya supondrá el lector, dado el inicio de mi relato- llegué a relacionar
este hecho con el Ladrón del Ojo Dorado tiene, al igual que todas las
conclusiones bizarras a las que llegamos a lo largo de nuestra vida, un camino
zigzagueante y tormentoso... No bastó con un solo hecho: se requirieron muchos
más.
Primero fue la fotografía. Luego, uno de mis
libros favoritos, de filosofía, al que le tenía un cariño especial, porque me
lo había entregado un profesor del Instituto con el que mantuve una gran
amistad. Más adelante, una pequeña escultura que me habían cedido mis padres
por mi cumpleaños, cuando era niño. Y después, una caja de música con ranitas
danzarinas, que me regaló mi primer amor en un aniversario. No eran cosas
valiosas: no darían un euro por ellas en el mercado. Y aun así, eran
importantes. Importantes para mí. Determinaban momentos esenciales de mi vida,
personas que habían significado mucho. Constituían una porción indispensable de
mi existencia.
Y
estaban despareciendo.
Instalé
nuevas alarmas, y mandé instalar cámaras. Nada nuevo ocurrió. Seguían desvaneciéndose,
poco a poco, regularmente, uno cada día, así hasta una semana. Hasta que
aquello me inquietó tanto que dejé de leer el libro, y lo coloqué, cerrado,
sobre un estante de mi biblioteca.
Y,
aquel día –o, al menos, así fue en apariencia- no desapareció nada.
Primero
lo atribuyes a que todo se ha detenido, y que puedes reiniciar tu vida normal.
Comienzas a leer de nuevo. Vuelve a ocurrir. Y te intranquilizas. Y empiezas a
repasar, mentalmente, si tiene algo que ver contigo, si hay algo que hagas o
dejas de hacer que se relacione con estas idas y venidas. Y lo encuentras. Sólo
hay un hecho común. Ocurre siempre que la última página del libro está abierta.
La frase clarificadora, como un titular de periódico, flota instintivamente hacia
la superficie de mi mente.
El
ladrón entró por la página.
Extraño,
¿verdad?¿Por qué un hombre, aparentemente racional, inteligente, universitario,
que jamás ha creído en curanderos, exorcistas, ateo para más inri, se va a
creer que un ladrón imaginario está entrando en su casa, a través de las
páginas de un libro, para robarle sus pequeñas y más sentimentales
tonterías?¿Por qué iba yo a suponer nada semejante?
Pero
todos hemos vivido entre libros, y entre películas, y nos hemos planteado
dilemas fascinantes: si es verdad, como dijo Platón, que la auténtica realidad
se halla en otro lugar, del que nosotros tan sólo contemplamos las sombras; si es
verdad que en realidad todo lo que vivimos es un sueño, que somos nosotros los
únicos que existimos y que los demás están allí para representar su papel ante
nosotros. ¿No es acaso cierto que todos nos hemos sentido angustiados ante los
personajes de las películas que cuentan cómo algo fantástico les ha acontecido,
y cómo nadie les cree, cómo nadie tiene la capacidad de creer...? Hemos vivido
demasiadas cosas, a partir de historias contadas por los demás, como para no
acabar creyendo que formaremos parte de una de ellas. Para algunos significa,
incluso, una consecuencia lógica de la trayectoria vital.
Somos
lectores. Formamos un club aparte, pero no restringido, admitido a cualquier que
se atreva a asomarse al vacío de las páginas del libro y, como dijo Nietzsche, permitir
que el abismo nos devuelva la mirada. Somos coleccionistas de historias, de
sentimientos, de miedos, de angustias, de gente que se viene y que se va, de
personajes que han llegado a ser tan importantes en nuestras vidas como algunos
de nuestros mejores amigos. Qué sería de los intrépidos sin D´Artagnan, de los
tétricos sin Poe, de los dramáticos sin Flauvert; qué sería de los sudamericanos
sin el realismo mágico, de los alemanes sin Fausto, de los rusos sin su guerra
y sin su paz. ¿Viviríamos, acaso, pensando que todo es correcto si Bastián no
hubiera salvado Fantasía? No; no podemos. Nos extendemos. Nos negamos a morir,
por muchos Fahrenheit a los que pretendan carbonizarnos; y nos reproducimos,
como hacen aquellos que, inspirados en las novelas de sus noches, deciden
convertirse también en los miembros de ese club maldito que es de los
escritores, el de los creadores de historias, los que, por mucho que les duela,
acaban siendo mucho menos importantes que sus personajes. Somos insobornables;
somos exigentes; somos ingobernables. Nos negamos a dejar de creer...
...
y, por eso, estamos dispuestos a pensar muchas
tonterías.
Por
eso, aquella noche, no lo pude evitar. Al fin y al cabo, quien no ha soñado
nunca, es que no le merece la pena haber vivido. Así pues, coloqué el libro
encima de la mesa. Leí previamente un poquito, para atraer los demonios. Me
senté en la cocina y me preparé, matando el tiempo con comida, mirando a través
de las pantallas una de las cámaras enclavadas en el salón. Esperé.
Tuve
que hacerlo un par de horas.
Pero,
finalmente, dio sus frutos. Fue apenas un bizqueo, un guiño de ojos, pero,
cuando había perdido la vista, volví a mirar...
...
y allí estaba.
Era
tal y como me lo imaginaba. La misma silueta, sinuosa y eterna, alargándose a
través de las sombras que reflejaban las tenues luces procedentes del exterior.
Se movía con ligereza, con sigilosos, cuasi reptilianos movimientos. Me di
cuenta de que no le había podido ver otras veces porque, anteriormente, había
colocado el libro de una forma tal que no podían vislumbrarle las cámaras. Al
fin y al cabo, quién iba a pensar que penetraría desde dentro. Pero allí se
hallaba. Con la misma figura con que me lo había imaginado durante este tiempo.
Ahora, estaba allí. Pero, esta vez, con un traje negro y un pasamontañas.
Penetré
en el salón. Él, entonces, como si todo hubiera sido calculado, se quitó el
pasamontañas, y se mantuvo estático ante mí.
Dio
un paso al frente. Los refulgentes rayos lunares le iluminaron el rostro.
La
contemplé con fervor.
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